La Flecha de Fuego. Capítulo 4
- publicado el 06/08/2008
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Tropezón
Tropezó con una baldosa mal colocada en la vereda, inocente y disperso por mirar si detrás venia un taxi, uno solamente, en medio de la caravana de gente que se vuelve loca por salir del hormiguero que se arma cada mediodía en el centro de Córdoba. Miró al frente como si nada, como si tropezar fuera un paso inexorable en la odisea de sobrevivir cada día y alcanzar un auto que te lleve a casa, un tipo de sombrero lo empujó sin pedir permiso y se metió entre otra masa de gente apretada y desesperada por cruza la calle, como si fuera la última oportunidad de cruzar, como si asumieran con abatida aceptación que pasadas las trece horas se va a hundir la calle y cada cual se queda de su lado para siempre. Por eso cruzan en rojo —pensó—, puede pasar un tren infinitamente largo en cualquier momento, y tenemos que decidir de qué lado vamos a vivir. En esto pensaba, no sin sarcasmo, y caminaba hasta que vio en el suelo cinco pesos.
Como empujado la por inercia urbana lo alzó y al levantar la cabeza vio a un chico que se tocaba los bolsillos mientras una mujer, quizá su madre, lo increpaba a que busque más rápido, como si hubiera perdido el último juego de llaves del último castillo de Europa, se acercó y les preguntó si buscaban cinco pesos, los extraños sonrieron le dieron la mano y se perdieron entre un tropel de gente que se montó en la parada del colectivo.
Por un momento algo le importó más que llegar a casa, pero siguió buscando un taxi entre el asfalto, se paró a esperar detrás de unas siete personas. Se descuidó un minuto, y una señora cargada de bolsas de mercado se le adelantó en la fila, cruzó los brazos resignado, meneó la cabeza murmurando, miró hacia atrás para buscar una mirada o un gesto de apoyo de algún otro indignado, pero seguía siendo el último en la fila, se puso a tocar su celular sin buscar nada especifico; el cielo se nublaba y pasaba una aire leve que le movía la camisa. Cuando se dio cuenta ya no era el último, sino que una decena de gente esperaba detrás, sentía pena por los que estaban al final y se supo afortunado, mientras que la señora de adelante le robaba su viaje a casa, vio que se dejaba una bolsa con verduras, corrió detrás del auto que recién arrancaba, le golpeo el baúl, y antes de que el chofer se bajara a gritarle, la señora entendió su descuido, hizo parar el coche y recibió agradecida la bolsa, se fueron y cuando volvió la vista a la fila, ya no era el primero, y nadie se adjudicaba la descortesía, más bien agachaban la cabeza y acariciaban sus teléfonos, como a un ratoncito.
Decidió esperar su colectivo, cruzó la peatonal, ya sin prisa caminó sin ganas por la plazoleta hasta que vio estampado en el suelo un billete de cincuenta. Como en un álbum de figuritas. Había perdido la capacidad de asombro hace años, pero lo que podría haber sido una feliz anécdota, para él fue un desplazamiento del espacio, una consecuencia inefable de su anterior tropiezo, algo que podía explicar una serie de causas previas que nunca representaron nada para él, porque nunca le habían sucedido concatenadas, una pequeña cadena herrumbrada por la desgastante repetición de significados que a nadie le importaba interpretar. Pero ahí estaba el billete, como una retribución inevitable, creyó que lo merecía, que era su hora de ganar algo en la vida, no era mucho, pero venido de arriba… —de abajo en este caso —pensó.
Fue en ese instante cuando vio al anciano sentado en un banco, de ropa sencilla, más bien de campo, era notorio que venia del interior, seguro para hacer un trámite en capital, miraba al suelo, como cansado de buscar algo, quizá un billete de cincuenta, uno estampado en el suelo, como en un álbum de figurita, —el
mismo que tengo en mi mano —se dijo—, tenía que ser de él, no podía ser de un tipo importante que pasó
por aquí y ni se preocuparía por un pedazo de papel, de los que tiene miles, y cobra miles cada semana; no,
tenía que ser del pobre viejo que está sentado ahí, es obvio que perdió plata, hoy no es mi día, es el día de
todos, del viejo, de la señora mal educada, del mocoso irresponsable y su madre histérica, de todos menos
yo….
