Aún no
- publicado el 03/02/2014
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La sombra en el velatorio
Sinopsis:Un matrimonio donde el marido (Samuel) acaba de fallecer y su mujer (Anabel) está en el duelo con sus familiares y amigos. Pero no sabe lo que va a ocurrir en ese momento…
Las horas iban pasando y la gente abandonaba el lugar, siendo cada vez menos personas las que seguíamos allí. Antes del anochecer, mis padres se fueron dándome un silencioso pero cálido abrazo. En aquel momento, aunque fuese unos fugaces segundos, no me sentí sola. Me dijeron que me fuese a casa a descansar. Mi respuesta fue una silenciosa negación. Las luces se fueron encendiendo al caer la noche, iluminando todo el inmenso recinto; a excepción de Samuel que fue cayendo en una suave oscuridad solo reflejado por el resto de las luces. La puerta trasera de Florent se abrió apareciendo en la pequeña habitación. Se acercó al ataúd y lo cerró, ocultando su hermoso rostro para la eternidad. Tenía reservado un último llanto aquella noche.
Aquel llanto se congeló, paralizando esas lágrimas que descendían por mi rostro ante la aterradora escena que estaba presenciando: una enorme sombra se manifestó en la clara oscuridad, tan cerca del ataúd que podía tocarlo a su antojo; e incluso, colocar sus dedos sobre la tapa y volver abrirlo. Su tamaño era inmenso. Jamás había llegado a ver una semejante sombra como aquella, superando ampliamente los dos metros. Las cálidas lágrimas se convirtieron en gotas heladas que se derretían y terminaban su descenso a medio metro del ventanal, donde seguía viendo a la misma sombra intacta. En un movimiento fugaz introdujo su mano en el interior del ataúd, atravesándolo como si fuese un espejismo de mi imaginación. Al sacar su mano, sacó con ella la rosa negra que dormía sobre el pecho de Samuel.
—¡No te la lleves! ¡Déjala donde está!
Mi cara se transformó en suplicas de terror al presenciar cómo se llevaba con él la promesa que cumplí a la persona que más amaba. Le estaba quitando ese objeto que le acompañaría en su descanso mientras me esperaba en ese otro mundo con una sonrisa en sus labios. Vi como la rosa poco a poco fue desapareciendo, como si fuese un tallo de cenizas arrastradas por el viento. Todos guardaron silencio, dirigiendo sus miradas en armonía hacía donde yo estaba paralizada. No comprendían las palabras que salían de mi boca en aquel majestuoso grito. Nadie más que yo veía al ser que había dentro con Samuel.
—Por favor, no te lleves —repetí, aunque esa segunda vez mis palabras no tuvieron apenas fuerzas. Estaba tan aterrada, que mis palabras no pudieron transmitir más fuerza que algo similar a un gran murmullo con mis manos colocadas sobre el ventanal. Al repetir mis palabras hizo despertar en aquel ser una especie de curiosidad, donde olvidó todo lo que le rodeaba y dirigía su sombría mirada hacía mí. Sin verle absolutamente nada del rostro, me percaté que la forma que adoptó fue impresionarse que alguien le hubiese visto por primera vez en años; o incluso, en siglos. Con mi primer grito ni se inmutó, pensando que era parte de cualquier conversación en el interior de la sala. Pero, al volver a repetir aquella frase se percató que me dirigía a él. Levantó su mano y lentamente apuntó su dedo hacía mí sin dejar de mirarme.
—¿Cómo que puedes verme? —Su voz… era la misma que pronunció palabras horas antes donde mi mente tuvo otro dueño.
El ventanal desapareció de la nada como el color de una fotografía al pasar los años, pudiendo ver su silueta con total nitidez. Su delgadez rozaba lo extremo, dando la sensación que fuesen huesos acumulados en un cuerpo sin apenas rastro de carne. Todo su ser estaba cubierto por esa sombra oscura, tan ajustada a su cuerpo como cualquier disfraz de un superhéroe. En su rostro solo pude diferenciar el perfil de sus labios mientras los movía y unas cuencas en sus ojos mirándome fijamente. Su cabeza estaba recubierta por una larga melena que se perdía en su oscuridad. Si no fuese por su delgadez y su altura, hubiese pensado que era humano aquel ser.
