Rápido, dáte prisa
- publicado el 07/02/2010
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Empezando el día
Aquella mañana se me pegaron las sábanas, así que me fui directo a la estación yendo a la carrera. Menos mal que corro un rato cada día, que si no llego tarde al trabajo. Por suerte, el tren iba medio vacío. ¡Qué alegría poder encontrar asiento! La verdad es que la batalla campal que lía el gentío al subir me parece algo cansina.
El tren siempre hace una parada antes de llegar a mi destino. Ahí fue cuando una chica de instituto vino a interrumpir mi paz y tranquilidad. Sinceramente, prefiero hacer todo el trayecto sin nadie en el asiento de al lado, pero esa vez lo dejé pasar.
La chica no articuló palabra alguna, sólo trasteaba en su móvil. Se la veía tan formal… Lástima que no tuviese diez años más.
Cuando al fin llegué a mi destino, ambos nos levantamos tan rápido que tropezamos y, sin quererlo, dejamos caer nuestros móviles. Enseguida reaccioné dándole el suyo y marchándome a paso ligero con el mío en la mano. Entonces fue cuando el teléfono sonó. En la pantalla había escrito un nombre de mujer: Esther. Estuve dudoso, pues nadie de la oficina ni de mi familia tiene ese nombre. Pensé que sería una chica que conocí en alguna ocasión, así que contesté la llamada.
— ¿Sí? —dije con un tono muy varonil.
Y lo que escuché fue esto:
—Tania, ¿estás ahí? Mira que llevo media hora esperando en el centro comercial y no apareces. Dime si vas venir, que tengo cosas que hacer.
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