POR SIEMPRE JUNTOS
- publicado el 23/04/2018
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El fantasma de los libros
Michael escondió la barbilla en el cuello de cisne del jersey mientras esperaba a que Stephen abriese la puerta. Estaba temblando. Había salido de casa con tanta rapidez que se había olvidado de abrigarse adecuadamente para protegerse del viento frío de principios de febrero. Miró alrededor. Solo su coche, atravesado y con las luces de emergencia encendidas, rompía el orden y la monotonía del pequeño barrio residencial. ¿Por qué tardaba tanto Stephen? Ya había hablado con él por teléfono mientras circulaba a toda velocidad por las calles desiertas, ignorando las luces rojas de los semáforos, para anticiparle su llegada. Era consciente de que las tres de la madrugada no era una hora normal para presentarse en casa de nadie, pero la urgencia de la situación no admitía demora.
Algo iba terriblemente mal.
Michael siempre dedicaba el final del día a navegar y responder a la interminable cascada de correos electrónicos que le enviaban sus colegas de departamento, los alumnos a los que dirigía en sus tesis de fin de carrera y los compañeros de investigación de varios proyectos en los que participaba. Era una tarea que odiaba, pero que nadie más podía hacer por él. Como decía siempre, eso nada más que era un pequeño peaje a pagar para poder dedicarse al mejor trabajo del mundo: ser profesor del departamento de lenguas clásicas en Princeton. Solo conocía una persona a la que le gustasen menos todos esos galimatías informáticos que a él: su amigo Stephen. Por eso esa noche, cuando llegó cansado de la universidad y vio su correo, lo abrió inmediatamente. Apenas hacía unas horas que lo había dejado en el departamento. ¿Qué necesitaba decirle que no le hubiese dicho esa tarde y que no pudiese esperar hasta el día siguiente? A medida que leía el mensaje, los sorprendidos ojos de Michael se abrían más y más. No podía ser verdad. Stephen tenía que haberse vuelto loco.
Hacía un par de meses que un equipo de investigación de la universidad de Sevilla se había puesto en contacto con ellos para solicitar ayuda con un descubrimiento que había revolucionado el mundo científico. El equipo, coordinado por el doctor Valentín Requena, había dedicado sus esfuerzos a estudiar una de las grandes incógnitas de la historia: el motivo por el que la Orden del Temple había pasado de ser el poderoso brazo armado de la cristiandad a una organización perseguida cuyos miembros habían llegado a ser prácticamente aniquilados y sus riquezas repartidas como botín de guerra. Y para intentar desvelar ese misterio habían comenzado por estudiar con detenimiento las actas de la Santa Inquisición cuyas fechas se correspondían en el tiempo con el ocaso de la Orden. Lo que los sevillanos habían averiguado arrojaba una nueva luz sobre los hechos de aquella época.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, tal y como había sido conocida inicialmente, se había fundado con la misión de proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa, pero también perseguía fines más oscuros y menos conocidos, como el de destruir todo lo que atentase contra la doctrina de la Iglesia. Hasta que llegó un momento en que los puntos de vista de la Iglesia y de la Orden sobre aquello que debía considerarse herejía eran tan distantes que los últimos grandes maestres del Temple, abrumados ante la posibilidad de que pudiesen llegar a perderse cientos de años de ciencia y de arte, y que eso acabase por sumir a Occidente en una era de oscurantismo y tinieblas similar a la que había sucedido a la destrucción de la biblioteca de Alejandría, tomaron la determinación de limitarse a esconder todo lo que la Iglesia consideraba peligroso, a la espera de que llegasen tiempos mejores en los que la cordura pusiera las cosas de nuevo en su sitio.
Hasta que sus planes llegaron a oídos de la Santa Inquisición.
