La Ceiba

El día que Pascual Méndez tomó la fatal decisión de quitarse la vida, nadie sospechó de sus intenciones; de por sí era un hombre reservado y no había dado el menor indicio, ni siquiera a Robledo y a Martín, sus dos compinches de borracheras y sin duda alguna sus dos mejores amigos.Precisamente con ellos estuvo, horas antes de decidirse, en el bar de Toño el tuerto, mientras apuraba su dosis diaria de ron cerrero con anís y cerveza tibia. Tiempo después, recordaba Martín, que ese día Pascual estuvo particularmente callado, aunque nunca fue su costumbre ser demasiado expresivo, pero,sí, estuvo muy callado ese día y no era para menos: hacía tres días que Chepa, su mujer, se le había ido con don Severo, el del camión refrigerado. Y para colmo de males, le había dejado una nota, que en realidad convirtió su historia particular en una afrenta y burla a su dignidad de hombre, sencillamente por no saber leer.

La noche que llegó a su casa y la encontró desierta, imaginó lo peor. Buscó toda la casa, llamando a voz en grito el nombre de su mujer sin obtener respuesta. En medio del sopor de la borrachera, respiró un tanto aliviado al ver la nota escrita por ambos lados con la letra grande y cuadrada de su mujer y enseguida volvió al bar del tuerto para que este se la leyera. Era hombre prudente el tuerto y ante el local lleno no pudo más que llevarse a Pascual a la trastienda y allí explicarle lo que escondían aquellos caracteres para él desconocidos pero que habían de traer el gérmen de la desgracia a su vida simple.

En la carta se describían motivos particulares, muy sensitivos para la decisión de la mujer y que el tuerto muy prudentemente le omitió a Pascual, cuya honra ya bastante iba sufriendo al tener que enterarse por una tercera persona, que su mujer se le había escapado con otro hombre y además con un viejo, porque se había cansado de él y sus borracheras. Eso era todo; Pascual era bruto y corto de mollera, pero no por eso dejó de sospechar que era mínimo lo que le interpretaba el tuerto estando el papel escrito por ambos lados, pero no le importó ni quiso saber más del asunto. Tomó en silencio la carta y con la cabeza baja, avergonzado, le pidió a crédito un litro de ron con anís y se fue sin decir más, con la carta en el bolsillo y la botella bajo el brazo, a rumiar su verguenza y dolor en medio del silencio inclemente y duro de la casa vacía.

Esa noche llovió rabiosamente. Pascual se quedó sentado de cualquier manera sobre el sillón de mimbre gastado, con su ración menguante de ron y el ruido atronador de la lluvia sobre el zinc como música de fondo. No pensaba en nada, ni siquiera en lo que había hecho; con la mente en blanco se conformaba con sólo ver llover. Cuando al cuarto para la madrugada paró de llover y al mismo tiempo se bebió el último sorbo de ron, alzó los ojos inyectados de sangre y con la mirada enturbiada tuvo la revelación de que no podía ser más grande su desgracia; que cuando la vida y el destino la tienen contra uno lo mejor es salirse del medio sin hacer demasiado alboroto. Entró a la casa en penumbras, agarró el machete corto y la soga de colgar la hamaca y se fue tambaleando por el sendero de piedra que daba al monte cercano. Cruzó como pudo el arroyo embravecido cual brazo de mar, pasó chapoteando el terreno cenagoso y con dificultad atravesó el valle anegado en agua y a la una de la madrugada había finalmente ganado la cima del monte La Ceiba.

La luna estaba llena a tres cuartos y se erguía grande y majestuosa en el centro de un cielo plomizo, dando un aspecto fantástico a las cosas, vistas tras el espejo de una leve niebla que comenzaba a envolverlo todo con su tenue manto. Por allí cantaba sin cesar un grillo, por allá la monótona nota de una gota de agua golpeando sin cesar daba fe de lo que había sido un aguacero torrencial. Hasta aquí llegaba el fragor del río liberado de su cauce por una fuerza avasalladora y tremenda. El monte despedía un olor dulce y embriagador mezclado con un ligero aroma a ozono que le daba un toque electrizante al ambiente. Todo el bosque parecía estar expectante, como en espera de algo grande, único, épico. Aun con el cerebro embrutecido por el alcohol, Pascual también sentía estas cosas y sin comprender bien el porqué, temblaba de ansiedad y expectación.

