Despertó solo

La luna se asomaba al dormitorio en hilos de plata. Una luna llena, enorme. La sed raspaba su boca. Sed de resaca incipiente, de sexo reciente. Recorrió a tientas el pasillo, camino de la cocina americana. En busca del frigorífico y de, con suerte, una botella colmada de agua fresca.

Su cuerpo desnudo frente a la ventana abierta, la hermosísima espalda bañada en una revuelta catarata pelirroja. Así que ahí estaba. El rostro vuelto arriba, observaba la luna con fijeza. Los brazos cruzados sobre el pecho, como en sobrecogido abrazo. Aplastados los blancos pechos poco antes alimento de sus besos. Combadas las caderas en contraposto embriagador. Olvidó la sed. Olvidó la mirada curiosa de los vecinos. Olvidó que su novia lo esperaba en casa hacía horas. Posó la boca en su cuello eterno y pasearon los dedos sobre su pálida piel vientre abajo.

 

Se trataba de un mordisco, indudablemente. En su tetilla izquierda, justo encima del pezón orlado de vello. Un semicírculo tumefacto, algo más oscuro en torno a la huella que habían dejado los colmillos. Inconfundible. ¿Cómo podría ocultárselo a Elena? Ya le había resultado trabajoso hacerle creer que había entrado trabajo urgente la otra noche. Solía ser más cuidadoso con sus infidelidades, el trabajo nocturno nunca era urgente. La planificación está en la base de la impunidad, acostumbraba a decirse. Pero Camila… Camila había resultado- digamos- especial. Lo mismo su encuentro; inolvidable no atesora todos los matices necesarios para describirlo. Su mayor preocupación no era, de hecho, de qué manera iba a arreglárselas para que su novia no descubriese la firma de la fascinante pelirroja; sino si toparía de nuevo con esta última, y cuándo. La anhelaba como pocas veces, nunca, antes había deseado a una mujer. Como si aquel mordisco le hubiese inoculado el veneno de una pasión impropia y peligrosa. ¿El seductor seducido? No importaba, era un precio que valía la pena pagar. Aplicó la bolsa de hielo sobre el indiscreto cardenal y se quedó mirando su reflejo orgulloso en el espejo. Camila… tendría que pedirle que refrenase esa ávida dentadura suya. Si volvía a verla, claro. Ojala.

 

Su codicia se vio pronto satisfecha. Salía de la oficina a engullir un bocado rápido en la hora corta que se le autorizaba para comer. Camila encaramada a unos tacones vertiginosos frente a un escaparate de joyas tan horribles como caras. El vaporoso estampado de su floreado vestido veraniego flotaba en una brisa ligera, tregua en mitad de un agosto férreo. Se anclaban en ella las miradas de los pocos transeúntes, trajeados todos, atravesados de hambre apresurada. Dos de ellos incluso chocaron, embelesados en la fascinante contemplación de la pelirroja. Divertido con la situación, esperó unos instantes antes de abordarla. No recordaba haberle contado dónde trabajaba. Pasaba por el barrio, dijo ella, como excusándose, cuando al fin la saludó. Le ofreció tomar algo en una cafetería cercana. Ella prefirió ir al hotel más próximo. Perdió el apetito al instante. Sustituido, más bien, por una voracidad de muy distinta naturaleza.

 

Recobró la conciencia en medio de una oscuridad indiscernible. Atacado de una intensa jaqueca, y terriblemente dolorido en el área genital. La leve fricción de las sábanas contra su miembro cuando se incorporó buscando el interruptor de la luz acabó por traerlo de regreso con la punción de mil agujas. Algo no iba bien. La visión de la ropa de cama ensangrentada por poco no le hizo desmayarse de nuevo. Se destapó con precaución. Dos orificios sangrantes hendían la base de su polla tumefacta. Logró vestirse aguantando a duras penas el dolor y trastabilló fuera de la habitación. En la calle era noche cerrada. Detuvo un taxi y se dirigió al hospital más cercano. Un sudor helado recorría su espina dorsal bajo la camisa mal abrochada. ¿Y Camila? ¿A dónde había ido? ¿Ella le había hecho… eso? No recordaba apenas nada de lo sucedido poco después de haberse abalanzado el uno sobre el otro. No habían bebido, ni tomado ninguna droga. Que a él constara. Se habían limitado a follar. Con demasiado ímpetu, saltaba a la vista. Dónde se estaba metiendo, no lo sabía. Pero aquel calvario por el que estaba pasando le hizo concluir que tendría que salir lo antes posible.

 

Se quitó los guantes de látex tras colocar minuciosamente dos pequeñas tiritas quirúrgicas sobre los puntos, acerca de los cuales observó que se reabsorberían solos, no era necesario que volviese. Cuando se disponía a abandonar la consulta de aquel estudiantillo con delirios de gran cirujano, éste le espetó, la expresión socarrona animando sus ojos cansados, que la próxima vez tuviese más cuidado con el perro.

 

Al llegar a casa encontró una nota de Elena. Le habría gustado despedirse, decía. Había entrado trabajo a última hora, suponía. En un par de días estaría de vuelta, anunciaba. Que no la echase mucho de menos, ordenaba chistosa. De algún modo había sido afortunado, tenía dos días para tratar de elaborar una excusa creíble, antes de que su novia regresase a la ciudad. Algo que explicase el remiendo de su polla. Porque, era evidente, las heridas no se habrían cerrado para entonces. Se sirvió una medida generosa de whisky y se dejó caer sobre el sofá. Exhausto, no tardó en quedarse profundamente dormido.

Pesadillas terribles agitaron su sueño. Pobladas de horripilantes bestias que lo desgarraban en vida. Un inabarcable océano de colmillos y garras. Pestilentes fauces sanguinolentas se abatían sobre lo que fuera un cuerpo satisfecho, ya guiñapo hecho jirones. Sus propios aullidos desesperados lo sacaron del infierno. Estaba bañado en sudor, pese a la agradable corriente que entraba por el gran ventanal del salón.

No recordaba haberlo abierto. Nunca lo hacía, de hecho. Pagaba una cuota de gastos de comunidad lo bastante generosa como para permitirse climatización en todo el apartamento. Se levantó a cerrar. De regreso al sofá creyó ver un leve resplandor procedente del pasillo. En efecto, una estrecha rendija de luz escapaba por debajo de la puerta cerrada de su dormitorio… ¿Elena? Imposible. Aún más imposible resultaba la sospecha que comenzaba a formarse a medida que giraba el pomo.

 

Camila yacía sobre la cama de matrimonio. Completamente desnuda. Nunca antes el ojo humano había contemplado criatura más bella. Un fuego extraño, hecho de deseo y amenaza, anidaba en su mirada. Invitadora. Tentadora. Dominadora. Mil preguntas se agolpaban en su boca, otros tantos reproches. Pero un miedo cerval parecía silenciar sus palabras. Al tiempo que un apetito voraz por poseerla tiranizaba sus miembros. Ven, le dijo sin abrir sus enloquecedores labios rojos como sangre recién derramada. Ven conmigo.

 

… desangrado, y parcialmente devorado por lo que parece ser algún tipo de perro de presa.

E. F.,  pareja del finado, fue quien primero encontró el cadáver al regreso de un viaje por motivos laborales. Ésta necesitó asistencia médica debido a un ataque de ansiedad.

Se desconocen las circunstancias del suceso. Las autoridades solicitan la colaboración ciudadana para la pronta resolución del caso.

Carlos Ortega Pardo
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