UNA PEQUEÑA HISTORIA

En la aldea la conocían como la sanadora y a ella acudían frecuentemente sus paisanos a consultarle sus dolencias. Unos, se iban con los huesos colocados; otros, con ungüentos balsámicos aplicados en la zona afectada.

Vivía en una casa de adobe pequeña, de luz escasa, rematada en un parral de uvas tempranas que hacía las delicias de verdecillos y mirlos. En las tardes de verano se sentaba erguida, a la sombra, sobre un tronco talado, dispuesto a la izquierda de la puerta. Desde allí contemplaba, día a día, extasiada, el ocaso, interrumpiendo únicamente esta rutina si acudía algún vecino buscando su ayuda. Entonces, sin preguntar, entraban en la casa, fresca y oscura. Observaba en silencio al aquejado en la única sala que quedaba a la vista y, sin mediar palabra, se dirigía a un aparador de nogal donde guardaba sin gran celo sus unturas y pócimas, si el caso así lo precisaba. Se despedía con un “tres veces al día” o lo que procediera y volvía de nuevo a su asiento, para ver el final de la jornada. Habitualmente, al amanecer, al pie de la viña, encontraba una cesta con legumbres, verduras o frutas frescas con la que quedaban pagados sus servicios.

Pero una tarde, cuando Eugenio el del ultramarinos se acercó para que le aliviara el fastidioso dolor de espalda que soportaba, no encontró en su tronco a la sanadora. Algo acobardado, retiró el cortinón de tela que daba acceso a la vivienda. La oscuridad le dejó clavado en la entrada hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y los objetos comenzaron a perfilarse. Un profundo olor a trementina, menta y agua perfumada empapaba el aire. Al fondo, en un catre, descansaba el cuerpo casi sin vida de la curandera. Eugenio se acercó nervioso y le cogió las manos.

–         Es mi último día y solo tengo un deseo.

Eugenio la tomó en brazos. Parecía que el cuerpo se había evaporado, de liviano que era. Era ya un resumen de sí misma. Él no se acordó de su dolor de espalda. En realidad, ya no le dolía. Se sentó con cuidado sobre el tronco y acunó a la mujer hasta que el sol se puso. Las hojas de la parra caían al suelo y un viento suave las amontonaba en un rincón. Le cerró los ojos y la besó en la frente. Otra cosa él no podía hacer.

Soledad Garcia Garrido
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