Negro.

Apenas son las cuatro de la mañana y a pesar de ser viernes noche, en la calle no había nadie. De vez en cuando, un coche pasaba por la carretera, con el conductor adormecido y con ganas de llegar a casa. En la acera, la única compañía que tiene la joven eran gatos callejeros que se cruzaban como dueños de la ciudad, caminando con la cabeza bien alta, al contrario que ella, cabizbaja, perdida en su mundo, dejando que la lluvia mojara su oscura y larga melena, se llevara con ella todos los malos recuerdos de la muchacha y sus pensamientos más tenebrosos, contrarios a la dulce apariencia de la chica.
Su pulso se acelera. Patea una lata vacía. Está a punto de llorar. «No llores. No llores, imbécil», se repetía a sí misma una y otra vez. Pero su cerebro quiere llevarle la contraria. Unas lágrimas cargadas de rabia empapan los azulados ojos de la joven. Está enfadada. Consigo misma. Con el mundo entero. Últimamente nada le salía bien, ni lo que supuestamente era «lo suyo»: Dibujar. Sus dibujos eran un auténtico caos, desgarros de lo que tendrían que haber sido retratos, sus pensamientos, los cuales siempre eran paisajes o rostros que ella soñaba y ahora, eran sombras oscuras sobre el papel. Como ella.
Como su alma.

Ann Madness
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