Bucle
- publicado el 12/08/2015
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Prólogo: El sabor de las lágrimas.
La noche caía sobre mí y enfundaba el cielo con un azul intenso. Un océano de estrellas señalaba mi camino y la luna, que producía la poca luz que me iluminaba, estaba coloreada de un inexplicable rojo sangre. Es imposible describir mis pensamiento en ese momento pero se podría resumir en una palabra, en un sentimiento, en una sensación: miedo, tenía miedo. Quizá sea impensable que alguien tema por su vida cuando se encuentra a más de treinta quilómetros de su mayor peligro, pero uno no sabe qué es tener a unos cetureños furiosos tras sus pasos a través de toda su región solamente para matarle. Más de un millar de hombres armados hasta los dientes en busca del ladrón más avaricioso que jamás haya pisado sus tierras. Buscaba la fortuna y me había encontrado con la muerte tras los talones.
Seguí avanzando sin saber mi rumbo. Iraiden y yo nos cansábamos cada vez más. Nos encontrábamos sedientos y hambrientos pero el miedo que yo le transmitía a la yegua nos impidió pararnos a descansar, pues me jugaría cada moneda de mi bolsillo que esos malnacidos no lo harían.
Varias horas más tarde nos encontramos el primer riachuelo en suficientes quilómetros como para no dudar en parar y descansar unos instantes. Desmonté a Iraiden y nos acercamos poco a poco al agua. Ya era noche cerrada, mi vista no me permitía divisar nada más allá de un par de metros por lo que decidí dar un rodeo y comprobar si era seguro. A medida que avanzábamos fui distinguiendo árboles frutales y recogiendo frutas que compartir luego con Iraiden. Observé animales nocturnos acechando a otros más pequeños y escuché el sonido de diferentes aves que sin duda observaban todo. Olí el aroma de los árboles y sentí el roce del viento que ululaba y movía sus ramas.
Regresamos al riachuelo y bebimos y comimos toda la fruta entre los dos. Al terminar, miré a Iraiden y le enseñé las manos para que entendiera que no quedaba nada. Ella, extrañada, cerró los ojos y dio media vuelta como insinuando «¿dónde te has dejado el postre?». Sonreí mientras le acariciaba el cuello y volví a beber. Me recosté contra un gran árbol tentando descansar unos minutos antes de retomar el viaje pero el peso de mis párpados se hacía notar. Lentamente, sin darme cuenta, me quedé dormido al lado de mi yegua, con el frescor de la noche sobre mi cuerpo.
Me desperté unas horas antes del alba cuando dos hombres con el cabello largo y grasiento me abofeteaban sin compasión. El primer manotazo me hizo abrir mis confundidos ojos y preguntarme qué ocurría. El segundo me ayudó a despejar mi cabeza y a responder a mi pregunta. Pero antes de que me diera el tercero, supe que me quedaba poco tiempo de vida. Los cetureños me habían alcanzado.
Me agarraron entre dos y me levantaron poniéndome los brazos en la espalda. Otro de ellos estaba atando a Iraiden a un árbol medio centenar de pasos delante de nosotros. Gracias a Dios eran tan solo tres.
Los dos que me tenían agarrado eran hombres altos y corpulentos con fuego en sus miradas. Llevaban una espada y una daga a cada costado cada uno. El otro era un tanto más menudo pero sus brazos tenían el grosor del tronco en el que anudaba a mi yegua y llevaba un hacha del tamaño de mis piernas sujeta a la espalda además de la espada y la daga.
Mis captores me rodearon con una soga al derredor de otro árbol pero como había aprendido en otra de mis aventura años atrás, ensanché los hombros para luego tener espacio suficiente como para escabullirme sin problema.
En escasos minutos los tres se reunieron a una docena de pasos de mí y comieron pan de maíz junto a una sopa que desprendía un hedor espantoso. Arrasaron con toda la comida en un visto y no visto.
Al momento, uno de los hombres corpulentos y el más pequeño se acostaron en unas esterillas improvisadas con hojas secas y hojas verdes. Pretendían descansar después una intensa noche buscándome. El otro hombretón sacó una pequeña navaja del interior de una de sus botas y comenzó a tallar en un pequeño taco de madera la silueta de lo que parecía o intentaba ser un oso.
Aquella era mi oportunidad para poder escapar con vida de allí.
Esperé unos minutos para dar tiempo a dormirse a los otros dos. Entonces le grité tres veces al cetureño que hacía guardia antes de conseguir respuesta alguna. «Qué quieres», me berreó con un muy marcado acento. Le pedí un poco de agua y resignado, se acercó al riachuelo con una jarra de madera. La llenó y se aproximó a mí. Cuando nos encontrábamos cara a cara hizo un amago de llevar la jarra a mis labios pero en su lugar se la acercó y escupió en ella. Sonrió dejándome ver sus dientes asquerosamente negros y huecos, descuidados. Me reí con él, no tenía ni la menor idea que esa sería su última sonrisa.
