Sehnsucht

—Yo no me he reído. ¿Vos lo habéis hecho?
El aludido sacude la cabeza con fervor.
—No, señor.
El Rey Xpyro señala al bufón que se halla ante él, con la rodilla hincada en el suelo y una sonrisa esculpida en el rostro.
—Vuestras bromas no son de nuestro gusto…
La multitud congregada en la porqueriza levanta sus exquisitas tazas de té en un brindis sin teína y un baile con harapos. En mi dirección. Cuando los rostros se vuelven hacia mí en un giro de ciento ochenta grados, visten máscaras. Las figuras se me antojan una masa uniforme. El contenido de sus tazas comienza a hervir y las manos sueltan la porcelana, que al caer al suelo se rompe.  Las heridas se abren y desgarran la piel hasta las cabezas homogéneas, que se retuercen con un grito agónico. Imito el alarido al tiempo que recojo los pliegues de mi vestido y echo a correr.
La puerta de la cochiquera se cierra tras de mí con un portazo involuntario. Yo no la he tocado.
Los gritos mueren y se hace el silencio… hasta que mis pies pasan de correr sobre paja reseca a mullidas olas de hierba. Sorteo los árboles con habilidad innata. Unas trompetas espantan una bandada de pájaros, que vuelan al ras del suelo y huyen en dirección a la banda. Los sigo con un piido en los labios y los brazos abiertos en alas de vestido blanco. Cuando aterrizamos, los pájaros caen muertos al suelo. Dejo atrás los plumeros con un estremecimiento y caminando.
Habiendo superado el paso, un conjunto de carpas y tenderos se exhibe ante mí. Sus veletas lucen banderillas doradas y moradas, el viento no sopla. El olor a comida me embriaga. Me noto salivar, mi estómago se resiente al vacío y casi puedo imaginarme a cuatro patas y con la lengua fuera mendigando comida. Panes, quesos, algo de caza. Un conejo.
No es que desee carne de conejo. Es que lo estoy viendo.
Huye del rabillo de mi ojo y derrapa por la hierba, tratando de esquivar a una multitud que pasa distorsionada a mi lado, como si por un camino de espejos empañados por la lluvia viajara. La carrera que inicio en su persecución me guía de nuevo al bosque. Doblo unas raíces y me atasco al pasar bajo unas ramas. Un conejo de pelo negro y ojos marinos aguarda mi llegada, sentado sobre ellas. Me ayuda a escapar de la trampa.
—Siempre queremos lo que no podemos tener.
La necesidad surge a través de sus palabras. Me toma en brazos y cuando alzo la mirada me pierdo en sus esferas azuladas: una de ellas marca las horas, otra los minutos. No se mueven, están estropeadas. Lo señalo en voz alta. Él me estrecha contra sí.
—El tiempo no es más que un parámetro inventado.
Mejor, porque no quiero que existan segundos estirados que me arranquen de sus brazos. El anhelo me hace engendrar los suspiros que nacen de mis labios. Él los comprende sin necesidad de articular una palabra.
—Y yo a ti.
Alzo la mano para acariciar su mejilla imberbe y él me muerde un dedo. De la herida brota horchata. No hay tiempo que perder ni prisa en mis venas.
—Pero el mundo sigue en movimiento.
Caigo al suelo y él echa a correr. Mis gritos mudos no le detienen, hasta que comienzan a sonar; no los míos, pero sí aquellos que persiguen mis talones como si de una sombra se trataran. Sus aclamaciones se mezclan con mi nombre en el viento de él. Esta vez soy yo quien se convierte en la sombra de un alguien y le sigue la pista hasta cazarle. Su mano de dedos largos se enreda en la mía y me guía por un sendero de árboles invertidos que proyectan túneles hacia las entrañas de la tierra. Él cuenta. Segundos, minutos, ¡h-árboles! Nos adentramos en el corazón de uno de ellos. Me hace entrar primero; lo hago bocarriba, con los brazos alzados hacia él. No tarda en acompañarme, bocabajo, buscándome a tientas con sus labios. No llegamos a rozarnos.
—Hay atasco.
Efectivamente, mis pies dan con un tope. Empujo, me retuerzo, sostengo a mi melena oscura sobre los hombros y vuelvo a empujar. Él gruñe. El túnel ha tiznado su pálida piel con runas de carbón. No quiero verle enfadado: no enfadado, no conmigo. Taconeo y el tapón cede. Caemos por el desagüe hasta una alcantarilla de madera estancada y amueblada. Unas estanterías desgastadas, pintura desconchada, libros y un puñado de pelos en el suelo. Pelos rojos, nariz roja, disfraz rojo, vísceras rojas. Todo rojo, rojo bufón.
—No tenía gracia.
Excusa, exculpación, expiación; ría la ex que nadie le ríe. La sangre se disuelve en la moqueta absorbente e ilumina la estancia de carmesí. El tobogán evacuado estornuda una carcajada cariñosa y luego vuelve a atrancarse, a privatizarse.
—Lo sabes.
—Lo sé.

 

Mando a mis leones de llave engarzada a salvaguardar las puertas de mi sauce y a los dioses a descansar: soy ama del cielo en la tierra. Y el tiempo se da cuerda.
Pixieh Tian Shi
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