Agua
- publicado el 09/01/2011
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Estaciones
Supongo que todo fue impredecible: mi adicción, la obsesión de Londres por la gente como yo, este viaje.
Iba a hacerme con el violín definitivamente, a triunfar por encima de los continentes. Me adentraría en los círculos de élite: un grupo de cámara sería la iniciación, para culminar en la sinfónica de Londres como una de las primeras niñas privilegiadas procedentes de algún país exótico que han conseguido romper todas las fronteras. Pero fue entonces cuando descubrí el jazz. Después de interminables charlas con mis compañeros sobre este o aquél gran compositor fallecido, habiendo soportado un día sin fin, extenuada por profesionales del reproche con la capacidad creativa de un autómata que sueña con parecerse a Roy Batty, simplemente quería desaparecer. Quería dejar de existir y olvidar la presión de un mundo muerto. Pero, entonces, mi invisibilidad se convirtió en rabia, fuego, y mi espíritu cobró su vida a través de la música pura.
Por fin mi viaje tenía sentido, sólo que no se trataba de un viaje glamuroso, sino de un trayecto salvaje, excepcional y apasionado en el que mi imaginación podía atravesar los muros de la ciudad de la nebulosa a través de sus túneles. Ya no había lugar para los auditorios ¿qué significaban esas salas en silencio en comparación? Londres me amaba, y yo amaba cada una de sus calles por las que mis notas corrían en una explosión demente de vida, de jazz. Pero ¿cuánto duraría el éxtasis? Las mañanas volverían, lo sabía, y lo harían para recordarme cuál era mi lugar y sólo quedaría para mi verdadero yo el crepúsculo de la ciudad. El mundo bajo el mundo que hay tras un día cualquiera de trabajo. Sí, al menos en ese espacio de tiempo seré libre: nadie me impedirá responder a mis vicios con deleite, a mi adicción, y será entonces cuando surja mi verdadera naturaleza, la pasión; el jazz.
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