Dientes Podridos puso la jarra sobre la comisura de mi boca y la inclinó levemente. Antes de que llegara a rozar mis labios, solté mis brazos por encima de la cuerda, agarré la vasija y se la estampé en la cabeza al tiempo que cogí la daga de su cinto para rebanarle el pescuezo en dos mitades. Todo pasó a una velocidad vertiginosa. El cetureño solo tuvo tiempo de berrear un grito ahogado que despertó a los otros dos antes de caer rendido, chorreando sangre a través de la yugular hasta morir desangrado. Le esperaba una muerte lenta y dolorosa ahogándose en su propia sangre.
Terminé de soltar la cuerda que me retenía y salí disparado a por Iraiden. Sin tiempo a reaccionar, uno de ellos me embistió con la fuerza de un toro y se tiró encima de mí. Me inmovilizó bajo sus piernas y pude verle con más detenimiento. Pese a parecer un gigante desde mi perspectiva, no tardé en percatarme que era el más pequeño de los dos. Su tez era más clara y blanquecina pero la suciedad de sus ropas, la longitud de su cabello y su vello facial descuidado me decían que era tan cetureño como los demás.
Piel Pálida me atizó un puñetazo que esquivé con celeridad y un segundo que le hizo dañarse los nudillos al golpear el suelo. Maldijo en bajo en su idioma y giró la cabeza para ver dónde se encontraba su compañero, a media docena de pasos. Cuando se volvió a fijar en mí, utilicé mi agilidad y rapidez para zafar mis brazos de su sumisión y apretar mis pulgares en sus ojos con toda mi fuerza y cegarle temporalmente. Eso me aseguraría unos segundos para poder reconocer mis posibilidades.
En cuanto le solté, el cetureño se llevó las manos a sus ojos húmedos y doloridos. Lo aproveché para desaparecer entre sus potentes piernas y quitarle su espada. La alcé preparándome para asestarle el golpe definitivo pero una mano del tamaño de mi cabeza me agarró la camisa y me obligó a girarme. Él era el otro cetureño, todavía más grande. Si antes me veía muerto, ahora imaginaba mi cuerpo en descomposición, siendo banquete de las alimañas del bosque.
Sonará absurdo, pero ese hombre se mató él mismo. No se suicidó, no. Yo acabé con su vida pero él me dio vía libre para hacerlo: mientras yo todavía sostenía el arma, él se alejó medio paso de mí y quedó inmóvil mirándome a los ojos. Era la mirada de un hombre anciano, muy corpulento, pero anciano. Sus ojos castaños me transmitían tranquilidad. Cruzamos miradas y me sentía inseguro con ese hombre, su mirada era similar a… la de un viejo loco en busca de una mente cuerda. A día de hoy sigo sin tener ni la menor idea de qué hizo en realidad, qué pensó y por qué se dejó matar mientras pudo haberme aplastado cual mosquito. Quizá él supiera que yo era inocente, que yo no había robado nada que les perteneciera.
En el momento, poco importó. Hice lo que tenía que hacer: sobrevivir.
Hundí la espada en su pecho, atravesándole la cota de malla, la piel y el corazón. Una muerte instantánea, se lo debía. Mientras caía de rodillas, el cetureño sonrío y cerró los ojos como si llevara esperando la muerte mucho tiempo. Y yo había tenido el honor de dársela.
Mi mente quedó confusa, sumisa de paranoias y delirios. ¿Y si me había hechizado o lanzado alguna clase de maldición?
Fuera lo que fuese, no tuve tiempo a pensarlo más. El último de los tres cetureños que quedaba con vida, Piel Pálida, me golpeó en la parte baja de la espalda con la potencia suficiente para tumbarme.
Mis fuerzas flaqueaban mientras el hombre me propinaba patadas y rodillazos desde la cabeza hasta el estómago. Una, y otra, y otra, y otra. Intentaba reaccionar pero la sucesión de golpes era tan rápida que me impedía esquivar ninguno de ellos. Sangraba por lugares donde ni me imaginaba que se podía sangrar.
En ese momento me encontraba en estado vegetativo: ni pensaba, ni sentía… mi cerebro estaba, en parte, apagado. La otra parte permitía a mis ojos seguir viendo como esa mala bestia me destrozaba por fuera y por dentro, me permitía seguir oyendo los alaridos y berreos que soltaba con cada ataque el cetureño.
De pronto atizó contra mi mandíbula semejante patada que con el impulso, literalmente, me sentó. Permanecí en esa posición unos segundos pero acabé apoyándome sobre las rodillas inconscientemente. Piel Pálida echó las manos a la espalda y agarró con firmeza la monumental hacha.