Le dio el billete al anciano, como si supiera el final, ni siquiera lo miró a los ojos, y siguió su camino,
tampoco oyó cuando el hombre anonadado le gritó las gracias. Si Dios no me premia, yo sí, y se compró un
agua saborizada con una barra de cereal, porque era viernes, y los viernes siempre se daba un gusto,
paupérrimo, pero gusto al fin, entonces atravesó la plaza, cortando camino por la diagonal, y frente al cabildo,
junto a una columna, vio una billetera de cuero, pero la vio tan camuflada con el piso, que decidió esperar.
—Nadie la va a ver —pensaba—, solo el que la perdió, que la busque y se la lleve, hoy no estoy para
ilusiones fugaces, para ganar plata está el trabajo. Y se sentó en un banco a mirar si alguien buscaba, miró la
hora, y ya no tenía prisa por llegar, la curiosidad lo empezó a abrazar como una llama, era un día extraño, y
hacia mucho que en los asados con amigos se quedaba sin historias que contar, la vida de los otros parecía
más interesante que la propia, le contaban anécdotas absurdas y el las aplaudía, sabiendo en el fondo, que
solo estaba agitando un fuego débil y efímero, pero siempre había ansiado tener algo que contarle a los demás,
y que se repita en los bares, en las fiestas de egresados, que su cuñado evoque sus historias aun en su ausencia,
y que digan los muchachos: ¡qué tipo este!, que personaje, ¡las cosas que le pasan! La gente pasaba por la
galería del cabildo procurando la sombra. Se cansó de esperar, decidió averiguar si era una prueba o una
oportunidad real, y buscó la billetera, la tomó, y descubrió ya sin asombro que un policía que custodiaba el
edificio le preguntaba a otro si le podía ayudar a buscar la plata que había perdido por correr detrás de un
ladroncito.
No lo pensó dos veces, si a él se le hubiera perdido la billetera querría conocer a alguien honesto
que se la devuelva, así que se la dio al oficial, que lo primero que hizo fue interrogarlo, lo miró desde los pies
hasta la cabeza, y se miró indiferente con el otro, que le decía: revisa bien que no falte nada. Le dieron ganas
de hacerles chocar las cabezas entre sí, pero se marchó mordiéndose el labio y levantando la cabeza. —Si
tuviera un traje, zapatos lustrados, y un portafolio seguro que me daban las gracias, con plata acá todo es
posible, y todos te respetan.
Ya empezaba a olvidarse de todo mientras andaba, y a pensar en el fin de semana, cuando pasó por
un cajero automático, no sin una cuota de vergüenza miro hacia dentro para ver si alguien había perdido algo,
es que ya no entrelazaba sus pensamientos como lo hacía en un día normal, admitía sin premisas que sus
patrones de razonamiento le habían sido obsoletos desde que tropezó con aquella baldosa, y además respiraba
en una atmosfera que no era la los sucesos tradicionales que antes miraba como espectador, sino un escenario
de efectos secundarios poco habituales para él, se preguntaba si acaso la casualidad era solo un punto de vista
desde el que observaba por primera vez los acontecimientos. Que acaso, desde los ojos de un franco tirador
sentado cómodamente en la terraza de aquel edificio, la vida era otra, y la casualidad no existía, solo tenía
que jalar y se desencadenarían los eventuales hechos como las fichas de dominó que jugaba cuando tenía
nueve, ahí no había secuencias de probabilidades, no había oportunidades aleatorias, solo ensayaba en su
cíclico juego lo que de grande aprendería a evadir, o a aprovechar según la ocasión. Pero en la garita del cajero no había nada, nada en el pasillo, nada en la escalinata del banco provincia que ya había cerrado hace rato, cuando pensó en esto, se dio cuenta de que había perdido mucho tiempo, pisó un manojo de billetes bastante abultado, y se detuvo.
