La Boca del Metro (Parte 1 de 2)
- publicado el 27/11/2008
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Infirmus
El coche patrulla había aparcado frente aquella construcción que ponía los pelos de punta.
Los dos policías salieron del vehículo, siguiendo las pistas que los habían llevado hasta allí. Ahora, de pie frente aquella fachada que les mostraba un edificio como salido de una de esas películas en las que desde el principio nada bueno puede pasarte si decides entrar, él ignoró su juicio, y buscó en lo más profundo de su subconsciente los motivos por los que debía hacerlo.
Aquel pensamiento se instaló en él como una idea fija, e hizo que por un instante se viera inmerso en el espacio más recóndito de su cerebro, tratando de rescatar cada segundo dedicado al caso. Sumergiéndose en ese mar de cruda realidad que se derrumbaba a sus pies, al tener aquel encuentro con la crueldad del hombre, de sus actos más abyectos, y de lo que es capaz de hacer.
Fue cayendo poco a poco en un abismo sin fondo, en un sueño profundo de incertidumbre. Convirtiéndose una vez más en el protagonista de lo inexplicable.
Estaba todo tan oscuro, que apenas distinguía el perfil de las cosas.
Sus manos guiaban sus pasos, para tratar de no tropezar con nada.
A medida que iban pasando los minutos, sus ojos empezaban a enfocar mejor aquella imagen que le llegaba borrosa.
Se fue aproximando, lentamente, hasta quedar prácticamente a unos pocos centímetros. De uno de los bolsillos de su pantalón sacó un mechero, lo puso frente a sí, y, chasqueando su piedra, una llama fulgurante de un color azulado emergió de su interior, alumbrando por unos segundos aquella estancia, dando forma a aquello que colgaba del techo.
Se quedó en shock. De una de las vigas que lo sustentaban, se suspendía un enorme bulto, envuelto en una especie de crisálida gigantesca. Por el final del tubo que conformaba aquel gran cilindro, asomaban unos brazos que colgaban por encima de su cabeza.
Casi podían rozar, con la punta de los dedos, la llama vigorosa que amenazaba con apagarse por la viscosidad que caía a sus pies, y por el pendular incesante de aquel bulto que se balanceaba sobre él.
La impresión fue tal, que solo pudo reaccionar cuando la piedra del mechero empezó a quemar sus dedos, y con un gesto de dolor, agitando su mano para aliviar el escozor de la quemazón, la llama se apagó, dejándolo todo como al principio.
A oscuras…
La oscuridad se cernió por completo en aquel lugar, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Intentó volver a encender el mechero, pero la piedra seguía demasiado candente, y sus dedos doloridos. No se rindió, y, a al tercer intento, consiguió enfocar su pesadilla.
El impacto fue aún mayor. Ahora, frente a él, y como salida de la nada, había una niña de cabellos largos y oscuros. Tanto, que se fundían con las mismas sombras, como los deseos más crueles y enfermizos de aquel por el que estaban allí. Toda aquella melena se desperdigaba de una forma salvaje por sus hombros, dándola un aire entre fiero y melancólico.
Con la cara sucia, sin unos rasgos definidos, y una mirada vacía que lo observaba desde su inquietante perspectiva, le produjo turbación.
Aquellos ojos sin vida, sin un iris que diera algo de color y contraste a la palidez de aquel semblante de tez cianótica y enfermiza, lo aterrorizaban.
Sin ser capaz de encontrar otro lugar donde enfocar su vista, para no tener que enfrentarse a la de ella, no pudo contener la presión que lo superaba, y su reacción no se hizo esperar.
Un grito ahogado salió de su garganta. El mechero cayó de sus manos convulsas.
Como pudo, se arrodilló para buscarlo.
Necesitaba la luz.
Aquella oscuridad le abrazaba de un modo asfixiante. Jadeando, faltándole la respiración, comenzó a palpar el suelo con desesperación, rastreándolo en pos de aquel maldito mechero que se resistía a ser encontrado.