Allí estaba, arrodillado sobre la húmeda tierra, con los rayos del sol azotándome. Empapado por sangre, sudor, y por qué no decirlo, lágrimas. Mi ropa estaba más sucia de lo normal y cada vez me encontraba más harapiento. Pero qué más daba, la muerte nos llega a todos. Ricos y pobres, pulcros y sucios… y esta vez era mi turno. Por intentar engrandecer mi riqueza, moriría como un pobre.
Lo más humillante de todo esto fue que se me habían adelantado. Yo no había robado la corona del primer rey de Cétur, Tuliun I el Misericordioso. Iba a morir por un delito que no había cometido, pero es lo que pasa cuando te descubren con media docena de ganzúas y otras tantas rotas intentando entrar en la antesala con más lujos y, sobretodo, más vigilada de toda la enorme región: la Cámara Central del Museo Histórico de Cétur.
Piel Pálida sostenía el hacha por encima de su cabeza preparándose para separar mi cabeza de mi cuerpo. Cerré los ojos y contuve el aliento, esperando mi muerte como había hecho pocos minutos antes el otro cetureño.
Escuché el sonido seco de los cascos de un caballo y un chillido profundo pero intenso a escasos pasos de mí. Comprimí todos los músculos de la cara y apreté los dientes con todas mis fuerzas. Ahora sí que había llegado mi momento, vacié la mente y me dejé llevar de la mano del destino.
Pero no pasó nada.
Todavía con los ojos cerrados sentí en mi cara una húmeda y extraña sensación. Los abrí y reconocí la enorme lengua de Iraiden lamiendo mis heridas. Entre sus dientes tenía restos de la cuerda con la que lo habían atado.
Mi yegua me había salvado la vida…
Giré la cabeza apenas unos centímetros y vi como Piel Pálida yacía inconsciente en el suelo con una gran mancha de sangre en la nuca. Con cuidado me acerqué, sin levantarme, y le comprobé el pulso. Su corazón todavía funcionaba.
Debía matarlo. Al fin y al cabo, a veces, sobrevivir conlleva enviar a otras personas al otro mundo. Y eso hice.
Levanté el hacha del suelo con dificultad, pues pesaba unos cuantos quilos y mis brazos no estaban lo suficiente desarrollados como para mantenerla con naturalidad.
Cerré los ojos de nuevo y sin querer verlo, le corté el cuello a Piel Pálida.
Jamás me orgulleceré de haberlo matado a sangre fría pero por cada cetureño muerto, mis probabilidades de escapar con vida de Cétur aumentaban.
Resoplé y abrí los ojos sin mirarlo. Fui hacia Iraiden y le acaricié el pescuezo. Me subí a su lomo y comenzamos a caminar. De mis ojos nacían pequeños surcos de lágrimas. Regueros con sinuosos meandros que me llegaban a la boca y me la llenaban de un suave sabor salado.
La habitación era grande pero no de las más lujosas del palacete. Una ventana bastante grande permitía observar que esa noche había luna llena. Las paredes, tapizadas con telas caras, estaban ocupadas por unos largos y estrechos baúles y dos armarios empotrados de madera, uno a continuación de otro. Por supuesto, todo sobre una alfombra tan bonita y llena de meticulosos detalles hechos a mano que daba pena verla ahí, siendo pisada por muebles y personas. Y en el centro de la habitación, una enorme cama fabricada sin escatimar en gastos: el cabecero estaba hecho de bronce y contorneaba figuras extremadamente pulcras, sin arañazos ni rozaduras y mucho menos, golpes. El colchón estaba relleno de plumas de los mejores gansos y patos del norte, que se caracterizan por ser más mullidas y suaves que las demás.
En la cama había dos personas. Un hombre mayor, canoso, que estaba sentado en el borde y hablaba sin pausa.
Sus ojos denotaban orgullo y se iluminaban más a medida que hablaba. Gesticulaba con todo su cuerpo y por veces, respiraba entrecortadamente, señal inequívoca de su cansancio. Al contrario que el muchacho que estaba a su lado recostado en cama, que le escuchaba y observaba al atentamente.
El joven no tendría más de catorce años. Sonreía, abría los ojos sorprendido y hacía muecas a las palabras del anciano.
—Abuelo, te he pillado hace un buen rato pero no te he cortado porque me fascinan tus historias —replicó el joven al anciano, que frunció el ceño confuso—. Todos sabemos que Cétur fue abandonada cientos de años antes de que tú nacieras. Allí sólo vivían frailes, monjas y demás cuerpo eclesiástico. Nadie se atrevería a empuñar un arma por si su Dios les castiga por infieles. Además, en Cétur jamás hubo rey. ¡Tú mismo me lo has dicho en otra de tus batallitas!
El anciano sonrió maravillado. No se imaginaba que no podría tomarle el pelo ni a su propio nieto. O quizá no era más que una prueba que el joven había superado con éxito.
