Lágrimas de sangre
- publicado el 29/02/2012
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Desde la buhardilla
Miraba a través de la ventana lánguidamente, imbuido por el lúgubre espíritu de una gris ciudad, de una miserable existencia. No recordaba cuando fue la última vez que vio el sol. Incluso en los días más despejados las miles de chimeneas de las factorías escupían un humo tan denso que era complicado entrever lo que se extendía más allá del distrito obrero. Su hermana tosió y lo sacó de su ensimismamiento. Se acercó a la cama y acarició una mejilla enmarcada en un diminuto rostro y obtuvo como recompensa una hermosa sonrisa. María llevaba tanto tiempo enferma que había olvidado los tiempos en que corría como cualquier otra niña de su edad. Él habría dado incluso su vida por espantar el mal que la consumía día tras día, pero lo único que podía hacer era mirarla a sus febriles ojos y besarla delicadamente en la frente.
Un incesante martilleo en el piso de arriba distrajo su atención. Apretó los dientes con rabia contenida mientras maldecía en silencio a su padrastro. Aquel ser cruel e indolente, enfrascado en sus proyectos, era capaz de dejarlos morir de hambre en la más absoluta miseria. Y como tantas otras veces sus ojos se anegaron en lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Al principio dichas lágrimas eran de tristeza cuando recordaba a su madre, cuando comprendía que su pequeña hermana moriría postrada en cama… Pero con el paso del tiempo se fueron tiñendo de una rabia amarga e impotente y todo lo demás desaparecía, excepto el intenso odio que crecía en su interior.
Tan pronto oyó el crujir de la madera bajo los pies de su padrastro y distinguió el halo de luz cuando se abrió la puerta de la buhardilla, Pedro salvó la distancia que le separaba de la cama y se introdujo en ella tapándose con la manta hasta la cabeza. Pues si había algo capaz de superar todo el odio que sentía era sin duda el temor que le infundía aquella larga figura de pelo alborotado y tez pálida que asomaba la cabeza para comprobar que aquellas criaturas a las que detestaba en lo más profundo de su negro corazón ya estaban dormidas.
La tenue luz de la mañana le despertó de un pesado sueño. María aún seguía durmiendo como atestiguaba el débil silbido que subía desde sus maltrechos pulmones. Afinó el oído para comprobar que su padrastro ya había abandonado la casa, rumbo a alguna de las miles de factorías donde se encargaba del mantenimiento de los relojes que cronometraban la larga jornada de los trabajadores. Todos debían funcionar con una precisión milimétrica, pues cada segundo de trabajo valía su peso en oro. Pedro jamás se habría levantado de la cama si él hubiera seguido rondando por allí, pues intentaba por todos los medios reducir al máximo unos encuentros que se saldaban en la mayoría de las ocasiones con algún nuevo moratón, labio partido o costilla rota.
Se enrolló su raída bufanda y sin más abrigo que unos pantalones remendados y un jersey agujereado por las polillas, se echó a la calle a mendigar, hacer de recadero por unos míseros céntimos o robar a algún distraído transeúnte si fuera necesario. Lo justo para adquirir algún medicamento que aliviase los deteriorados pulmones de su pequeña hermana. Hasta es posible que le sobrase algo para comprar algo de pan y cecina para combatir el hambre. Se sentía culpable por dejar sola tanto tiempo a su hermana, aún sabiendo que su padrastro regresaría a media tarde y la encontraría allí sola. Se llevaría un par de golpes por costumbre, no por la preocupación de aquel ser odioso para con un criatura indefensa postrada en la cama.
Al final de la tarde tan sólo una pequeña cantidad de monedas bailaban en su bolsillo, insuficientes para cubrir las necesidades inmediatas. La medicina de su hermana era cara y muy demanda en una ciudad donde dos terceras partes de la población sufrían el “Mal de la Factoría”, que ennegrecía los pulmones y causaba una insuficiencia respiratoria que se agravaba hasta la muerte.
