Capítulo 1: Conejos.
- publicado el 27/07/2014
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El sueño mecánico
El hombre de mediana edad se limpió cuidadosamente la grasienta mano en un viejo y oscuro trapo mientras ajustaba la lente de aumento que prendía de sus anteojos. Su pelo era largo y oscuro, aunque adornado por numerosos mechones grises, al igual que su bien cuidada barba.
Los engranajes del complejo mecanismo giraban con precisión matemática después de los ajustes efectuados y tras comprobar que todo fluía armoniosamente, el artesano guardó el minúsculo destornillador de estrella en un estuche de cuero curtido desgastado por el paso del tiempo. Su mirada a través de la lente recorría minuciosamente la nacarada superficie de porcelana de la cabeza del autómata, deteniéndose en el nacimiento del cabello. La peluca de Wolfgang lucía espléndida mientras el compositor mojaba una y otra vez la pluma de faisán a través de la cual fluiría la magia de una sinfonía que quedaría plasmada sobre el pergamino.
Al otro lado de la sala el arlequín efectuaba cabriolas sobre su pedestal, y sus ropajes negros y blancos reflejaban la luz de un foco testigo de sus proezas. Aquel día había tenido el honor de ser el primero en recibir las atenciones del maestro artesano que había retocado su maquillaje recomponiendo el diamante negro que enmarcaba su ojo izquierdo.
El artesano se quitó los anteojos y se frotó con la yema de los dedos sus cansados párpados. Y por un momento se perdió en sus ensoñaciones hasta que de pronto pareció recordar algo, y echando mano de un dorado reloj de bolsillo dio un ligero respingo al comprobar la hora. Una corriente de energía inundó sus músculos y todo el cansancio acumulado pareció desaparecer en un instante mientras el maestro atravesaba la circular sala, silbando alegremente el primer movimiento de la sinfonía número cuarenta de Mozart que el mecanismo de ciento cincuenta y seis láminas oculto bajo el pedestal del compositor reproducía fielmente.
Al pasar junto a las cortesanas, éstas empezaron a girar de un lado al otro, intercambiando confidencias con una mano ocultando sus labios y sendas miradas traviesas, mientras que el agua manaba incesantemente de una fuente de piedra rematada por un querubín.
Un conjunto de jazz ataviado con americanas de rayas rojas y blancas recibió al artesano a ritmo de “When The Saints Go Marching In”, y éste, echando un vistazo al contrabajo, decidió que al día siguiente debería echarle un vistazo a los engranajes de su brazo derecho. Y como si quisiera confirmar la bondad de su idea, un enorme oso tocado con un bonete lila con botones amarillos, minúsculo sobre su enorme cabeza, chocó estruendosamente dos platillos unidos por correas a sus zarpas.
Una vitrina cilíndrica de cristal presidía el final de la sala. El artesano deslizó suavemente la puerta y contempló con ojos brillantes una figura femenina inerte. Unos largos cabellos castaños caían sobre sus hombros y enmarcaban un hermoso rostro que irradiaba vida a pesar de su aparente quietud. Un largo vestido negro adornaba su esbelta figura y su pálida piel refulgía con los rayos lunares que se colaban a través de una minúscula ventana.
A pesar de que el tiempo los había separado hace tanto, si cerraba los ojos podía recordar el timbre de su voz, la belleza de su sonrisa y la intensidad que desprendía su mirada cuando estaban juntos. Así pues, tras realizar unos minuciosos ajustes en el mecanismo oculto en la espalda de la figura, su mano temblorosa sacó del bolsillo de su delantal una llave de plata con la forma de medio corazón que introdujo en la base de la nuca. Y entonces giró anhelante una vez más.
El artesano tomó asiento en una banqueta frente a la vitrina. El cansancio había inundado sus músculos y la frustración volvía a hacer mella en su ánimo. Poco a poco las fuerzas abandonaron su cuerpo hasta que la punta de su barbilla tocó su pecho. Como por arte de magia, todas las creaciones cesaron en su frenética actividad y se quedaron mirando con aire grave al artesano hasta que un chasquido metálico les hizo volver su mirada hasta la vitrina de cristal.
La mujer mecánica avanzó elegante hasta la figura inerte del artesano y la observó con dulzura para después rodearla acariciando con su mano los cabellos del hombre. Después abrió una pequeña compuerta en la base de la nuca del artesano e introdujo una llave de plata, también en forma de medio corazón, que pendía de su cuello y la giró delicadamente. Acto seguido se colocó en frente de la figura del hombre y acarició sus mejillas. El artesano recuperó poco a poco la conciencia, y elevando la mirada la vio, tan hermosa como la recordaba, y levantándose de la banqueta lentamente como si flotara en un sueño se irguió frente a ella.
A la par que Wolfgang dirigía a la orquesta de jazz, que interpretaba un vals acompasado por los platillos del enorme oso, las cortesanas bailaban armoniosamente unas con otras y el arlequín efectuaba graciosas piruetas alrededor de toda la sala, ellos se dieron cuenta de que no había lugar para las palabras. Así pues bailaron conscientes del tiempo que les quedaba, adoptando el papel que debían interpretar en la escena musical. Hasta que el continuo movimiento del universo les diera la oportunidad de volver a danzar juntos una vez más.
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