—Te olvidas de algo. Yo no habría sido capaz de enfrentarme a uno solo de esos falsos cetureños y salir con vida de allí —respondió al joven, soltando una carcajada. El muchacho río entre dientes y negó con la cabeza.
—Sabes tan bien como yo que hubieras sido capaz de matarlos sin necesidad de tocarlos, abuelo. Sé de todo lo que hubieses podido hacer con una sola mirada de ojos. Y sé de todo lo que todavía puedes hacer. ¿En serio creías que no me enteraría de quién eres y de todo lo que has hecho? Abuelo, por favor, ya no soy un crío que se asusta con el hombre de la guadaña. Conozco el motivo por el cual los gigantes de Orean temen venir al norte y pisar nuestras tierras. Podría narrarte de memoria más de uno de tus encuentros con los espíritus del Bosque Helado o el porqué de la extinción de las vinidas. Pero me hubiese gustado que fueras tú quien me contara tus hazañas y no me haya enterado por canciones con métricas absurdas o cuentos que aparecen en mis libros.
»Eres tú, abuelo. Eres Zheom el Príncipe Desterrado. Eres el Rey Supremo.
—Hacía años, lustros, décadas que nadie pronunciaba ese nombre en mi presencia. Todavía más tiempo que nadie me acusaba de ello. E incluso más que nadie me reconocía —continuó en voz baja el anciano—. Ni tu propio padre conoce mi verdadera historia y jamás se ha atrevido a preguntármela. Solo sabemos de ella quien construyó este mundo y yo. Pero vaya, parece que sabes más de mí de que habría creído. Dime, ¿qué más te han contado?
—¡Eso dímelo tú! ¿Qué más me deberías haber contado? —Refunfuñó enfadado el muchacho—. Por favor… quiero saber quién eras y quién eres realmente. Por favor…
El muchacho ya estaba en pie frente al anciano, que cabizbajo sopesaba si tenía alguna otra opción. Él estaba acostumbrado a regañar a su nieto si era conveniente, a castigarle si era necesario. Pero el hombre, tras años de cansancio mental y con la vejez marcada sobre su tez en forma de arrugas y demás marcas, no recordaba la última vez que él fue el destinatario de unas reprimendas como lo estaba siendo ahora, a manos de su nieto.
Por mucho don de la palabra que poseyera y por mucha elocuencia que podría hacer salir de su boca en oraciones, su nieto estaba consiguiendo lo impensable.
Zheom, el Príncipe Desterrado. El rey de cuanto haya en el mundo. El hombre más poderoso sobre la faz de la Tierra. Su abuelo. Le contaría como se transformó en lo que hoy día es. Quizá el secreto mejor guardado de todos los milenios.
—Te propongo algo —alcanzó a decir Zheom, el anciano—. Sabrás todo lo que deseas saber. Conocerás mi vida de pies a cabeza. Desde mis momentos más cómicos a los dramáticos. De los emocionantes a los aburridos. Empezando por mi primera aventura y terminando en el momento que mi participación en la obra llegó a su fin. Pero a cambio necesito oírte decir que todo lo que pase en esta habitación, se quedará en ella para siempre.
—Te… —El joven iba a responderle pero el anciano le cortó.
—Algo más. No me juzgues por lo que pude llegar a hacer —dijo, sereno.
—Te lo prometo, abuelo.
—Comenzaré por decirte que no todo lo que cuentan de mí es cierto. Yo no tengo la fuerza suficiente para combatir contra un gigante y no maté a la bruja Fisad con tan solo un soplido. No ahuyenté a los leones de Sadah mostrándoles mis dientes y mucho menos le arranqué la cabeza a Miduse con una sonrisa.
»Pero todo a su tiempo. Ahora hay que dormir o sino tu padre sí que me arrancará la cabeza a mí. Mañana despiértame, pero no muy temprano, que los reyes también necesitamos descansar. Algún día lo comprobarás en tu propia piel.
»Buenas noches, Shay.
—Buenas noches, abuelo.
El anciano salió de la habitación y cerró la puerta. Recorrió los laberínticos pasillos del palacete. Subió las escaleras hacia el piso superior y entró en su alcoba. Su mirada seguía tan cansada como antes pero más distraída, como distante. Miraba en todas direcciones pero sin ver nada.
Se sirvió una gran copa de vino de Grana y lo bebió fugazmente. Se acostó con los ojos cerrados y comenzó a pensar, a recordar momentos de antaño en los que se labró su propio nombre. Cuando se comenzó a hablar de la leyenda del Príncipe Desterrado… y se durmió con el sabor salado de las lágrimas en su boca.
- Capítulo 1: Conejos. - 27/07/2014
- Prólogo: El sabor de las lágrimas. - 20/07/2014
Me encanta!