Pedro examinaba bajo la atenta mirada del boticario unas piruletas de eucalipto que eran todo lo que podría pagar con su exiguo capital. Cerca del mostrador el repartidor había colocado una caja con una nueva remesa del medicamento que el joven necesitaba. La caja estaba abierta ya que el boticario colocaba los suministros en una estantería de la trastienda. “Tan cerca y tan lejos” pensó el muchacho, mientras el boticario, vestido con una bata de un blanco inmaculado, no le quitaba ojo. Pedro puso encima del mostrador un par de piruletas y tres pequeñas monedas que el encargado hizo desaparecer tan rápido que al joven se le antojó la hábil maniobra de un prestidigitador. Acto seguido se guardó su compra en uno de los bolsillos y caminó distraído hacia la puerta. El boticario, desembarazado de la molesta presencia del jovenzuelo, cogió varios paquetes de la remesa que se dispuso a colocar convenientemente. Fue todo lo que necesitó Pedro, que en dos zancadas alcanzó la caja y agarró uno de aquellos preciados paquetes para girar con la misma rapidez y atravesar la puerta antes de que ésta se cerrara de nuevo y accionase la campanilla de entrada. Pero tan pronto hubo alcanzado su objetivo chocó contra una figura recortada bajo el dintel de la puerta con tanta fuerza que su diminuto y famélico cuerpo fue arrojado un par de metros hacia atrás, mientras que la medicina volaba de su mano. Tras lograr incorporarse a medias notó una mano apoyada en su hombro. Era la de aquella figura con la que había chocado que correspondía a la de un hombre joven, de no más de treinta años que vestía una americana con chaleco. El pelo oscuro lo llevaba corto aunque no en exceso, y sus ojos marrón oscuro lo miraban con preocupación a través de unos finos anteojos. Le preguntó qué tal se encontraba, pero antes de que pudiera contestar un fuerte tirón en una de sus orejas le obligó a incorporarse del todo poniéndolo incluso de puntillas. El boticario había abandonado el mostrador y al ver el paquete de medicina en el suelo cerca del muchacho, comprendió al instante la situación.
—¡Condenado ladronzuelo! —espetó el boticario mientras tiraba sin piedad de la oreja que adquiría de forma vertiginosa un color carmesí—. ¡He adivinado tus intenciones desde el mismo momento en que te vi entrar por la puerta!
—Deje usted de tironear de la oreja de este pobre muchacho —intercedió el hombre que había obstaculizado la huída de Pedro—. ¿No ve que por más que lo intente no va a dejar que se quede usted con ella? Le tiene demasiado apego…
—Es usted, doctor Acosta. No lo había reconocido —se excusó el farmacéutico mientras aflojaba la presa, muy despacio y de mala gana—. Discúlpeme pero ya es cuarta vez en esta semana que tengo que perseguir a estos rufianes de medio pelo cuando…
El joven doctor atravesó la sala hacia el paquete objeto de la disputa, ignorando la diatriba del boticario y una vez lo hubo recogido y examinado, miró con curiosidad a Pedro, que una vez libre de la presa, se frotaba la dolorida oreja procurándole un color aún mas rojo. Acto seguido se dirigió al mostrador y colocó el paquete sobre el mismo.
—Don Julián, haga usted el favor de añadir esto a mi pedido, y por el amor de dios, suelte usted al muchacho, que sin delito no hay pena —indicó con fingido aire de súplica el joven.
El boticario, muy a su pesar, y tratándose de un buen cliente, como lo era el doctor, soltó la bufanda del muchacho, a la que se había aferrado tan pronto liberó el apéndice auditivo de Pedro. Éste, desembarazado de ataduras, intentó escurrir el bulto antes de que el farmacéutico cambiara de idea, pero una vez más sintió la presión de una mano, en esta ocasión sobre uno de sus hombros.
—¿No querrás irte sin esto, verdad? —interpeló el joven doctor agitando frente a su cara la preciada medicina—. Después de todo casi te cuesta una parte de tu anatomía.