Hacía tiempo que el rey de Francia, Felipe IV, acuciado por las enormes deudas que mantenía con la Orden, intentaba en vano advertir al papa Clemente sobre el inmenso poder que los caballeros habían acumulado a lo largo de doscientos años y la amenaza que eso suponía para la estabilidad de los reinos de Occidente. Un poder que crecía a medida que pasaba el tiempo y que comenzaba a rivalizar con el de la mismísima Iglesia Católica. Así que, con el entendimiento contaminado por las palabras del rey, y después de leer los informes de la Santa Inquisición, al papa no le quedó duda alguna acerca de la necesidad de intervenir con urgencia para cortar el brazo gangrenado antes de que la enfermedad acabase por contagiar al resto del cuerpo. «Si la mano derecha te escandaliza, arráncatela», llegó a decir el papa para mayor satisfacción del rey de Francia. Herejía era el nombre de aquella enfermedad y solo había una cura posible para ella. Así que los miembros del Temple fueron perseguidos en nombre de Dios, apresados y torturados hasta que acabaron por confesar su culpa y después quemados en el fuego purificador que incendió el sur de Europa con cientos de hogueras. Para la orden caída en desgracia todo acabó la tarde del 18 de marzo de 1314, cuando Jacques de Molay, su último gran maestre, elevó la voz entre el crepitar de las llamas que iluminaban la fachada de Notre Dame para maldecir a aquellos que lo habían acusado, un hecho que vino a engrandecer aún más el aura maldita que rodeaba a los templarios, puesto que ni el papa Clemente ni Felipe IV vivieron para ver la llegada del nuevo año.
Una vez aniquilada la orden, todo aquello que habían escondido en lo más profundo de sus fortalezas fue destruido de forma sistemática por la Inquisición.
Pero no todo se perdió.
Entre los documentos que el equipo del doctor Requena estaba estudiando se encontraron con un texto criptografiado que no tenía nada que ver con el resto, y su importancia residía en la autoría del mismo, que habían atribuido sin ninguna duda al mismísimo Jacques de Molay.
El único motivo que había salvado aquel texto de la destrucción había sido la sospecha de que su mensaje oculto podría ser la llave que les llevase a nuevos escondites del Temple; eso y que nadie había sido capaz de descifrarlo todavía.
Excitado con aquel descubrimiento, el doctor Requena formó un equipo multidisciplinar compuesto por lingüistas y programadores que, ayudados por un sofisticado programa informático, lograron tener éxito allí donde la Inquisición había fracasado. A los ojos de los sorprendidos investigadores comenzó a aparecer un mensaje que había permanecido oculto durante cientos de años. Aquella carta, dirigida por el gran maestre a alguien de su total confianza, revelaba con exactitud la localización de algo que habían traído consigo en una de las últimas cruzadas. Una misión dentro de la misión principal, pero tan importante como para justificar el ingente coste económico y en vidas humanas de la cruzada. En la carta se describía el complicado proceso por el que una milenaria orden de sacerdotes se había puesto en contacto con el Temple, porque se sentían amenazados y necesitaban que los caballeros se hiciesen cargo de unas reliquias que ya no podían continuar bajo su custodia.
El doctor Requena, por los datos de la carta, había situado casi sin margen de error el lugar hasta el que había viajado el Temple para encontrarse con los sacerdotes, la antigua ciudad sumeria de Ur, y, lo que era más importante aún, también había localizado el escondite que había elegido el Temple para las reliquias, el Alcázar de Caravaca de la Cruz, una de las fortalezas que habían pertenecido a la orden en España. El gran maestre, al conocer la magnitud de la conspiración urdida contra su orden, rogaba al destinatario de la carta que no permitiese que las reliquias volviesen a ver la luz del día y que las mantuviese a cualquier precio tal y como estaban dispuestas, y eso último parecía de capital importancia. Para despedirse, Jacques de Molay se encomendaba a Dios o a cualquiera que pudiese ayudarle en su misión, pues estaba seguro de que tiempos muy oscuros se cernían sobre la Orden y sobre la humanidad.
Y tal había sido el celo que habían puesto en buscar un escondite adecuado a la importancia de la misión, que incluso conociendo su localización aproximada y contando con la más moderna tecnología, el equipo del doctor Requena había tardado seis meses en descubrirlo.
Las reliquias habían resultado ser tres cofres de madera de pequeño tamaño, sellados con lacre y cuya superficie estaba grabada con signos que pertenecían a la primera de las grandes civilizaciones, la sumeria. Fue entonces cuando el doctor Requena, consciente del enorme desconocimiento que existía acerca de aquella cultura, no dudó en contactar con la mayor autoridad mundial en civilizaciones mesopotámicas, el doctor Stephen Waterman, de la universidad de Princeton.
