TENGO MIEDO
- publicado el 05/03/2014
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Capítulo 1: Conejos.
La mañana siguiente, Shay se despertó antes de lo normal. No se atrevió a despertar a su abuelo, pues le atemorizaba la idea de que se enfadara con él.
El joven Shay aprovechó los primero rayos de sol para asearse y dejar su habitación sin mácula.
Esa era una de las normas de su abuelo: por mucho poder o dinero del que gocen, para vivir en sus propiedades deben saber manejarse por sí mismos y cuidar de lo suyo. Su abuelo semejaba cada habitación con la espada con la que un curtido guerrero arrebató miles de vidas, o con el instrumento con el que un músico provocó tantos sollozos, o incluso con el trono de un rey que llegó a él tras largas generaciones llenas de batallas y guerras. Algo que solo ellos poseen y no dejarían en manos de otro ni en caso de fuerza mayor.
Las habitaciones son como las invitaciones a un banquete o a una fiesta de gala, algo personal e intransferible. Cada uno debe de preocuparse de que la suya se encuentre en perfecto estado, digna del propio rey.
Incluso ahora, en el palacete donde Shay y su abuelo pasaban el transcurso del verano, se ocupaban ambos de la habitación donde pasarían esas semanas.
No quiere decir que no tuvieran servicio. Por supuesto que lo tenían. Media docena de sirvientes vivían en el palacete el resto del año para cuidarlo y mantenerlo impecable. Además, otra media docena les acompañaban y se ocupaban durante el tiempo que pasen en él de diversas tareas: cocinar, limpiar el resto de salas del palacete, asegurarse de que los cuatro aseos funcionen correctamente, cuidar los jardines que rodean el palacete y bastantes más funciones imprescindibles pero tenían estrictamente prohibida la entrada a las habitaciones que estuvieran ocupadas.
Tres cuartos de hora más tarde, Shay había terminado de adecentar su habitación por completo y estaba impaciente por comenzar a escuchar el relato de su abuelo. Quería saber de primera mano su historia, su verdadera historia. Quería comparar lo que ocurrió verdaderamente con las cientos de historias de juglares callejeros y músicos consagrados componían en su honor.
Shay no sabía si su abuelo verdaderamente también quería contarle su vida, sus porqués, sus sentimientos… pero él lo ansiaba, lo deseaba como nunca había deseado nada. Sus ojos se tornaban en diferentes tonalidades de brillos pero con un único significado: ilusión.
Se envalentonó y caminó hasta la habitación de su abuelo. Golpeó suavemente con los nudillos en la puerta y giró el pomo a la vez que se adentraba en ella. Se encontró una habitación totalmente vacía, con la cama hecha. La habitación de su abuelo era infinitamente menos lujosa de que cualquier plebeyo o noble pudiera llegar a imaginarse. Lo más imponente era un cuadro enorme pintado al óleo que había colgado en la pared a la derecha de la cama. En el cuadro estaba representada la Batalla de las Pérdidas, en pleno corazón de los Crodos hace más de un milenio y estaba firmado por Lucatto, uno de los primero artistas de los que hay constancia y ésta era una de las escasas obras que se conservaban todavía con vida. Su precio, básicamente, era incalculable.
Además del cuadro, en la habitación no había nada más destacable: cortinas preciosas detalladas con infinidad de figuras y formas, una alfombra que abarcaba todo el suelo de la habitación y, como en la habitación de su nieto, una gran cama matrimonial en el centro del habitáculo.
Shay, confuso y en parte enfadado, deshizo sus pasos y se encaminó a través de todo el palacete buscándole pero no lo encontró en ninguna parte. Ni en las cocinas, ni en las salas de juego, como llamaba su abuelo a las habitaciones donde jugaban a las cartas, a los dardos y al tutiplén de pasatiempos que disponía la estancia. Tampoco se encontraba en las pequeñas bibliotecas ni escribiendo en su despacho.
Volvió a la cocina y le preguntó a una de las cocineras que se encontraban allí.
—Lo he visto salir muy temprano. El sol todavía no había salido y llevaba una ballesta y un recipiente. ¿Puedo ayudarlo en algo más, alteza? —dijo la sirvienta, sonriente.
