El peluche

Un oso de peluche yacía en la acera. Parecía que alguien lo dejó allí, con la intención de que cautivara a un transeúnte que estuviera dispuesto a llevárselo a casa.

Gracias a su simpático y feliz rostro, no tardó en conquistar a un niño. Su madre se negó sin dudar, pero el crío hizo tantas pataletas que tuvo que ceder.
Nada más llegar a casa, fue a ponerlo sobre la cama lleno de júbilo. Ya habría tiempo para ponerle un nombre.
En la cena no faltó el tema del oso: la madre sugirió meterlo en la lavadora, antes de que el niño lo tocara y jugara con él. Todo fue en vano, ya que nadie, excepto él, tenía autorización para tocarlo.
Así que a la hora de dormir se metió en la cama con su nuevo amigo. No le importó que estuviera un poco manchado y oliera a tierra mojada. Antes de conciliar el sueño, le contó sus anécdotas del día.
Ya de madrugada, oyó una voz que le despertó. Al no ver a nadie, aprovechó para ir al baño. Cuando volvió, observó que el peluche había aumentado de tamaño. No solo eso; su sonrisa ahora se mostraba aterradora, dejando ver unos dientes afilados.
Naturalmente, no pudo soportar el impacto que aquello le causó. Sus padres acudieron enseguida a su habitación. Sin embargo, cuando eso sucedió, el oso recobró su tamaño y aspecto original.
Explicó lo que había presenciado, rogando asimismo que le creyeran. No sirvió de nada; sus padres no encontraban otro razonamiento lógico que el de una pesadilla.
La familia intentó volver a dormir. El niño, esta vez, echó al muñeco de su cama sin mostrar piedad. Se sentía tan nervioso y con tanta ansiedad, que se levantó a beber agua.
En la cocina, tenía la impresión de estar acompañado. Dio la vuelta y allí estaba: el mismo oso de peluche gigante y sonrisa terrorífica. No tuvo tiempo de gritar, pues su enorme boca lo absorbió en un santiamén.
Ursula M. A.
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