Señor Dollh. Parte 1
- publicado el 09/08/2008
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Pole dancer
Los tiempos cambian, casi nunca para bien. En otras épocas el detective privado tenía un aura de solitaria integridad lidiando con una sociedad en estado de descomposición. Tal vez un mito alimentado por los arquetipos literarios al estilo de Sam Spade o Phillip Marlowe. Quizá el inconsciente colectivo anhela aún a su caballero errante en lucha contra los molinos de viento en alguna llanura lejana. El asunto es que, luego de un atraso de tres meses en la renta, más otras facturas impagas dentro del cajón superior del desvencijado escritorio, uno toma el primer trabajo que le ofrezcan si está bien pago.
A los consabidos seguimientos de esposos adúlteros se habían agregado otras tareas un tanto menos éticas. Por ejemplo, hacerse pasar por un abogado para apurar el desalojo de algunos inquilinos remolones con los pagos o quebrarle alguna de sus piernas a un jugador con persistente mala suerte y su crédito agotado.
Vicenzo era un cliente al cual había visto un par de veces en mi vida. Cuando necesitaba de mis servicios llegaba una encomienda con una llave en su interior. Debía dirigirme a la terminal de micros. En una de las taquillas (la indicada por el número en la llave) encontraba un sobre de papel madera. En su interior unas notas con las instrucciones más un fajo de dinero. Vicenzo pagaba muy bien, en efectivo y por adelantado. Una vez realizado el trabajo cobraría una prima por productividad y la diferencia por los días y gastos adelantados. Si la cosa salía mal, lo mejor sería buscar otro trabajo lo más lejos posible de Vicenzo y sus muchachos. Era un tipo al que no le gustaba dejar ningún cabo suelto.
***
Ella se movía con gracia gatuna. Ante cada nueva acrobacia parecía que una parte de su anatomía caería directamente dentro de mi vaso de escocés. Se tomó con sus manos del caño y quedó cabeza abajo. Sus piernas se abrieron en V, para luego dejarse caer con lentitud calculada. Antes de tocar el suelo se enrolló y giró sobre sí misma. Excepto la mínima tanga, todo su cuerpo era un provocativo body painting atigrado fulgurando bajo los haces de luz de los seguidores.
—¿Cómo se llama la gata? —le pregunté a la barwoman.
—¿La tigra? —gritó mientras servía dos Margaritas—. Tamara. Vas a perder tu tiempo con ella.
—¿Por? —devolví el grito.
Se acercó con aire conspirativo.
—Ella es diferente —susurró a mis oídos—, yo salgo en dos horas…
—No es que no me gustes —le respondí con mi mejor sonrisa inocente—, pero esa mujer me interesa por otros motivos.
—Su problema es que no le da importancia al dinero —me miró con malicia—, con Tamara no funciona eso de “billetera mata galán”.
—¿Entonces?
—Nada —masculló en neutro—, no se le conocen hombres; ni amantes, ni clientes. Viene, hace su trabajo y se evapora. Nadie sabe dónde vive. No tiene amigos, ni amigas y, según parece, tampoco familiares.
—Bien, quiero otro escocés sin hielo —terminé la charla.
Tamara acababa de recibir una ovación. Estaba de cara al techo en el centro del círculo plateado de luz. Una lluvia de billetes cayó a su derredor. Los comenzó a levantar de a uno gateando por toda la plataforma. Los aullidos masculinos aprobaban con entusiasmo su sensual paseo.
Deposité un billete próximo a mi vaso de licor. Ella se acercó presurosa, después de todo parecía que el dinero le interesaba algo.
—¿Ya terminaste? —le dije, mientras le retenía la mano.
—No salgo con extraños —me respondió sosteniendo mi mirada.
Pude intuir un par de bultos llenos de músculos acercándose a mis espaldas. No me sobraba el tiempo.
—Yo no soy un forastero más —respondí en un susurro—, vengo de parte de Vicenzo, somos casi como hermanos.
Una deliciosa O se le formó en la boca, un gesto de desconcierto le frunció el entrecejo.
—¡Está bien, chicos! —les dijo a las dos moles, al tiempo que alzaba su mano derecha.
Los dos gorilas se retiraron contrariados hacia su cubil. Esa noche no tendrían diversión. No habría sangre sobre la pista de baile.
—Salgo en media hora —agregó con un ligero temblor en la voz— ¿Adónde nos encontramos?
—¿Te parece en Carlito’s? Está abierto toda la noche.
—Carlito’s me parece bien.
El riesgo de ser apaleado por el par de grandulones fue recompensado con creces. Tamara acababa de desplegar todo su arsenal de artimañas, que no eran pocas, para saciar mis apetitos más retorcidos.
—¿Por qué te manda Vicenzo? —preguntó mientras jugueteaba con un rulo del pelo de mi pecho.
—Quiere asegurarse que estás segura —suspiré.
—Desde que salí de la ciudad —afirmó—, nadie sabe que vine a este pueblo de mala muerte.
—El problema es que si te encuentran, lo encuentran a él —volví a suspirar—. Eso no debe suceder. Yo me tengo que encargarme que no suceda.
Otra vez se le formó la O adorable en su boquita, el mohín de desconcierto.
—Nada personal —murmuré mientras la retenía bajo mi cuerpo—, sólo es una cuestión de negocios.
El iris de sus ojos se agrandó imperceptiblemente. La O fue perdiendo consistencia. Sus mejillas se desmoronaron fláccidamente hacia las comisuras de los labios. Entonces aflojé la presión sobre su cuello y la nuca. Me senté en el borde de la cama. Fui al baño y tomé una larga ducha.
Del gran bolso de lona de marinero saqué un pantalón, un calzoncillo, medias, unas zapatillas náuticas y una remera sin uso. Me vestí. Luego introduje las ropas, los interiores y los calzados que nos habíamos quitado hacía unas dos horas antes, más los documentos de Tamara. En el baúl del automóvil tenía un bidón de limpiador con amoníaco, guantes descartables, unas franelas, una bolsa de plástico negra, un barbijo, antiparras, calzado para uso quirúrgico y un frasco con un líquido blanquecino.
La casa de Tamara quedaba en un lugar descampado, pero siempre cabía la posibilidad de algún testigo indiscreto. Con tranquilidad, pero sin perder tiempo, empecé mi tarea. Primero refregué los pomos de las puertas, el mobiliario, la bañera, el botiquín, la pileta y la canilla con limpiador. Luego rocié con espermicida antiséptico las almohadas, las sábanas y el cuerpo de Tamara; con especial esmero en la boca y sus partes íntimas. Guardé todos los elementos en la bolsa negra y la introduje en el bolsón de lona. Más tarde, a un costado de la ruta, hice una fogata que borrara toda huella material del trabajo. Si era necesario le daría fuego dos veces.
Luego de cobrar la prima busqué mi antro predilecto, a la orilla de una ruta polvorienta. Me gustan las bailarinas de caño, el buen escocés y las prostitutas diestras.
Aquel era mi lugar en el mundo.
Los tiempos cambian, casi nunca para bien. Pero algunas costumbres permanecen inalterables. Cuando vi entrar a los dos forasteros en mi antro recordé que a Vicenzo no le gustaba dejar ningún cabo suelto. Pero ya era tarde, ya estaba muerto.
- Querida Clarice - 16/03/2014
- Pole dancer - 16/03/2014