El Viaje
- publicado el 20/10/2010
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Memoria disfazada
Hace tiempo que no nos grito, hace mucho que solo nos susurro. Hace tiempo que no nos recuerdo, hace mucho que solo nos olvido. Me sitúo en el fin del pasillo y miro el otro extremo: un extremo que no hace sino alargarse para que no nos grite ni nos recuerde. Hay veces en las que mi mirada se pierde en el infinito de ese pasillo hasta que un tercero viene a devolvérmela, pone en su sitio mis ojos de cristal y me invita a observar. «Solo los reyes son ciegos, y tu sangre no es azul». Carmesí: gracias, progenie, la cerúlea acarrea demasiadas responsabilidades. Además, yo prefiero ahogarme en las paredes de un reino ya existente que malgastar mi energía en erigir murallas nuevas. ¿Para qué? Siempre habrá alguien tanto mejor como peor que yo: mejor, que las rompa; peor, que las fortalezca. Desde su interior, cuido de mi santuario. Un palacio de cristal, así lo imagino: de apariencia frágil, de belleza gélida e inalcanzable, de paredes impenetrables por malos o buenos. Allí, practico el «kintsukuroi» en mi soledad cristalina. Ya tan siquiera trato de matarnos con Alzheimer o lágrimas de alcohol; ahora, simplemente, sobrevivo hermetizando a mis musas en pequeñas canicas de cristal con las que trato de alcanzar vuestro extremo del pasillo infinito.
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