A partir de ese momento los equipos de investigación de Sevilla y de Princeton mantuvieron un contacto permanente vía satélite y, como fruto de esa colaboración, no tardaron mucho tiempo en traducir los textos de las cajas, que resultaron ser la pormenorizada descripción de la terrible maldición que perseguiría por toda la eternidad a quien se atreviese a romper los sellos, y lo que parecía una leyenda sobre lo que guardaban en su interior. Contaba aquella leyenda que dioses y demonios eran seres formados por la misma materia divina, y que al principio de los tiempos habían habitado el paraíso en armonía. Hasta que, para demostrar su poder, se retaron para ver quién podía crear la criatura más perfecta. Los demonios crearon a los espectros, perfectas y etéreas representaciones de ellos mismos, y los dioses crearon al hombre y le dieron una chispa de su divinidad. Demonios y espectros, envidiosos del poder de los dioses y de la perfección de la criatura que estos habían creado, conspiraron para acabar con ellos, pero en la batalla final fueron derrotados y las huestes comandadas por los dioses acabaron por arrojar a los demonios al abismo. Pero no pudieron hacer lo mismo con los espectros, que se escondieron en las sombras a la espera de una nueva oportunidad, que llegaría cuando alguien iniciado leyese el rito escrito en un extraño libro que se describía como hecho con la piel de los perfectos. Los dioses, para evitar que eso pudiese suceder y antes de dejar al hombre a su merced, habían dividido aquel libro que no se podía destruir en tres partes y lo habían entregado a los sacerdotes para su custodia, para que sus páginas nunca más volviesen a ser unidas, ya que eso, traducido literalmente de la leyenda, haría que las palabras volviesen a cobrar vida y a contar sus secretos.
Después de exhaustivos análisis para comprobar que su interior no albergaba ningún tipo de peligro, el equipo del doctor Requena abrió los cofres en un ambiente de luz y humedad controlados para evitar que pudiese deteriorarse lo que había en su interior, y lo que se encontraron dentro superó todas sus expectativas. Había tres libros o, para ser más exactos, un libro desgajado y dividido en tres partes, cuyas hojas, que resultaron ser piel humana exquisitamente curtida y tratada para evitar el deterioro del paso del tiempo, contenían una densa escritura jeroglífica que los desconcertó aún más a todos. Parte de la sorpresa se debía a que no existía constancia alguna de escritura sumeria en libros, pues todo lo que se había encontrado hasta el momento estaba impreso en arcilla o adobe.
Stephen necesitaba tener aquella joya entre sus manos, así que convenció al doctor Requena de que lo mejor para la investigación era que los libros viajasen hasta la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, donde podrían hacerle pruebas más exhaustivas. El doctor Requena, consciente de que sin la colaboración de Princeton no podría seguir adelante, accedió a regañadientes y le concedió un mes para su estudio.
Stephen, como jefe de departamento, dispuso entonces un estricto e intensivo plan de investigación en el que estaban involucradas no menos de cincuenta personas entre investigadores y miembros del personal de seguridad, y Michael había tenido la suerte de ser uno de los agraciados. Pero ya llevaban quince días estudiando a marchas forzadas la escritura del libro y los avances habían sido más bien escasos. Todos los que formaban parte del equipo estaban deseosos de dar con la clave que les permitiese descubrir el enigma, y estarían dispuestos a cualquier cosa con tal de lograrlo, pero jamás se les hubiese ocurrido saltarse los protocolos de seguridad.
Por eso a Michael le pareció tan extraño el mensaje que le había hecho llegar Stephen.
«Ha sucedido algo muy raro. En el despacho de la universidad estaba seguro de que el libro estaba a punto de revelarme sus secretos, que solo era cuestión de tiempo. Por eso pensé que lo mejor sería llevármelo para poder estudiarlo con más detenimiento. Pero lo que pasó al llegar a casa fue que no logré recordar qué fue lo me había hecho pensar semejante cosa, porque el texto, salvo lo que ya habíamos conseguido traducir, se mostraba tan ininteligible y sin sentido como al principio. Y entonces me dormí, y en el sueño los glifos abandonaron las páginas del libro y comenzaron a bailar ante mí, convertidos en letras que formaban extrañas palabras que tenían el poder de transformar las cosas, y todo lo que tocaban se marchitaba y pudría. Cuando desperté, el libro ya no era el mismo. Estoy seguro de que el texto, aún extraño, es diferente. Y hay algo más. No sé cómo explicarlo, pero siento que hay alguien más conmigo aquí en la casa. Necesito que vengas de forma urgente, tienes que ayud»
Y así de bruscamente se había acabado el correo. Y todavía más extraña había sido la conversación telefónica que habían mantenido después, en la que Stephen no reconocía el hecho de haberle mandado mensaje alguno.
Por primera vez en cuatro mil años alguien había reunido las hojas del libro. Con leyenda o sin ella, Michael pensaba que su amigo se había equivocado de forma grave, y confiaba en que aún no fuese demasiado tarde para solucionar el error.