La tensión le paralizaba los músculos. El miedo se iba apoderando de él, y cada vez le resultaba mucho más pesado mover sus manos.
No podía verla, pero si podía percibir su presencia. Sintiendo su mirada en la nuca, como docenas de punzadas de diminutas agujas que lo atravesaban. Un frío lo vistió de los pies a la cabeza. Como si alguien hubiese dejado un congelador abierto.
En el último rastreo de desesperación, toco algo.
“¡Sí…!”
Era el jodido mechero.
Esta vez no se resistió y, al primer intento, la llama azulada dio la cara, y volvió a ser el faro en aquella oscuridad latente. Un vaho gélido salió de su boca, haciéndose presente.
No era capaz de moverse, no podía enfrentarse nuevamente a la imagen inquietante de aquella niña que lo aterrorizaba. Alargó con pesadez el brazo, para que el alcance de su visión fuera mayor…, y no vio nada.
Ella ya no estaba.
Su cuerpo comenzó a estar más receptivo. Sus movimientos eran menos torpes, y empezaba a relajarse. Autoconvenciéndose de que no había sido más que el producto de una imaginación desbordante, y el cansancio que acusaba desde que comenzaran aquellos asesinatos.
Todo aquello lo tenía completamente absorbido, y muy sugestionado. Quizá de ese modo podía explicarse aquel encuentro con el reino espiritual que desconocía, y que le supuso un influjo nefasto. Arrastrándolo, sin ser plenamente consciente de ello.
Él sólo buscaba respuestas.
Un sudor frío empezó a resbalar por su espalda. El cuello daba señales de agarrotamiento, y el miedo volvió a posarse en su interior, como una losa que no dejaba reaccionar su cuerpo. Intentó sacar el valor suficiente para enfrentarse, y, lo que debiera haberle tomado no más de unos segundos, se le hizo eterno.
Alguien sujetaba su mano…
Aquella espeluznante niña, estaba ahora a su lado.
Si la distancia en un momento dado, marcaba la percepción objetiva de su realidad, el tenerla a su lado marcó un antes y un después, al sentir aquellos ojos mirándolo tan de cerca, que podía ahogarse en ellos.
Como si quisiera mostrarle algo que él no era capa de focalizar.
Era tal el miedo, que este iba haciendo estragos en su raciocinio. No podía pensar con claridad.Y mucho menos reaccionar. Sólo acertó a cerrar con fuerza los ojos, convencido de que cuando los volviera abrir, todo habría vuelto a la normalidad.
Nada resultó normal. Todo era aún más extraño, y aberrante, que lo anterior.
Le llegaba con pesadez un olor repugnante que lo arropaba, y se le incrustaba hasta las entrañas. No quiso dejar de respirar. Cuanto antes su pituitaria se acostumbrara a aquel hedor, antes dejaría de oler aquella inmundicia que le producía arcadas. La pestilencia lo envolvía todo, nublándole incluso la índole del juicio que le merecería aquel encuentro.
Abrió lentamente los ojos para enfrentarse de nuevo a su enfermiza realidad.
Miró hacia arriba, y aquella enorme pupa ya no estaba. A lo lejos, pudo ver una figura que salía de la nada, y caía al suelo eclosionando.
Un halo de luz tenue envolvió aquel saco que rezumaba un líquido denso. Yacía en el suelo sobre un gran charco de sangre, y por una de sus partes se podía apreciar lo que era.
El cuerpo de un hombre.
Aquella visión le produjo repugnancia. Se debatía entre el miedo, y la perplejidad del horror que le producía aquella dantesca visión. Se acercó lentamente hasta donde estaba aquel cuerpo que, aun desde aquella posición, le resultaba extrañamente familiar.
Le dio la vuelta. El desconcierto lo atrapó, y el estupor se adueño de su rostro.