Lo tapó con el pie, miró para todos lados, se lo guardó en el bolsillo de la camisa, y se sentó a esperar que venga algún magnate distraído a buscar el dinero, y que de paso lo maltraten o lo ignoren, ya daba igual, a esa altura de la siesta le ganó la curiosidad de ser testigo del triunfo del absurdo o de la causalidad llevada a su extremo antagónico, así que esperó en el hall lo que parecía inevitable, pero la espera se hizo ancha, le ganó la incertidumbre de conocer en que acabaría todo ese incomodo viaje al absurdo en el que estaba inmerso; pasó una mujer llorando y se acordó que siempre alguien la pasa peor que uno, y la mujer volvió a pasar más angustiada, y se detuvo en la escalinata, frente a él, y se sentó a su lado como si el no existiera, para respirar un poco en medio de su desproporcionado llanto, supuso que había extraviado algo, pero decidió analizarla.
Estaba dispuesto a jugar un poco y dejar que alguien sufra un tanto más, solo un rato para sentirse un poco mejor. Además desde muy joven siempre tomaba la iniciativa, y el universo le respondía, siempre había sido así, se adelantaba, no le gustó nunca que lo busquen, ni que lo encuentren, él tenía que empezar; si no movía los peones blancos, prefería no jugar. Pero esta vez esperaba que alguien le pregunte algo, quiso tener la pelota de su lado y tomarse el tiempo para devolver su chance. La mujer ajena a esa maraña de ideas, solo lloraba y trataba de recordar algo, a los ojos de su observador parecía tejer en su mente un mapa imaginario de recorridos, tiempos, detalles y rostros, o a lo mejor estaba imaginando el futuro, que haría para explicar su perdida, como repondría lo extraviado, como la señalarían desconfiados los mal pensados de siempre.
El la miraba esperando que inicie el juego, pero ella lo ignoraba. Solo un buen rato después lo miró y pidiendo disculpas por su escena, le explicó que había perdido cuatro mil pesos que no eran de ella, quien me manda a hacer favores, suspiraba.
—Yo tengo tu dinero.
Lo dijo en un tono tan frio, casi azul, tan templado que la mujer no le creyó y siguió llorando.
—No debe tener más de veinticinco años —pensó—, a esa edad las mujeres dejan de preocuparse por todo y solo se preocupan por el paso del tiempo.
—No me causa gracia —balbuceó; miraba para todos lados buscando a un guardia que la ayude.
—A mí tampoco me causa gracia, estaría en mi casa leyendo una revista si prestaras más atención cuando sacas plata del banco.
—Si fuera verdad ¿por qué no me lo dirías antes? Yo no estaría amargada buscando y vos estarías camino a tu casa. No me hagas perder el tiempo…
—Puede que tenga más de veinticinco —pensó.
— ¿Por qué no me mostras la plata si es verdad?
—Porque no me lo pediste.
—Si es verdad que encontraste mi plata, decímelo. —Y volvió a llorar—. Si querés quedate una parte, ¿no que es eso lo que buscás?
—No quiero tu dinero, ya me lo hubiera llevado, quiero que me pidas por favor que te ayude.
— ¡Ayudame por favor!
Lloró más fuerte todavía, y se dieron vuelta todos los que hacían fila en el cajero.
—Te puedo ayudar, encontré esto en el suelo, ¿es tuyo?
—Sí, es mío —dijo sonriendo y llorando, y soltando el aire que había estado guardando como un rehén en sus pulmones.