Divisó de lejos la figura del árbol. Una majestuosa ceiba, que daba nombre al monte y que recortaba su figura perfecta contra el cielo, imponente, grandiosa, sobre un dédalo de raíces centenarias y poderosas. Hasta allí llegó Pascual con su manojo desgraciado y su terrible carga emocional la madrugada de su noche más aciaga. Sin pensarlo dos veces, se subió a una raíz que hendía la tierra rojiza y se encaramó sin mucho esfuerzo sobre la rama más cercana a tres metros sobre el nivel del suelo. Una vez allí, con toda la parsimonia del mundo, desenvolvió la soga, realizó un hermoso nudo marino y otro corredizo lo pasó por encima de su cabeza, dió un último y rápido repaso a su vida y se decidió a dar el paso sin retorno antes de que vinieran a hacerle mella los estragos de la nostalgia.

Notó un cambio en la atmósfera, indescriptible,algo oscuro y asfixiante que acalló todas las voces nocturnas del bosque y sintió la sorda sensación que preceden a los temblores de tierra y las tragedias mayores.

Entonces lo oyó.

Un sólo llanto; un llanto único, ahogado, inconfundible. Luego, silencio.Quedó paralizado de terror; sentía el corazón galopando en el pecho, amenazando con salirsele por la boca y sintió en la carne un frío que se le alojó en los huesos y lo hizo temblar como una hoja.

Aguardó, expectante, con el corazón retumbando en la garganta. Un minuto, dos casi, entonces otra vez, el llanto; un llanto sereno, quedo, leve, como quien no quiere alarmar a nadie, pero el llanto sentido, triste y conmovedor de un niño.

El llanto iba acrecentando en potencia y volúmen, subiendo de tono en oleadas, hasta que fue lo único que se escuchaba en el monte. Pisó tierra Pascual y aún medio atarantado de miedo, fue buscando el origen del llanto por el lado que bordeaba el río. Se metió de lleno en el terreno pantanoso de la ribera y allí, encima de una piedra pulida por los años vió al niño.

Tendría algunos cinco años, pelo corto negro cortado a cepillo, ojos grandes y brillantes y estaba desnudo. Tiritaba de frío y llevaba los brazos cruzados sobre el pecho para darse calor. Debajo de estos se notaba la lamentable condición del niño y su estado famélico. Su cuerpo era endeble y delicado; cada vez que inhalaba asomaba por el costado su frágil costillar y en el espinazo se podían adivinar los nudos de las vértebras. Hipaba con la resaca del llanto y dos delgadas líneas de moco bajaban por su nariz e iban a perderse encima de la piedra, junto a los pies encostrados de fango pantanoso. Bajo la luz espectral de la luna y en aquella atmósfera parecía más bien una ranita asustada y con frío que un ser humano.

Pascual trató de acercarse, pero el niño retrocedió y le miró con recelo y miedo. Pascual nunca tuvo cualidades sociales y no sabía como hablarle al niño. Este, sin dejar de hipar, se pasó el dorso de la mano por la nariz y se bajó de la piedra por el lado contrario y se quedó allí agazapado estudiando cautelosamente cada movimiento del extraño. Pascual, un tanto hastiado, miró a su alrededor buscando respuestas a las preguntas que no sabía formular y miró al niño que asomaba sus ojos grandes por encima de la roca y como era bruto de corazón pensó que lo que le venía bien eran un par de buenos azotes para que fuera hombrecito y dejara de chillar.

En ese momento Pascual sintió un cambio en el aire y la atmósfera del monte; un hálito súbito y estremecedor comenzó a soplar levemente y a Pascual se le erizaron todos los vellos del cuerpo. Un viento enrarecido de calamidad comenzó a ulular entre las ramas de los árboles y Pascual sintió una acometida en el vientre; un nudo que le atenazó la garganta y que lo paralizó de pavor:

-¡Bop!