Michael se dio la vuelta y comprobó que la puerta estaba entreabierta. Era muy extraño, porque no había oído el ruido de los cerrojos al descorrerse, y estaba seguro de que cuando había llamado a la puerta, esta estaba cerrada. Todavía aguardó un rato en el porche, a la espera de que su amigo apareciese con cara somnolienta y le preguntase qué demonios era lo que pasaba. Pero nada de eso sucedió.
—¿Stephen? —preguntó a la oscuridad del recibidor mientras empujaba la puerta con recelo.
—Pasa, Michael. Al fondo, en la biblioteca.
La voz de su amigo lo tranquilizó, así que cerró la puerta tras él y avanzó con cuidado mientras acostumbraba sus ojos a la penumbra de la casa. El final del pasillo estaba iluminado por una agradable luz anaranjada. Al llegar a la biblioteca, encontró a su amigo sentado en una de las butacas, de espalda a la chimenea.
—Buenas noches, Mike. Acompáñame con un whisky, por favor. No permitas que este viejo beba solo.
—No, gracias. En realidad será una visita breve.
—Bien, pues entonces siéntate —Stephen señaló la otra butaca con un gesto de la mano— y cuéntame qué es eso que te preocupa tanto.
—Verás, se trata del libro. No creo que haya sido una decisión muy acertada traerlo a tu casa.
—¿No? Me imagino que tendrás tus razones para pensar de esa forma.
Michael pensó con rapidez para evitar decir lo que en realidad pensaba: que a su viejo amigo lo había trastornado el proyecto hasta llegar a nublar su razón.
—Pues… por motivos de seguridad. Se trata de un ejemplar muy valioso que hay que manejar con sumo cuidado. Me imagino que a la universidad no le gustaría saber que te lo has llevado.
Stephen tomó un trago de whisky y lo retuvo un instante en la boca para paladearlo.
—Te veo, Mike, pero no soy capaz de reconocer al hombre al que le brillaba la mirada ante cada nuevo reto, ante la posibilidad de un gran descubrimiento. Aquel hombre capaz de pasar una semana sin dormir con tal de que nadie pisara su investigación.
Michael bajó la mirada un poco avergonzado.
—Aquellos tiempos se fueron, Stephen. Ahora hay reglas…
—¡Dedicación, esa es la única regla! —Stephen elevó la voz—. ¡Amor por el conocimiento, ansia de saber!
Michael comprendió que, fuese lo que fuese que envenenaba la sangre y el entendimiento de su amigo, no iba a ser capaz de convencerlo. No le quedaba más opción que descubrir su verdadero temor.
—Ese libro es peligroso, Stephen. Aún no sé cómo, puede ser que se trate de algún tipo de radiación, o un veneno lento, o quizás algo que todavía no hayamos descubierto, pero sea lo que sea corrompe el espíritu de los que están cerca de él.
—No, amigo mío. Te puedo asegurar que ese maravilloso libro en absoluto cambia la naturaleza de lo que lo rodea.
La cara de Stephen estaba semioculta en las sombras, porque tenía el fuego de la chimenea a su espalda, pero por un instante Michael creyó ver un brillo extraño en los ojos de su amigo.
—Hablas con tanta seguridad que parecería que supieses cosas que yo desconozco, cosas que yo sin duda compartiría contigo. —El silencio comenzó a convertirse en algo molesto—. ¿Me disculpas un instante? Necesito ir al baño.
—Estás en tu casa.
Michael había perdido la esperanza de hacer entrar en razón a su amigo, así que decidió que ya tendría tiempo de explicarse al día siguiente. Estaba seguro de que Stephen acabaría por entender que lo había hecho por su bien. Ahora lo único importante era hacerse con el libro y devolverlo a la universidad antes de que alguien lo echase en falta. En el pasado, y casi siempre por motivos de trabajo, se había quedado a dormir en varias ocasiones en casa de su amigo, así que la conocía casi de memoria. Michael se movió con rapidez entre las sombras. Si Stephen no había cambiado su forma de trabajar, lo que había venido a buscar estaría en el despacho, al otro lado del pasillo.