Formaban una peculiar pareja mientras recorrían la avenida. Habían despachado un generoso almuerzo del cual Pedro, a pesar de las protestas de sus maltrechas tripas, sólo había disfrutado de la mitad, pidiendo al camarero que le guardase el resto en una bolsa, a lo cual accedió éste después de dedicarle una mirada reprobatoria. David, que así se llamaba el joven doctor Acosta, había intentado sonsacarle sin éxito información acerca de dónde vivía, a que se dedicaban sus padres y para quién era la medicina, ya que aparentemente, y a pesar de su aspecto famélico, ningún mal aquejaba a los pulmones del muchacho. Pero Pedro no soltaba prenda, imbuido por la característica desconfianza común a los muchachos que han de ganarse la vida como pueden por las calles. David miró de forma grave al muchacho cuando llegaron al final de la avenida, allí dónde se empezaba a vislumbrar los tonos grisáceos de las edificaciones del distrito obrero.
—¿Sabes que esto sólo aliviará los síntomas, verdad? —dijo el joven doctor agitando de nuevo el paquete de medicina—. Yo podría realizar un reconocimiento para ver cuán avanzada está la enfermedad, y tal vez, si estuviéramos a tiempo…
Pero el muchacho agachaba la vista hacia sus gastados zapatos, evitando la mirada de David, por lo que esté consideró oportuno no insistir. Y con un suspiro le alargó el paquete a Pedro con una sonrisa de circunstancias y éste, dubitativo en un principio, cogió la medicina intercambiando una tímida mirada de agradecimiento y se giró para dirigirse a su casa. Y no hubo andado más de tres pasos cuando se volvió arrepentido para darle las gracias a la única persona que se había portado bien con él en todos esos años, esbozando una sonrisa que se congeló al instante, cuando a varios metros de distancia de donde se encontraba el joven doctor vislumbró la sombría silueta de su padrastro que regresaba de su jornada de trabajo. A sí que se giró de nuevo echando a correr como alma que lleva el diablo.
María se hallaba sentada en la vieja mecedora de la habitación, envuelta en una gruesa manta abrazada a su viejo perrito de peluche, Lucky, remendado varias veces por Pedro, y que tenía un único botón por ojo y un hocico pintado con un rotulador negro que hacía las veces del original. Cuando vio aparecer a Pedro le dedicó una hermosa y delicada sonrisa que el muchacho le devolvió a pesar de llegar sin resuello. Unas oscuras ojeras enmarcaban su pequeño rostro, fruto de un sueño poco reparador. David se entretuvo un momento en mostrarle las viandas sobrantes del almuerzo y se las ofreció para que comiera, pero María negó con la cabeza.
—Debes hacerlo María. Debes tener algo en el estómago para poder tomarte esto —insistió el muchacho mostrándole un par de píldoras blancas y azules.
—De acuerdo —contestó la pequeña—. Pero sólo la mitad, y el resto se lo deja-remos al señor Arce.
—De acuerdo —concedió Pedro—. Pero aprémiate que él ya está llegando.
No se lo tuvo que repetir dos veces para que la niña devorase en un san-tiamén el almuerzo para acto seguido tomarse la medicina con un vaso de agua. Tan pronto hubo acabado escuchar en el piso de abajo como una llave giraba en la cerradura y luego unos pasos lentos y sombríos que subían la escalera. Pedro ocultó el resto del almuerzo en el escondite del señor Arce, el amigo imaginario de María, retirando una baldosa bajo la cama de la pequeña. Cuando la oía hablar de su amigo le comían los remordimientos. La niña se pasaba gran parte del día sola y así no era de extrañar que intentase llenar el hueco producido por su ausencia con un producto de su imaginación. Los dos niños se metieron en la cama y simularon dormir mientras los pasos se acercaban a la puerta entreabierta. Pedro rezaba porque su padrastro pasara de largo y se encerrase en el estudio de la buhardilla, pero al llegar a la altura de la habitación, los pasos se detuvieron, y el muchacho sintió la presencia de aquel hombre, jadeando, impregnando con su aliento ebrio la estancia.
—Pensáis que no sé que estáis despiertos, malditos —susurró con una voz beoda que destilaba auténtico odio—. ¿Por qué seguís aquí? ¿Por qué no habéis muerto aún?
Y después de resoplar con desdén, se alejó con pasos vacilantes hasta encerrarse en su buhardilla. Pedro, que aún temblaba de miedo, escuchó sollozar a su hermana. Y arropándose con ella abrazó su frágil cuerpo consolándola.