—En ese caso me voy. Se levantó, se sacudió el pantalón y se fue con un coctel de sensaciones contradictorias en la garganta, mientras la mujer contaba la plata y decía: que tipo raro…
Es que se comportaba extraño y lo sabía, pero necesitaba que alguien le pidiera algo, que alguien abra el juego por él, solo quería responder, todo lo que estaba pasando le recordó que siempre era el quien tenía que decirle al mundo que estaba vivo y que tenía muchas preguntas para hacer. —Pero la chica no tiene la culpa —razonó un poco tarde—, qué más da, me voy a casa.
Tomó el colectivo, se alegró de no tener que esperar, se sentó bien atrás, y cuando celebraba en su mente el hecho de poder viajar sentado, se empezó a quejar del estado de los asientos, ya que algo le incomodó hasta el hartazgo, se levantó y encontró una riñonera negra semi hundida entre el asiento, el respaldo y el hueco lateral, una de las tiras estaba descocida. —No puede ser —se dijo—, solo quiero volver a mi casa. Abrió para ver si había datos del desafortunado y solo encontró billetes, bastantes, como varios sueldos suyos, el colectivo arrancó, y se sintió por fin premiado. Se iba a sentar, pero vio en el vidrio de atrás que un tipo corría inútilmente detrás del colectivo. Cargado de resignación toco el timbre para bajar del colectivo, el chofer y la gente lo insultaron, pero tocó tan fuerte que le tuvieron que abrir la puerta, se bajó, ante la mirada atónita del tipo que reconoció su riñonera a lo lejos, le impresionó el tamaño de su barriga, —con esa cintura no hay riñonera que aguante —pensaba; y se la entregó con una sonrisa extraña, y no escuchó ni una palabra de lo el hombre decía, aunque hizo un mínimo esfuerzo, solo oía lo que le interesaba, como el colectivo que se iba dejándolo abandonado en esa cárcel de cemento, los bocinazos, los gritos, las quejas, pero el único tipo que se sentía afortunado y le daba las gracias parecía mover los labios sin decir nada.
Estaba aturdido de tanta espera, de tanta presión innecesaria, solo quería correr y eso hizo, empujo a varios en la vereda, corrió sin pensar a donde, sin saber de qué huía, sabiendo que todo podía pasar, pero todo le estaba pasando a él, trataba de pensar que era una tarde normal, con hechos normales, consciente de que debía estar en otro lugar, pero tratado de comprender que simplemente era parte de un cruce, que a cualquiera le puede pasar, por algo me ocurre a mí, pensó y empezó a caminar más despacio, se seguía alejando de los puntos cardinales que apuntaban a su habitación, una nube con forma de llave tapaba el cielo en el oeste, se hacía de noche, y le empezaba a preocupar el no poder regresar, parecía haber llegado a un punto sin retorno, —ya no tolero más pruebas —se decía—, ni siquiera quiero ser premiado por lo que hice, solo quiero volver, algo tiene que quebrar esta cadena absurda, a la gente común le pasan cosas comunes, uno encuentra cosas, pero no todas en un día. Caminaba sin mirar a abajo, no quería encontrar nada que no fuera suyo, no quería ganar nada, esperaba recuperar un poco de cordura para tomar lo primero que lleve a casa, entonces vio colgado en un árbol, como una fruta prohibida, un maletín, así que miro hacia abajo y
siguió caminando mas rápido, quería alejarse de lo que lo había alejado, quería olvidar que alguien había olvidado algo, —pero ¿quién rayos olvida su dinero en un árbol en pleno centro? ¿Quién dice que es dinero?, a lo mejor es la piedra que rompe esta cadena, eso es, en el maletín está lo que explica todo esto, peor que no poder volver es volver sin saber qué fue lo que pasó.