La tenue iluminación del jardín bañaba con luz fantasmal la estancia y convertía el mobiliario en una sucesión de volúmenes con diferentes tonos de gris. Michael se dirigió sin perder un instante hacia la enorme mesa de trabajo repleta de libros. Cuando encendió la lámpara de la mesa para cerciorarse de coger el libro correcto, se encontró con una horrible imagen que lo hizo retroceder. Su amigo estaba sentado en la silla, detrás de la mesa. La cabeza reposaba sobre sus manos y estas estaban apoyadas sobre la mesa, como si se hubiese quedado dormido al leer el maldito libro que tenía abierto ante él y que Michael reconoció al instante. La cara de Stephen no era más que una masa sanguinolenta de carne a la que le faltaba la piel y los ojos. La sangre formaba un charco que bañaba el libro, cuyas hojas, que recordaba ajadas y resecas, ahora resplandecían lustrosas. Michael cayó de rodillas y enterró la cara entre las manos en un intento de borrar la escena que tenía ante él. Una voz, que parecía la suma de muchas otras, comenzó a hablar detrás de él y lo asustó.
—Esto no tendría por qué acabar así, «Mike». —Su nombre sonó extraño en boca de aquella cosa que no era su amigo—. No era necesario que fueses tú, y nosotros todavía no estamos preparados, pero no importa, mientras llega nuestro momento intentaremos saciar tu ansia de conocimiento. No sería justo que tu alma abandonase el cuerpo desconcertada, con tantas preguntas sin respuesta. —La silueta, recortada contra la luz de la chimenea de la biblioteca, elevó la mano lentamente y se arrancó la cara de su amigo. Al instante la oscuridad de su rostro se transformó en miles de hilos negros que comenzaron a crecer en tamaño y longitud hasta alcanzar el suelo, las paredes y el techo de la habitación, y después comenzaron a arrastrase lentamente hacia Michael. Cada cosa que tocaban en su camino se retorcía y adquiría un color enfermizo. Michael lo observaba todo hipnotizado mientras aquel ser, la encarnación de un poder maligno más antiguo que la humanidad, continuaba hablando con cientos de voces—. Si te sirve de consuelo, nunca tuviste la más mínima posibilidad. Hombres más sabios que tú lo intentaron primero, y fallaron. Nosotros ya estábamos aquí cuando tus dioses caminaban sobre la tierra. El hombre tenía un nombre para nosotros, Lamashtu, los sin rostro. Cuando tus dioses expulsaron con su maldita luz a nuestros padres, nos quedamos solos, abandonados entre las sombras. Solo podíamos esperar con paciencia y susurrar a los oídos de los más débiles, como fantasmas, y confiar en que la ignorancia y la arrogancia de tu pueblo fuesen tan grandes como para que olvidaseis lo que os dijeron vuestros padres y cometieseis el error de reunir lo que una vez fue dividido. Durante miles de años lloramos, «Mike», y el dolor de ese lamento solo es comparable con nuestro deseo de venganza y de recuperar lo que una vez fue nuestro. Nuestros padres están perdidos en la oscuridad, demasiado lejos para escucharnos pero, con vuestra ayuda, haremos que vuelvan. La misma luz de los odiados dioses que los expulsó del paraíso será la que los atraiga de nuevo a este mundo. Vuestra luz, «Mike», la que vuestros padres os regalaron antes de abandonaros. Solo necesitamos reunir un número suficiente de almas, y créeme, sabemos cómo hacerlo.
—¿Dónde está Stephen? —La voz de Michael sonó rota y asustada. Habían jugado a ser dioses sin detenerse a valorar las posibles consecuencias de sus actos y ahora la magnitud del terror que habían despertado los había superado.
—No te preocupes más por él. Tu amigo está aquí, con nosotros, donde siempre quiso estar. Por fin alcanzó el conocimiento supremo y le duele saber que él ha sido la llave que nos ha dejado entrar de nuevo al paraíso. Y nosotros disfrutamos con su sufrimiento. Tendrás que disculparnos, porque todavía no tenemos las herramientas adecuadas. —En la mano destelló algo con un brillo metálico que se apagó casi al instante, cuando la oscuridad eclipsó cualquier rastro de luz en la habitación. Michael no podía ver, pero siguió escuchando las voces cada vez más cerca—. No te voy a engañar, esto te va a doler, pero no será nada en comparación con lo que vendrá después. El tiempo del hombre se ha acabado, «Mike», ahora os toca a vosotros llorar.
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Es un relato que en verdad envuelve, cada línea genera tanta intriga que solo quieres conocer el final. Un abrazo inmenso y continua escribiendo así. ¡Con pasión! como solo escriben los verdaderos dueños de las letras.
¡Jolines, Luz! Muchisísimas gracias por dejar tu comentario. Ahora mismo no quepo por la puerta del orgullo de espíritu que llevo encima…