Estaba prácticamente irreconocible. Su rostro presentaba grandes ulceras llenas de pus. Alguno de aquellos accesos estaba reventado, y la inmundicia resbalaba por su cara.
El olor a putrefacción le producía pequeños espasmos de angustia, que intentaba controlar para no vomitar. Su garganta había sido seccionada, y por ella brotaba el mismo líquido que fluía de su cara.
Abrió los ojos, y con mirada perdida, le agarró con fuerza una de sus manos. Apenas podía articular palabra, pero por su garganta aun escapaba el siseo de alguna frase entrecortada.
Hizo un tremendo esfuerzo de superación, y se inclinó sobre él para poder escuchar mejor lo que trataba de decirle el sargento Tolley
-No… debimos entrar…, Ins…pector.
Aquellas palabras le confundieron. No quiso enfrentarse a lo que su imaginación le mostraba, así que como hiciera en otras ocasiones, volvió a evadirse cerrando los ojos durante unos segundos, para volver a abrirlos y que todo estuviera como al principio.
La oscuridad ganaba paso a sus pupilas, que en segundos dejaron de enfocar y distinguir incluso las formas que en un principio podía advertir.
Al abrir los ojos, se encontró arrodillado sobre un suelo mugriento, y con los brazos aún en cazo, como si sujetase algo que ni siquiera él era capaz de ver. Pero aquella sensación, como si alguien le tuviera cogido del brazo, aquella fuerte presión sobre su muñeca, seguía ahí, aterrorizándolo.
Empezó a tirar hacia él, intentando soltarse. Pero era inútil todo aquel esfuerzo. La mano que lo sujetaba, se negaba a soltar la suya. La angustia iba tomando mayor vigencia entre tanto miedo, repartiéndose a partes iguales en una mente que empezaba a no saber diferenciar la realidad. Quiso salir del sueño en el que creyó encontrarse, y cuanto más se negaba, con mayor fuerza le atrapaba.
Hizo un último esfuerzo…
Cuando despertó, sobresaltado, se encontraba empapado en sudor.
-¿Otra vez esos sueños, inspector? -Le preguntó el sargento Tolley.
-Sí… -Respondió con desidia el Inspector Redmond, paladeando el mal sabor de boca que le había dejado aquella última sensación.- Siento haberme dormido, pero últimamente descanso muy poco. Todo este asunto me tiene en vilo.
Antes de terminar su última palabra, hizo un movimiento de cabeza para encontrarse con su compañero…, y allí estaba él. Mirándole desde aquel vacío, con el rostro completamente lleno de sangre, cubierto por aquellas pústulas que le supuraban, y con el cuello abierto en canal.
El Inspector empezó a recular hacía atrás, como si pudiera fundirse con la puerta que delimitaba su huida de allí. Buscando atravesarla, para no tener que enfrentarse a su visión.
Después, un grito irrumpió en aquel espacio reducido y viciado. Aquel alarido se expandió de tal forma por el coche, que al rebotar sobre las paredes de chapa del interior, les fue devuelto su eco con mayor intensidad e impacto.
Cuando todo pareció volver a la normalidad, despertando esta vez de la pesadilla en la que estaba atrapado, ahora era el sargento Tolley el que se encontraba contra la puerta del coche. Con el gesto descompuesto, estupefacto por como lo miraba su jefe. Intentando desligarse de la mano que lo sujetaba con fuerza, como aferrándose a algo.
Por un instante, el Inspector Redmond se sintió ridículo e incómodo con aquella situación. No supo que decir, y el sargento tampoco estaba por la labor de preguntar nada.
Así que dejaron a un lado las cuestiones que, sin duda, ambos barruntaban en su cabeza.
-Ya hemos llegado jefe, acertó a decir el sargento.
El Inspector miró por la ventana. Un deja vu volvió a él, como una gran bofetada que le hizo desorientarse, y sentir de nuevo aquel escalofrío de realidad.
Volvía a estar frente aquel edificio que le decía: no entres.
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