Cuando se dio cuenta estaba caminando de regreso al árbol, —¿cómo puede llegar esto acá? no importa, lo abrió sin tener una idea de lo que pretendía encontrar, pero lo único que vio fue la mayor cantidad de dinero que podía haber tocado en su vida, dólares apilados en fajos, ajustados con papeles de banco sellados, cada uno decía diez mil, esta vez estaba asustado, le corrió el temor como un rio por las arterias, se paralizó, olvidó como contar, supo que había varios millones, empezó a transpirar, le palpitaban los ojos, el corazón parpadeaba, la vida le pasaba como un camión sin frenos por su empinada memoria, pensó en el futuro, en la miseria de su infancia, en todos los juguetes que vio detrás de la vidriera, recordó la triste fachada de la inmobiliaria donde pagaba el alquiler, pensó que ni un centímetro cuadrado de tierra en el mundo le pertenecía, pensó en los amigos, los parientes siempre luchando contra la corriente para pagar deudas, pensó en todo lo que le había pasado en el día, lo abrazó como a un bebé y salió corriendo, esta es la pinza que rompe el eslabón que corta la cadena de mis pruebas, todo tiene sentido por fin, pensar que no iba a volver, y pensaba y pensaba, sonreía y buscaba un taxi, ni siquiera le importó hacer la fila de nuevo para tomar el taxi, tener que esperar en otra hora pico, un viernes, todo el mundo abarrotado por regresar, pero ya tenía un lugar en la fila,
—Gracias a Dios por los muchachos que hacen parar los taxis, que ponen orden al caos de la prepotencia, solo con la autoridad de su dedo índice, esa sana complicidad con los choferes, esa suerte de código civil alternativo que reordena la locura y obliga al mundo atolondrado y salvaje a hacer fila, y dejar la ley del más fuerte para la selva; por eso me hacían hacer fila en la escuela, ahora entiendo —pensaba—, valió la pena, ahora hago fila para llevarme mis sueños bajo el brazo.
Le tocó su turno y busco su billetera para darle unas monedas al chico, no la encontró en el bolsillo, y el chico le dijo que busque tranquilo, y le dio su lugar a otro, busco en todo lo que se parecía a un bolsillo y no encontró nada, hay hay hay dijo, pidió monedas a la gente y lo ignoraron, le pidió al chico disculpas, pero la gente se empezó a enojar por demorar la marcha típica de los hechos, lo fueron dejando atrás, mientras seguía buscando y pensando que le había pasado, miro confundido a todos lados para ver si alguien había encontrado su billetera, pero nada, se iba alejado de los taxis, no había forma de conseguir uno fuera de la fila, su barrio estaba demasiado lejos.
—Pero si tengo toda la plata del mundo con migo. —Sonrió, sacó cien dólares, y lo ofreció en la fila a cambio de tomar el próximo taxi. Solo logró que la gente se pelee entre sí, y que los más cuerdos lo insulten, que seguro era falso el billete, quien anda con cien dólares para tomar un taxi, lo tomaron por loco, nadie miraba el billete, solo querían volver a su hogar, y olvidar que un excéntrico estaba desmembrando el orden que la inteligencia colectiva había logrado después de años de barbarie en una parada de taxis. Solo le quedaba volver a la parada de colectivos, esperó un minuto, pero recordó que tampoco tenía la tarjeta
magnética para viajar, no le importó los documentos, ni las otras tarjetas, ni los cupones de descuento, solo necesitaba unas monedas para pagar el viaje en casa.
—Solo me queda esperar, esperar que todos se vayan, que se vacié el centro y luego buscar esos taxistas que andan solitarios por la avenida Colón, escuchando clásicos de los ochenta, en altas horas de la noche, ahí no hay fila, ni gente alterada. Pero mientras esperaba, la expectación se dilataba y nadie lo alzaba. Volvió a pensar en caminar, pero en el mejor de los casos llegaría al otro día, sin tener en cuenta que cruzar ese oscuro puente solo y con un maletín lleno de dólares era lo mismo que envolverse en una alfombra y tirarse solo al rio.