—Todo saldrá bien, María. Todo saldrá bien…
María había pasado buena noche. Sus bronquios ya no hacían ese ruido tan desagradable al respirar y cuando se despertó por la mañana su cara reflejaba el efecto reparador de un buen sueño. Pedro la dejó jugando en la cama mientras bajaba a limpiar la casa con la idea de salir a comprar más tarde algo de comida con las escasas monedas que aún le quedaban en el bolsillo. Hacía tiempo que no veía tan animada a su hermana y hoy quería pasar con ella gran parte del día. Mientras barría las escaleras oyó un ruido sordo en la buhardilla y dio un respingo pensando que su padrastro aún seguía en casa, aunque estaba seguro de haberle oído salir a primera hora. Se acercó cautelosamente al estudio de su padrastro y pegó el oído a la puerta entreteniéndose un momento en escuchar sin éxito. Tan pronto se dio media vuelta y reanudó su trabajo, lo volvió a oír de nuevo. Pedro venció su inicial reticencia y giró el pomo de la puerta, contraviniendo la advertencia de su padrastro acerca de no entrar jamás en la buhardilla. Pero la curiosidad natural de un niño a veces es mayor al temor que infunde la autoridad de un adulto, aunque este último fuera un ser despiadado.
La habitación estaba en penumbras y sólo un hilo de luz penetraba por la rendija conformada entre dos gruesas tablas que tapaban la única ventana de la estancia. La habitación era alargada con sendas estanterías a cada lado de la misma que llegaban hasta el techo. Al fondo, debajo de la ventana, había una gran mesa de lado a lado cubierta casi en su totalidad por herramientas, manivelas, mecanismos de relojería, hilo de cobre y multitud de objetos que Pedro no supo identificar, como pudo comprobar tan pronto encendió el interruptor de la luz que iluminaba la zona de trabajo. Las estanterías, divididas en celdas de treinta por treinta, exhibían, cual galerías, el trabajo de una mente febril. Lo que en un principio pudiera asemejarse a una colección de juguetes mecánicos devenía tras un examen más detenido, en un conjunto de piezas y retales combinados de una forma sinuosa y enfermiza, dando lugar a una serie de creaciones a cual más macabra. Cabezas de muñecos, maniquís articulados, piezas de metal, engranajes dentados. Todo mezclado sin orden ni concierto con resultados grotescos. Pedro recorría la estancia amedrentado, pero sin poder apartar la mirada de todo aquel sinsentido. Cerca de la mesa de trabajo, dos bultos cubiertos por sábanas llamaron la atención del muchacho. Un sentimiento de aprensión detuvo la mano de Pedro cuando apenas había aferrado la tela para apartarla y dejar al descubierto lo que ocultaba su padrastro. Lentamente fue retrocediendo por donde había venido mientras un escalofrío le erizaba el pelo y comprendió que no deseaba descubrir lo que se encontraba debajo de aquellas sábanas. Y cuando ya estaba a punto de abandonar la buhardilla, atisbó un ligero movimiento en uno de los bultos seguido de un leve chasquido que le empujó a salir espantado cerrando la puerta tras de sí con el corazón latiendo con fuerza.
Cuando entró por la puerta, María le observó con semblante serio. Pedro estaba pálido y sudoroso y la niña se le quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—¿Qué es lo que ha pasado Pedro? Parece que hubieras visto un fantasma —interrogó María con voz muy quieta, revelando preocupación.
Pedro no contestó, y se limitó a andar muy despacio hasta su cama, donde se sentó con la vista ausente. María, que jamás había visto a su hermano así, se sentó a su lado y tras un lapso de silencio, comenzó a hablar de su amigo el señor Arce, que había venido a hacerle una visita y a tomar un bocado, en un vano intento por hacer regresar a su hermano a la realidad. No fue ella quien lo consiguió, sino unos golpes en la puerta que sacaron a Pedro de un respingo de su ensimismamiento. El muchacho miró interrogante a su hermana. No recibían muchas visitas, por no decir ninguna. Los golpes en la puerta sonaron con más insistencia y Pedro por fin reaccionó y con pasos vacilantes comenzó a bajar las escaleras hasta colocarse delante de la puerta. Abrió la misma después de colocar la cadena y sorprendido, logró entrever el perfil del joven doctor Acosta.