La gente que me rodeaba desapareció de la misma manera que el ventanal. Seguía oyendo sus voces en un eco lejano que retumbaba por todas las paredes del velatorio, pronunciando mi nombre una y otra vez; pero estaba sola frente a él. Las sillas donde estaban sentadas Margot y sus hermanas, se quedaron vacías. Di un aterrador suspiro cuando vi que la tapa del ataúd se abría sola delante de mí. Estuve a punto de cerrar los ojos enajenada por un terror que no podía describir… pero no los llegué a cerrar.
—Él ya no está aquí —dijo ese ser cuando contemplé que el ataúd de Samuel estaba completamente vacío—. Ya no pertenece a tu mundo, Anabel.
Un escalofrío aterrador heló a mi cuerpo cuando ese ser pronunció el nombre que solamente usaba Samuel en nuestra intimidad.
—¿Cómo sabes mi nombre y dónde está Samuel? —Mis palabras temblaban de tal manera que las vocales parecían consonantes y viceversa. El cuerpo de Samuel había desaparecido. Era imposible… si apenas hacía unos minutos estaba allí con la rosa sobre su pecho.
—Samuel me lo dijo cuándo me dio la rosa negra antes de partir a su nuevo lugar, abandonando el mundo de los vivos.
Ya no me señalaba con el dedo. Bajó su mano y la dejó reposar sobre su delgado cuerpo.
—¡Tú se la has quitado! —dije con toda la ira que pude—. ¡Jamás te la daría! ¡Es una promesa que nos hicimos hace un año! —Aquella ira seguía latente en mis palabras.
—Has visto solo lo que has podido ver desde tu mundo, Anabel. —Otro escalofrío aun mayor sentí cuando volvió a pronunciar mi nombre aquel ser—. Has visto como mi mano entraba en el interior de su ataúd y le robaba la rosa. El mundo de los vivos no es más que un espejismo donde la realidad se aturde así misma. Los ojos de los vivos son muy limitados. Mira a tu alrededor —me dijo.
Un éxtasis de terror me dominó al verme rodeada de gente que no estaba allí segundos antes y que no conocía. Hombres y mujeres estaban a mi alrededor inmóviles, con la mirada perdida en una absoluta soledad, como si esperasen a alguien que jamás llegó a por ellos. Algunos vestían ropas actuales y otros, vestían ropas de otras épocas. Ninguno se percataba que estaba allí. Sus miradas no se cruzaban, como si estuviesen en lugares diferentes a cientos de metros unos de otros. El edificio completo del cementerio desapareció de repente. Solo quedó un inmenso páramo donde veía una especie de montañas doradas muy alejadas de donde estábamos. El cielo era de un color morado, pero bastante claro, sin ningún tipo de estrellas, sol o luna.
—No temas. Ellos no pueden vernos. No pertenecen a tu mundo, si no al mío. Solo te los he mostrado para que vieses el espejismo que es el tuyo. —Podía ver como sus labios se movían mientras me hablaba, oyendo su grave voz rozando mis oídos. Todas esas almas desaparecieron como el edificio del cemeterio.
Sus pies comenzaron a caminar sobre ese páramo, quedándose muy cerca de mí. Tuve que arquear mi cuerpo para poder mirarle a su rostro. A esa distancia tan corta, parecía que me doblaba en altura. Él hizo la misma acción pero a la inversa, agachando su cuerpo para poder mirarme directamente a los ojos. Aquel rostro recubierto por ese lodo sombrío, me pareció más humano aún a esa distancia.
—¿Por qué te la iba a dar? —La ira había desaparecido de mis palabras al estar en lo que creía que era su mundo.