Se le heló la sangre y una oleada de frío le hizo doler las orejas. Las ruedas del mundo cesaron de girar un instante, tan grande como la noche, y Pascual se quedó así, clavado en su sitio por un segundo infinito.

Con esfuerzo logró pasar un trago duro y difícil de saliva y le pareció sentir que el recorrido de la sangre por el cuerpo se reanudaba trabajosamente. Entonces:

-¡Bop!

El ruido provenía tras la piedra y sin dudad era el niño, pero… Tenía una tonalidad salvaje y gutural, como si arrastrara el sonido por la garganta y se ahogara con él.

-¡Bop!¡Bop!¡Bop!

Hubo un ligero movimiento tras la piedra, un sonido de hojas secas y una cabeza inhumana asomó por encima y se ocultó rápidamente. Se mostraba fugazmente y luego desaparecía mientras le daba la vuelta a la piedra a saltitos, como las liebres. Finalmente dobló el último recodo de la piedra y Pascual lo pudo ver bajo la luz de la luna en todo su esplendor.

Era de metro y medio, sus patas doblaban hacia atrás y estaban cubiertas de un pelo duro y enmarañado y acababan en un par de pezuñas hendidas que horadaban la tierra. El torso era inconfundiblemente humano, pero de color cerúleo y a ambos lados, dos brazos delgados que terminaban en dedos de puntas negras. Tenía dos enormes ojos, grandes como puños, pero sin pupila ni iris: eran una sola pieza negra como abismo y que brillaban con la intensidad de la luna. Tenía un hocico que más bien parecía una boca humana deformada. Entre sus belfos asomaban dos hileras de dientes ocres que se movian continuamente como probando el aire. Le acompañaba el hedor montaraz  del macho cabrío.

Pascual, paralizado, veía como se marchitaba la vegetación tras la criatura. Esta se plantó frente a él y se limitó a mirarle con aire divertido:

-¡Bop!¡Bop,bop.bopppp!

Ante la mirada atónita de Pascual, eso se echó levemente hacia atrás,se puso ambas manos sobre el vientre y estalló en frenéticas carcajadas que le estremecieron todo el cuerpo. Los enormes ojos se le volvieron llorosos y una vez se calmó volvió a dirigirse a Pascual:

-¡Bop, bop! ¡Bop, bop, bop! ¿Bop, bop? ¡Bopppppppp!

Y su cuerpo vibraba con violentas sacudidas, mientras reía y empujaba amigablemente a Pascual para que compartiera su buen humor y le hacía guiños para que entendiera la broma. Poco a poco murió su risa y extenuado por esta se calmó y miró a Pascual a través de sus ojos llorosos. Inclinó la cabeza hacia un lado y lo examinó con curiosidad:

-¿Bop?¡Bop, bop!¡Bop!

Se golpeó la frente con la palma de la mano en un gesto de comprensión. Se acercó a Pascual y suavemente comenzó a empujarle ladera arriba hasta que finalmente llegaron a las cercanías del árbol de ceiba. Una vez allí, volvió a estremecerse el monte con las histéricas carcajadas del diablo, al mostrarle a Pascual el cuerpo colgado, que con el vaivén de la brisa nocturna oscilaba de aquí para allá cual péndulo, atado al extremo de la soga y con los ojos desorbitados.

Según Martín, al día siguiente, cuando todo el mundo se extrañó por que don Severo no había salido en su camión a trabajar, lo encontraron de bruces en medio de la sala y en un charco de sangre, con dos heridas de machete en plena cara. En la alcoba, encontraron a Chepa desnuda y con el cuello cercenado.

En el piso, muy diáfanas y visibles, dos pares de huellas enlodadas de fango amarillo. No cabía duda de que las más grandes procedían de las botas de monte de Pascual. Las otras, y esto es lo que Martín no se explica, eran las huellas descalzas y diminutas de un niño de no más de cinco años…

Joel Alicea
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