—¿Vas a dejarme entrar o estaremos así todo el día? —interrogó el David.
—¿Qué hace usted aquí? —inquirió tímidamente el muchacho.
—He venido a ver a un paciente —fue la escueta respuesta del doctor.
Y tras unos instantes de vacilación, Pedro venció su inicial desconfianza en aras de una esperanza pasajera. Quizás la única que había concebido en toda su vida.
El joven doctor miraba de hito en hito la pequeña figura de María. Jamás había atendido a alguien tan joven que hubiese contraído el mal de la factoría. La niña le sonrió con dulzura y se le encogió el corazón. Aquella figura famélica y ojerosa, a pesar de la gravedad de la situación en la que se encontraba, aún tenía fuerzas para regalarle lo único valioso que tenía, una sonrisa. David le indicó que se tumbase en la cama, y la niña lo hizo obediente ante la preocupada mirada de su hermano, que observaba a los dos de forma alternativa. El doctor auscultó los pulmones de María durante un lapso de tiempo que a Pedro se le antojó eterno. Luego, con una minúscula linterna examinó el interior de la laringe y los ojos, indicándole a María que mirara de un lado a otro.
—¿Desde hace cuanto tiempo que está así? —interrogó el joven doctor llevando fuera de la habitación al muchacho.
—Desde hace un año. Ha ido empeorando poco a poco, pero en los últimos tiempos es cada vez peor —respondió el niño con un nudo en la garganta.
—Mira Pedro, tengo que sacarle un poco de sangre a tu hermana, a si que quiero que te sientes con ella y la tranquilices —le indicó con aire adusto.
—¿Y por qué necesita hacer eso? Lo único que necesita mi hermana es esa estúpida medicina tan cara que nosotros no podemos permitirnos —replicó Pedro con evidente irritación.
El joven Galeno suspiró y estudió detenidamente al muchacho que tenía delante. Un niño delgado y no muy alto, de unos doce o trece años cuya mirada no se correspondía con un joven de esa edad. La vida le había enseñado desde muy pequeño su lado más amargo seguramente, y ese hecho le recordó otros tiempos, en otra ciudad muy parecida a ésta. De esta forma decidió hablar con él como si hablara con una persona adulta que entendería todo lo que iba a decirle y la dimensión que aquello acarreaba.
—Pedro, ¿tú has notado algún síntoma como los que presenta tu hermana? —preguntó al muchacho que negó enérgicamente con la cabeza—. ¿Y has visto algún chico de tu edad o de la de tu hermana que haya contraído esta enfermedad a la que todos llamáis mal de la factoría? ¿No? Es normal, pues es una enfermedad que normalmente se adquiere en la edad adulta, tras toda una vida conviviendo con esta polución. No digo que sea imposible que una niña de la edad de tu hermana no pueda adquirirla. Sólo digo que es muy complicado, y que se puede dar algún caso aislado. Pero ese no es el caso de María.
—¿No es su caso? —preguntó el muchacho en parte aliviado.
—No Pedro, no es su caso. Porque tu hermana María está siendo envenenada —contestó David mirando seriamente a Pedro—. Y después de extraerle sangre para un análisis, tú y yo nos vamos a sentar a esperar a tus padres para…
El joven doctor detuvo su alocución y siguió con la vista la dirección que señalaban los petrificados ojos de Pedro, y observó la larga y siniestra figura que los miraba con un profundo resquemor desde las escaleras.
Hablaban a gritos, encerrados en la salita al lado de la cocina. Pedro podía escucharlos sin esfuerzo aún estando en el piso de arriba y paseaba nervioso de un lado a otro temblando de miedo. Sabía lo que vendría después, pero la espera era lo peor. Oía a David amenazar a su padrastro con denunciarle y le exponía sin tapujos sus sospechas. El otro se jactaba de ser amigo personal del alcalde y por ende intocable. En algún momento pensó que llegarían a las manos y esperaba escuchar algún tipo de estruendo que le indicase que había empezado el jaleo. Pero los gritos fueron aplacándose y pronto la puerta de la salita se abrió.
