VIOLETA, TE ECHO DE MENOS

Queridísima Violeta:

Te escribo, entre estas blancas paredes, porque siento que te debo una explicación. Solo deseo que, cuando me den el alta, me esperes como siempre hacías.

Todo comenzó por mi propensión a leer esas novelas que tú decías que me envenenaban; pero no conciliaba el sueño si antes no me había empapado de Jack Ketchum, Stephen King o Lovecraft. Cuando ya tenía destrozadas sus terroríficas palabras en mi cerebro y me perseguían en sueños en forma de fotogramas, dejaba por un tiempo la lectura y me pasaba al cine. Devoraba a solas una y otra vez “Sé lo que hicisteis el último verano”, “Destino final”, “La semilla del diablo”, “El grito”… Violeta, no sé qué me pasaba, pero si hubiera visitado un museo, me habría detenido en “Saturno devorando a sus hijos”, en algún Goya, en Dalí…

Salía y todos los personajes caían sobre mí: me acechaban asesinos sin compasión por los portales, muertos vivientes me agarraban los tobillos desde las alcantarillas, no podía doblar ninguna esquina camino a casa sin que sintiera en el cogote el aliento helado de algún ente maligno. Llegaba sudando y me encerraba en nuestra habitación tapándome durante varios minutos la cabeza con la almohada, hasta que sentía en ella tu aroma dulce y me sosegaba.

Otras veces mis piernas eran guiadas por el protagonista de alguna de las novelas y me impedían dirigirme a casa. Acababa perdido en polígonos industriales o en descampados abandonados hasta que lograba desasirme de esa fuerza sobrenatural que me alejaba de ti. Cuando conseguía regresar, esquivando criminales, deformes malhechores, monstruos atroces, te encontraba tranquilamente en nuestro hogar, ocupada en alguna tarea doméstica o simplemente descansando. Tú siempre me sonreías al llegar. Me mirabas y sonreías. Al principio, ese gesto me aplacaba, hasta que pasó a convertirse en una mueca extraña y de ahí en una carcajada horripilante. Tu cara se transformaba y te acercabas para atraparme. Entonces corría aterrado y me escondía de nuevo. Ya ni con la almohada me sentía seguro.

Una de esas tardes, Violeta (recuerdo que llevabas un vestido de tirantes rojo que te dejaba ver tus huesudos hombros), una de esas tardes, maldito “El exorcista”, salí a comprar un paquete de Camel. A la vuelta, tristes trescientos metros, comenzó a llover. No, no era una lluvia cualquiera; la calle estaba siendo abducida por una tormenta macabra de color púrpura. Eché a correr sujetando con fuerza las solapas de mi americana, pero ya todo estaba invadido. Forcejeé con la cerradura; ardía. Entré histérico en la cocina y allí estabas, de perfil, con tu vestido rojo. Troceabas un pollo como si se tratara de una disección para una revista científica. Levantaste la cabeza, dejando deslizarse tus cabellos coquetamente. Pero, Violeta, tuve que hacerlo, tenía que liberarte; estaba aterrado, porque me miraste y solo vi en tu rostro la calavera de la Muerte.

Te echa de menos tu esposo

Alan.

P.D. A media tarde me dejan ver la tele. Ahora estoy con “Breaking Bad”.

Soledad Garcia Garrido
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