EL OTRO HOMBRE
- publicado el 21/01/2014
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Espejismos
Había una vez una superficie cristalina, tan amplia, que por más que los dedos de nadie la recorrieran, nunca se encontraban sus límites. Un hombre cuya frente alcanzaba su nuca, de ojos pardos y aspecto desvaído, permanecía sentado indefinidamente ante ella. Su Alter Ego, al otro lado del espejo, le imitaba sin descanso: los parpadeos, el tragar saliva, los movimientos involuntarios ejercidos por sus músculos agarrotados tratando de acomodarse. La mano de él se acercó al cristal para plasmar en él su huella dactilar; el otro, hizo lo mismo al otro lado.
―Tú.
Su dedo resbaló en sentido descendente hasta tocar el suelo. Cuando el hombre recogió sus brazos para cruzarlos sobre su pecho, su reflejo hizo lo propio y esbozó el mismo gesto.
―Una vida juntos, y aún sigues imitándome. ¿No te cansa la monotonía de mis gestos? ¿No quieres huir de ellos?
El hombre ladeó el rostro, curioso: oscuras medias lunas eclipsaban sus ventanas del alma, arrugas arañaban y ajaban su tez. Sí, desde luego que estaba cansado: Tiempo no perdonaba a nadie. No obstante, allí seguía él, su otro yo, duplicando y calcando sus movimientos. Abatido, terminó por sacudir la cabeza y dejar la barbilla descansar sobre su pecho antes de cerrar los párpados y dejarse ir.
Morfeo acudió a él. Cuando el hombre se cansó de soñar con encontrar los límites del espejismo constante en que vivía, abrió de nuevo los ojos y alzó su mirada terrosa, el cristal se había vuelto opaco y nadie le devolvió el saludo desde el otro lado.
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