—¡Pedro! —exclamó el joven doctor— ¡Te prometo que no os abandonaré! ¡Os sacaré de esta inmundicia aunque sea lo último que haga!
—¡Lárguese de una vez de mi casa y vaya a molestar a quien de verdad le necesite! —tronó la aguda voz de su padrastro.
—¡Recuérdalo bien Pedro! ¡Recordadlo bien los dos! —insistió esperando quizás una respuesta que no obtuvo. Y acto seguido abandonó la casa dando un portazo entre las imprecaciones del otro.
Pedro cerró la puerta de la habitación desconsolado. Se acercó a su her-mana y le ordenó que se encerrara en el cuarto de baño hasta que todo pasase. Ella protestó negando enérgicamente con la cabeza, apretando fuerte contra su escuálido pecho a su perro de peluche.
—¡No te voy a dejar sólo con él! ¡No esta vez! ¡Tendrá que hacernos frente a los dos! —gritó sollozando.
El muchacho abrazó a su hermana y la consoló hasta que los lloros empezaron a remitir, convirtiéndose en apenas unos gimoteos.
—Ahora tienes que hacer lo que te he dicho, María —le indicó limpiando con los pulgares sendas lágrimas que resbalaban por las mejillas de la niña—. Sabes que si le hacemos esperar mucho la cosa se pondrá peor.
María obedeció resignada y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió se encontró con la figura de su padrastro y levantando la cabeza le sostuvo la mirada. Y en sus ojos no había ni un atisbo de miedo, si no un odio profundo que obligó a aquel hombre, como otras tantas veces, a retroceder vacilante ante aquella diminuta figura y a desviar la mirada, como si fuese él el que tuviese miedo, o quizás vergüenza. Y ella avanzó hasta el baño sin perderle de vista en ningún momento. El hombre se quedó mirando cómo se cerraba la puerta y entonces su gesto cambió. Se volvió concentrándose en Pedro y empezó a acercarse a él mientras se quitaba el cinturón y sonreía pérfidamente.
Pasaba el tiempo envuelto en una nebulosa febril provocada por el dolor. Jamás le habían golpeado con tanta furia como él lo había hecho. Tenía un ojo completamente cerrado, el labio partido, y la espalda en carne viva allí donde le había sido aplicado el cinturón. Y a pesar de todo podía considerarse afortunado, ya que el primer golpe, por su dureza, lo había dejado atontado. Así que el resto del correctivo se confundía ahora como una lejana pesadilla que ya había acabado. Pero lo peor empezaba ahora. Apenas tenía fuerzas para levantarse, y no había un hueso en su escuálido cuerpo que no le doliera.
De vez en cuando sentía a su hermana sentada en su cama, y notaba su pequeña mano acariciándolo con ternura. Luego la escuchaba al otro lado de la habitación, hablando con alguien a quien daba indicaciones. Pensó que se trataría de su amigo imaginario el señor Arce, y estuvo tentado de abrir los ojos para vencer la curiosidad, pero la debilidad y el dolor podían con él y lo acababan sumiendo en un sopor. También pasó así gran parte de la mañana del día siguiente, entre pesadillas y clarividentes duermevelas en las que creía escuchar gritos y protestas. Hasta que logró reunir las suficientes fuerzas y a media mañana se levantó de la cama para acercarse tambaleando hacia el cuarto de baño, donde se quedó mirando el reflejo de su imagen en el espejo. Tenía un aspecto lamentable y grotesco. Mucho peor del que imaginaba. De improviso su hermana se asomó por la puerta y corrió a abrazarle con unos brazos que apenas lograban abarcar con fuerza su delgada cintura. Luego le miró y se llevó un dedo a la boca.
—Él está ahí abajo —susurró la niña—. Esta mañana a primera hora vino ese señor tan simpático y volvieron a gritarse y a hacer mucho ruido. Ahora no quiere salir de casa. Cree que él está esperando ahí fuera a que se marche a trabajar para venir a por nosotros. Por eso ha llamado esta mañana a la central y les ha dicho que hoy estaba enfermo.
—¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó Pedro.
—Llevo espiándole varias horas —contestó María—. Ahora creo que está dormido, sentado en una silla en frente de la puerta.
—Pues entonces vuelve a la cama y descansa.
—Pero yo quiero que conozcas al señor Arce. Hemos estado cuidándote los dos como tú haces siempre conmigo y…
—He dicho que vuelvas a la cama. Vamos a dejar los juegos para otro momento —ordenó el muchacho mientras besaba la frente de su hermana, que con un gesto mohíno acabó obedeciendo.
Pedro comenzó a bajar sigilosamente la escalera y se quedó sentado a medio camino, observando la figura de su padrastro, que dormitaba en una silla con la barbilla reposando sobre el pecho. Descansando sobre sus rodillas pudo discernir una estrecha tubería de metal. Había debido tomarse muy enserio las amenazas del joven doctor o ni siquiera un vendaval le hubiera hecho perderse una jornada laboral. El muchacho siguió observando unos instantes más aquella odiosa figura. Ni siquiera la rabia que sentía cuando pensaba en él lograba acudir a su mente. El cansancio y el dolor lo impedían. Y entonces lo volvió a escuchar. Aquel sonido que provenía de la buhardilla se escuchaba aquella mañana más claro que de costumbre, y temió que lograse despertar a su padrastro. Pero seguía descansando en su letargo, e incluso comenzaba a dejar escapar algún ronquido. De esta forma Pedro decidió vencer su aprehensión y sus miedos y dirigió sus pasos hacia la buhardilla.
Dentro olía a gasoil. Seguramente su padrastro había estado llenando el depósito del generador eléctrico, que ahora ronroneaba levemente, y había dejado abierta la lata del combustible como otras tantas veces, impregnando de su intenso olor la estancia y el resto de la casa. Encendió la luz y volvió a ver aquellos dos bultos cubiertos por sábanas. Y aquellas sábanas se movían al unísono con un movimiento intermitente de arriba abajo. Pedro avanzó con paso seguro hacia los dos bultos, intentando abstraerse de lo que le rodeaba, evitando amedrentarse por la locura de su padrastro. Una vez delante agarró el trozo de tela y tragando saliva tiró fuerte hasta dejar al descubierto lo que estaba oculto.
El muchacho retrocedió mientras la rabia, que instantes antes se había rendido ante el dolor y el agotamiento, se abría paso por su corriente sanguínea dotando a sus músculos de un desconocido vigor. Ya no había miedo ni temor en Pedro. Sólo un sentimiento de odio inundaba toda su razón mientras observaba dos engendros mecánicos confeccionados con sendos maniquíes infantiles que sostenían cucharas en sus manos, bajaban sus brazos hacia un plato vacío y los volvían a subir a la altura de la boca, gracias a numerosos engranajes impulsados gracias al generador. Las figuras se asemejaban a Pedro y María gracias unas pelucas casi idénticas al pelo de los muchachos, e incluso vestían ropas similares a ellos. Aquella mente enferma había creado una familia a la medida de sus necesidades. Una familia que jamás le importunaría con preguntas, con desvelos y a la que no tendría que regalarles ni un ápice de cariño. Y eso fue lo único que necesitaba el muchacho para descargar toda la furia y la frustración acumulada durante tanto tiempo, y cogiendo un pesado tubo de metal apoyado contra la pared lo descargó, como si apenas pesara, sobre aquellas dos figuras, haciendo saltar por los aires plástico y metal. Y continuó así, cegado por la ira, hasta que escuchó un grito sobrecogedor a su espalda.
—¡Nooooo! ¡Qué es lo que has hecho maldito estúpido! —exclamó su padrastro que corrió hacia donde estaban los restos de aquel par de engendros que recogió y abrazó llorando desconsoladamente—. Mis niños no, mis niños no…
Pedro se hizo a un lado, apoyando la espalda contra la pared, mirando a aquella figura, a la que jamás había visto llorar ni mostrar otra emoción distinta al odio, con una mezcla de repugnancia y desconcierto. Luego, como si notara los sentimientos que experimentaba el muchacho, el hombre dejó de sollozar y la rabia volvió a su mirada mientras se levantaba y avanzaba despacio hasta Pedro. El levantó el tubo de metal amenazante y su padrastro se paró en seco titubeando por unos momentos, pero luego estalló en una enfermiza carcajada.