—Esa respuesta no te la puedo responder ahora. En su momento lo comprenderás, Anabel. —Cada vez pronunciaba mi nombre con más sosiego, como si hubiese llevado toda la vida llamándome por ese nombre—. Pero no temas por la rosa. Sigue cumpliendo con vuestra promesa, teniéndola entre sus manos donde está ahora mismo.
—¿La sigue teniendo? —pregunté.
—Sí. —Fue tan simple su afirmación que no me dejó duda alguna que la seguía oliendo y que, ese ser, no se la había robado como yo creía.
—¿Dónde está ahora mismo?
—Esa respuesta ya te la he respondido. Él está muerto. No pertenece a eso que llamáis el mundo de los vivos.
—¿Quién o qué eres? —Seguía con aquel tenue hilo de voz.
—Soy igual que tú pero en mi mundo, uno más. Solo eso. —Daba igual que pregunta le hiciese, siempre me respondía de la misma manera, evadiendo cualquiera de ellas. Comprendí que ese ser tenía una inmensa inteligencia.
—¿Entonces no estás muerto? —Mis palabras sonaron tan tenues que apenas las llegué a oír.
—El concepto de la muerte para mí no tiene el mismo significado que para ti. Pero se podía decir que, desde el día de mi nacimiento hace muchos siglos, ya estaba muerto.
Su mirada se perdía en la mía, como si quisiese descifrar que tenían mis ojos para que un humano le hubiese llegado a ver por primera vez en su larga vida.
—¿Samuel está bien? —Era la única pregunta que realmente me importaba, derrotada por sus evasivas respuestas.
—Está oliendo tu rosa. Espero que esa respuesta te sirva para apaciguar a tu alma.
—¿Lo estás viendo ahora mismo? ¿Él está aquí? —Mis ojos se perdían en todas las direcciones posibles, siendo imposible poder observar cada rincón de ese mundo que era el suyo.
—No te molestes en buscarlo. Como te he mostrado antes, tus ojos son muy limitados. Aunque estuvieses el resto de vida que te queda buscándolo aquí, jamás lo encontrarías. Pero sí, yo lo puedo ver.
—¿Me está escuchando? ¿Puedo hablar con él?
—Mi tiempo ha llegado a su fin. Me tengo que ir.
—No te puedes ir —dije agarrándole del brazo inconscientemente, intentando hacer retener a ese espectro contra su voluntad.
—Es la primera vez que un mortal me toca. Había oído historias de otros de mi especie que les habían pasado, creyendo que no eran más que fantasías infundadas por la imaginación de los mortales —decía mientras mis dedos seguían apresando su enorme pero esquelético brazo. El tacto era casi huesudo—. Os llevo observando durante siglos, fascinándome siempre vuestros sentimientos. —No dijo nada más—. Antes de regresar a tu mundo, ten. Es para ti. —Como si fuese un número de un mago, en su mano derecha apareció algo similar al humo y al desaparecer, apareció un libro. En su mano izquierda ocurrió lo mismo, pero en esta apareció una pluma negra—. Cuando llegue el momento lo comprenderás.
El libro era algo pequeño y tenía pocas páginas, pero, la encuadernación que tenía hacía que pesase más de lo creía cuando lo sostuve en mis manos. Su tacto era rugoso, como si la encuadernación fuese la corteza de un árbol pero sin crear ningún tipo de herida ni molestia al acariciarlo. Era de color negra, sin texto alguno. Al abrirlo e ir pasando de páginas, todas, estaban completamente en blanco. En ninguna parte pude ver nada escrito. La pluma no era de tinta, ni metálica. Era una auténtica pluma de color negra que le debería habérsela quitado a un inmenso pájaro por su enorme tamaño; superaba los treinta centímetros.
—No malgastes páginas —me dijo al ver como quería escribir algo en la primera página con esa peculiar pluma—. Te arrepentirás si lo haces.
Antes de desaparecer, la bolsa donde guardé la rosa apareció a mi lado. Con una sonrisa casi humana me dio a entender que lo guardase allí dentro, y al volver, nadie vería el libro ni la pluma que sostenía en mis manos de la nada.
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