Negó con la cabeza y le dio las gracias en voz baja, casi un susurro.
Shay salió del palacete y ahí lo vio; su abuelo caminaba hacia la entrada, sonriendo de oreja a oreja. Caminaba con la ballesta, un pequeño carcaj amarrado a la espalda y con cinco conejos muertos atados por patas. Estaba totalmente embarrado y tenía parte de la camisa hecha jirones. Pero se le veía feliz, como si le hubieran quitado diez años de encima.
—¡Buenos días, Shay! —exclamó su abuelo, a unos metros de distancia.
—Abuelo, ¿qué te ha pasado? —Shay suspiró y le ojeó con más detenimiento de arriba abajo—. Estás horrible.
Su abuelo soltó una carcajada brutalmente atronadora por su vieja voz ronca.
—Me lo he pasado genial de caza. Pensé en decirte que me acompañaras pero dormías como un tronco y era una pena despertarte. Por cierto, ¿sabes que hablas en sueños? —Soltó otra carcajada burlona.
Shay se cruzó de brazos y frunció el entrecejo. Simulaba enfado pero el simple hecho de ver a su abuelo tan animado, tan radiante… le hizo olvidar lo enfurecido y enojado que estaba desde que se encontró la alcoba de su abuelo vacía. Dio un resoplido y dijo:
—¿Al menos me dejarás ayudarte a prepararlos?
—Será un placer —respondió.
Juntos entraron de nuevo al palacete. Shay se ofreció a llevarle a sus aposentos la ballesta y el carcaj mientras se bañaba. Su abuelo aceptó gustosamente.
Shay recorrió el sinfín de pasillos y escaleras que separaban la cocina de la habitación de su abuelo. Cuando entró a la habitación, se resbaló por culpa del rocío matutino que había pisado cuando salió del palacete. Llevaba la ballesta a la espalda por lo que no sufrió daño alguno, pero el carcaj que llevaba en brazos cayó al suelo. Por fortuna estaba hecho de cuero y no rompería con una caída.
Mientras lo recogía, Shay se fijó que tan solo había encontrado una flecha de acero y estaba impoluta, sin marcas de sangre. La flecha parecía que jamás hubiera sido usada.
Shay lo ignoró y pensó que quizá el resto las hubiera tirado en el bosque o se habrían roto tras usarla.
Depositó todo encima de la cama y se dirigió a la cocina, a esperar a su abuelo.
Primero los despellejaría, por lo tanto Shay buscó en los cajones un cuchillo asequible para hacerlo. Miró uno de los conejos, era un macho adulto, bastante grande. Uno a uno los observó todos; los giraba, los palpaba, los olía.
En el instante que dejó el último se inquietó al reflexionar. Ningún conejo tenía orificios por el que podría haber penetrado una flecha.
—Vaya… —susurró Shay, anonadado.
Él y su abuelo los abrieron en canal tras despellejarlos y Shay, completamente impresionado abrió los ojos por completo al ver pausadamente el interior de los conejos: todo estaba intacto, las vísceras, los riñones, el hígado. Todo excepto el corazón. El corazón del primero estaba comprimido, aplastado. Su tamaño no era mayor al de un dátil y estaba separado a las arterias y venas. Tenía cierta similitud a una nuez. Las nueces son más grandes pero su forma y su imagen deshidratada provocaban la semejanza.
En el segundo igual. Y así con todos.
—¿Cómo has matado los conejos? —recriminó Shay con la voz entrecortada.
Su abuelo mudó el semblante y miró a Shay de soslayo mientras seguía preparándolos. Sonrío enseñando los dientes y sacó la lengua.
—¡Al fin! No sabía cuánto más tendría que esperar para que me lo preguntaras. ¿Por qué has tardado tanto? Ya me aburría de tanto conejo. —Puso los conejos y los cuchillos en una bandeja de la cocina e invitó a Shay a lavarse las manos mientras lo hacía él. Suspiró y encogió los hombros, como si se hubiera quitado un peso de encima.
»Creo que es hora de comenzar, Shay. —Hizo un ademán a las cocineras y les indicó que terminasen de preparar ellas los conejos. Recorrieron el palacete y subieron a la habitación de Shay—. Magia.
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