—¿Qué esperas hacer con eso mequetrefe? ¿Crees que yo no me defenderé como ellos? —amenazó señalando al muchacho con el dedo.
—¡Estás enfermo! —replicó Pedro—. ¡No voy a consentir que la sigas matando!
—Así que lo sabes ¿eh? —inquirió el hombre—. Ese entrometido doctor ha sido un grave contratiempo, pero ya arreglaré cuentas con él. Y ahora escucha bien lo que voy a hacer. Después de acabar contigo, cogeré ese frasco que está en la mesa, el mismo del que suministro unas gotas todas las noches a tu dichosa hermana mientras dormís, y se lo meteré enterito por el gaznate.
—¿Por qué nos odias tanto? —preguntó desesperado Pedro.
—Porque sois lo peor que me ha pasado en la vida. Porque me dais asco y por vuestra culpa perdí a vuestra madre —respondió fríamente—. Ella tampoco os aguantaba y por eso decidió que era mejor morir.
—¡Estás mintiendo y ahora lo sé! —exclamó el muchacho—. Tú la mataste de la misma forma que intentas hacerlo con María. Porque ella se dio cuenta de cómo eras en realidad y te miraba como ahora te mira María. Con odio, y tú no puedes soportar que una mujer te mire así.
—Hablas con una madurez impropia de tu edad, y me pregunto si comprendes realmente lo que estás diciendo —concluyó su padrastro mientras se apoyaba en la estantería con una sonrisa maquiavélica grabada en su rostro—. Pero en esta ocasión no puedo hacer otra cosa que darte la razón. Al menos te debo eso.
Entonces agarró una pesada llave inglesa y la sopesó entre sus manos. Pedro volvió a esgrimir el tubo pero algo que se movía en la estantería por encima de su padrastro le distrajo aún en esos momentos. Una rata corría por la balda hacia la lata de gasoil, e irguiéndose sobre sus patas traseras empujó con todas sus fuerzas la misma, vertiendo contenido y recipiente sobre la cabeza de su padrastro. Éste se tambaleó producto del golpe, logrando recuperar el equilibrio apoyándose en la mesa de trabajo, mientras veía como el animal saltaba de la estantería y corría a ocultarse detrás de los desnudos pies de María.
—Lo has hecho muy bien, señor Arce —felicitó la niña al roedor, y tras sonreír a su hermano, miró a su padrastro de aquella forma que él tanto temía—. Ya no volverás a hacernos ningún daño.
María sacó del bolsillo de su bata una caja de cerillas, y tras encender con una el resto, las arrojó hacia la atónita mirada del hombre que se encendió como una pira al instante, revolviéndose y aullando de dolor, prendiendo todos los materiales combustibles que tenía en la mesa de trabajo. Pedro lo apartó con el tubo metálico y cogiendo en brazos a su hermana se precipitó escaleras abajo, seguido por la tea humana en la que se había convertido su padrastro, que aún en sus últimos momentos de agonía intentaba acabar con él. El muchacho intentó quitar frenéticamente la cadena de la puerta que impedía que ésta se abriese mientras echaba miradas desesperadas a la figura que a duras penas bajaba las escaleras. Entonces escuchó la voz del joven doctor por la rendija de la puerta que le indicó que se apartase y una vez lo hubo hecho, éste salto la cadena de una patada, mientras la humeante figura de su padrastro se consumía en el suelo del recibidor.
David observó a las dos menudas figuras llorando abrazadas. Del bolsillo de la bata de la niña asomaba un roedor que se le quedó mirando con ojillos brillantes e inteligentes. El joven doctor los dejó así un buen rato, mientras las autoridades ponían orden y los bomberos extinguían las llamas del incendio. No quiso imaginarse en ese momento los suplicios que habrían tenido que pasar esas dos criaturas. De lo único de lo que estaba seguro es que jamás volverían a padecer ningún sufrimiento de ese tipo. Él se encargaría de ello.
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