En ese momento descubrió que había incurrido en un grave error, había quebrado un patrón que si bien ignoraba hacia donde se dirigía, al menos era previsible hasta entonces, y solo había tenido que recomponer el orden natural de las cosas al devolverlas a sus dueños, romper ese esquema le traería aún más inconvenientes, y podía ser demasiado tarde, además tenía sed, mucho hambre, sueño, su mente ya no podía contar hasta cinco, los pies le temblaban, las manos le pesaban, la noche lo envolvió como una sábana, comenzó a hacer frio, entonces decidió devolverlo.
— ¡Qué hice! Puso los cien dólares en su lugar, y cerró el maletín, cubierto de pánico buscó por todo el centro con la fuerzas que le quedaban, no había a quién preguntar, se dio cuenta que de noche la ciudad se volvía como un campo de guerra devastado, que solo vuelve a brillar cada mañana con los cañones de la beligerancia sin tregua entre los que salen y los que entran, parecía que esta vez no habría vuelta atrás, de solo pensarlo le dolía el pecho, y no había considerado dejar el maletín donde lo halló, —¿cómo no pensé antes!, siempre lo buscan donde se perdió, tarde o temprano su dueño pasara por el árbol, no quiero ni pensar por que llego ahí. Volvió hasta el árbol que nacía en la vereda; vio a una pareja de policías, un hombre alto y atlético, y una mujer bajita, con el pelo recogido, estaba claro que él quería invitarla a salir, se hizo el distraído pero no pudo colgarlo en las ramas, así que lo dejó en la cazuela junto al tronco y cruzó.
La mujer policía le gritó, con tanta autoridad que tuvo que retroceder un poco.
— ¿Esto es suyo?
Iba a cometer un gran error pero masticó sus ideas un poco más despacio…
— ¿Qué pasa si le digo que no es mío?
—Entonces me tendría que explicar a quién se lo robó y que hizo con su contenido
— ¿Y si el contenido está intacto?
—Eso lo dirá un magistrado, me tendría que acompañar y colaborar hasta dar con su verdadero dueño, luego ver si levanta cargos contra usted.
— ¿Y si fuera mío?
—Si fuera suyo tiene que llevárselo.
— ¿No soy dueño de dejármelo?
—Sí, pero como oficial publico debería proceder a actuar de oficio, tendría que abrir el portafolios, pedirle que me acompañe, y si encuentro algo ilegal, quedaría detenido, tendría que darme los nombres de
las personas que iban a retirar el portafolios, y seguramente todos estarían involucrados en una causa de tráfico, esto encuadra perfectamente en esa caratula.
— ¿Pero quién haría un intercambio de dinero justo a los pies de dos policías?
El otro lo miró impaciente.
—Si no puede justificar con sus recursos e ingresos lo que esté portafolios contiene, va a tener serios problemas, no importa si usted es el último eslabón en una cadena de lavado de dinero, o si es el cabecilla de una red, si esto es suyo y no está declarado va a tener problemas no solo con la policía sino con la administración publica, y la fuerza policial federal, así que si no se lleva esto inmediatamente, y me sigue haciendo perder el tiempo nos va a obligar a actuar.
—Disculpen —dijo tomando el maletín, los dos siguieron hablando enamorados, pero él se fue a dar vueltas a la manzana hasta que despejen la zona. —Todo el mundo se puede olvidar sus cosas menos yo, ahora resulta que soy un delincuente.
Se fue alejando de esa esquina, pensó por un segundo en usar un poco del dinero para pagar un hotel, comer algo, conseguir cambio para tomar un taxi, pero de solo considerar una alteración más al curso de la cosas, supo que estaría complicando más aun su situación, claro, si por no devolverlo a tiempo estaba volviéndose loco, que podía pasar si metía mano en lo que no era suyo, la debacle podía tomar dimensiones más inquietantes aun; —tranquilo, solo tengo que dejar que el que lo perdió lo encuentre y después correr lejos del centro, sin mirar abajo ni arriba ni a los costados, tarde o temprano llegaré al barrio y todo se habrá terminado. Al cabo de una hora los policías ya no estaban, el espiaba detrás de un contenedor, encontró el momento para despojarse de su carga, lo colgó entre las ramas tal como lo encontró.
Comenzó a trotar para alejarse, poco a poco recordó lo que significaba ser libre, fue dejando atrás las paradas, los canastos de basura públicos, los semáforos, la gente impaciente se había disipado, no prestaba atención a ningún detalle, solo miraba la línea del horizonte, entendió que la calle es un gran salón de objetos perdidos, que le había tocado soldar los grilletes de un mecanismo lleno de fallas, pero que debía funcionar par que todos se sepan parte de un todo, imperfecto, pero parte de algo al fin de cuentas, había cruzado el boulevard, y estar fuera del microcentro le hacía pensar que solo faltaba que alguien encuentre su maletín para que el ciclo se cierre, que solo lo ahogaría la incertidumbre de saber qué fue lo que hizo mal, si levantar aquel primer billete de cinco pesos, o confundir una última prueba con un premio inmerecido. O a lo mejor aquel tropiezo lo sacó de un trazado lógico, para resbalar por la fisura de un sistema hasta entonces desconocido para él, pero ciertamente cotidiano para quien aluna vez perdió algo en el centro, esa gente distraída que solo piensa en volver, esa gente como yo, razonó, y recordó que el mismo había perdido la billetera, que no podía tomar un taxi ni un colectivo, que no podía comprar nada, que eso lo convertía en un desposeído, transitoriamente, que quizá el que había encontrado su billetera era el verdadero responsable de esa alteración en el orden de las cosas, si, alguien que empezaba a atormentarse lo estaba buscando por todo el centro para devolverle lo suyo, pensó que hasta que eso pase, no habría paz para ninguno, pero siguió avanzando, prefería caminar hasta el amanecer, o dormir en alguna plaza antes que especular más con un
esquema que no entendía, pero las piernas le pesaban, el frio lo estaba aletargando, ¿cómo voy a perder la billetera!
—Soy tan inútil como esa gente que arruino mi viernes. Es que en un mismo día se había abrazado a la rutina y la ficción, lo cordura y la insensatez, fue mezquino y desprendido, lo había tenido todo y de repente no tenía nada, solo le consolaba pensar que quizá no era el primero en caer en la trampa, acaso alcanzaba con una caricia sensual de la fortuna, para hundir a un hombre en la miseria, —¿cuantos andarán por el centro condenados a buscar lo suyo y reponer lo ajeno?, eternamente atrapados pasaran la noches en el centro, buscando cerrar un circulo hostil, esa es la gente que se queda cuando todos se van, yo solo necesito salir de aquí antes de acabar así; rendido bajó la mirada buscando inocente que alguien haya perdido unas monedas, algún bocado, lo que sea para aliviar su retorno, le pareció ver algo brillante en el suelo, se iba a agachar, iba a descarrilar del todo su accidentada carrera, iba a bifurcar la línea incomprensible de sus pasos, que quizá ya estaba bifurcada hace rato, por eso todo se repetía, todo lo que le pasaba se estaba duplicando, como los policías, las paradas, la alternación entre desquicio y sobriedad que giraba como un plato en el eje de sus pensamientos. Inclinó las rodillas para enmarañar aún más el complejo mapa de sus horas, esa trama de calles, peatonales y avenidas cruzadas, entrelazadas en un nudo ciego, la telaraña de causas y resultados en la que ya estaba atrapado, y fue entonces que escuchó que le gritaban, era un cartonero, lleno de bolsas, y con un carrito de ruedas gastadas.
—Señor creo que esto es suyo, lo vengo siguiendo de lejos, no me gusta quedarme con lo ajeno.
— ¡Encontró mi billetera!
—No señor, le traigo el maletín que dejó en el árbol, ahora sé que es suyo.
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