El nahual.

Samanta vive con sus tíos hace aproximadamente diez meses. Sus padres murieron en un accidente automovilístico, ahora a sus tempranos once años tiene que lidiar con el trabajo que le impone su tío político Alexander, la vida para Samanta no ha sido sencilla, sus nuevos tutores son católicos ortodoxos, lo que conlleva una disciplina estricta que le impide el disfrute que todo niño anhela.

Samanta (o “Sam” como le dicen desde bebé) empieza su jornada laboral levantándose a las cuatro y media de la mañana, se encarga de ordeñar a las vacas, después de extraerles la leche, tiene que volver para ayudar con las actividades domésticas. La tía Dolores le está enseñando a cocinar.

La finca “El Refugio” es autosustentable, lo que se produce, se consume, y otra parte más se vende a los comerciantes que visitan la finca que tiene fama por sus productos de calidad, pero no solo los mercantes llegan a las puertas de la finca, también el padre Benedo, amigo cercano de la familia y que Domingo a Domingo los visita para llevarles la palabra de Dios ¿Cómo no visitarlos con tan jugosos diezmos?

Cierta mañana, Dolores notó faltantes en la alacena, productos del consumo diario, no quería dar aviso a su esposo, pues su carácter era bien conocido por ser explosivo, así que la tía sospechó de la persona más inmadura de la finca.

-Samanta ¿Sabes que ha pasado con las semillas y frutos de la alacena?- dijo. Sam negó lentamente con la cabeza, causándole cierta extrañeza la pregunta; Dolores la miraba con desconfianza, pesé a que era la hija de su hermana muerta, nunca gustó de ella, no le agradaban los niños.

Bolsas de granos, miel, membrillo, pan casero, iban desapareciendo semana a semana de la alacena, en las mañanas Dolores advertía del hurto, asumía que en las noches se cometía el robo. Esto ya no podía pasar desapercibido a los ojos de Alexander, quien exigió a su mujer una respuesta.

-¡¿Cómo explicas eso?! Es imposible que desaparezcan así de la nada, ¿Acaso son los peones los que roban?- dijo Alexander.

-No, no lo creo… ellos no son mal agradecidos, después de todo lo que has hecho por ellos, sin embargo… no sé, sospecho de Samanta.

-¿Samanta?

– Si, ya ves que está en la edad de la desobediencia, hace de mala gana lo que le encomiendas, recuerda la vez que la pillaste bebiendo leche que recién ordeñó.

Los escuetos argumentos de su esposa fueron suficientes para imponer un castigo a Samanta, una  semana sin cena, más horas de trabajo, encerrarle bajo llave en su cuarto por las noches para que no bajara a la cocina.

Que desdichada fortuna la de Samanta, esa semana en que estuvo castigada, no hubo robos en la despensa familiar, esto solo corroboraba las sospechas de su tía. Ese domingo el padre Benedo visitó a la familia, Samanta salió al paso del cura para saludarle, éste pudo ver preocupación en el rostro de la niña.

-Sam ¿Está todo bien?

-No padre, han robado productos de la despensa, pero eso no es lo que me preocupa, mis tíos creen que he sido yo…

-Y entonces ¿Quién fue?

– No lo sé, no sé qué hacer padre…

– Bueno, ¿Porque no investigas tú? Quédate una noche haciendo guardia, y descubre por ti misma al intruso.

El cura le daba una respuesta inocente, sin creer que la niña se lo tomaba en serio.

Esa misma noche Samanta se quedó en el descanso de las escaleras, escondida justo en la escuadra que se forma en el ascenso al primer piso y la pared. La primera noche no pasó nada, la segunda tampoco, siendo a la tercera noche despertada por el crujir de una rama en el patio de la finca, el sonido la sustrajo de sus sueños, frotó sus ojos y observó a través de la ventana a un perro negro que merodeaba en el jardín. Miró desde su posición el reloj de la cocina (2:48) se estiró para exhalar un bostezo prolongado, cuando vio que la manilla de la puerta de la cocina se empezaba a mover, alguien intentaba abrirla desde el exterior, los parpados de Samanta se abrieron tanto que sus ojos parecían dos globos hinchados a punto de estallar, la puerta se abrió, dejando entrar al can negro azabache, las manos de Samanta apretaron los barrotes del barandal, el animal traía una bolsa en el hocico que soltó una vez dentro, se dirigió hacia la alacena, se paró en sus patas traseras y la abrió, halando con el hocico los productos que tenía a su alcance, metiéndolos a la bolsa con torpeza.

Samanta estaba helada, no daba crédito a lo visto, veía como el perro abandonaba la cocina parado en dos patas, con bolsa en hocico, limpio de todo crimen.

Al Domingo siguiente (como todos) el padre Benedo llegó a la finca, saludando cordialmente a los trabajadores y dueños de la casa, aunque éste advirtió la ausencia de Samanta.

-Alexander ¿En dónde está la niña?

-Está en su cuarto, castigada padre, tiene el gusto por lo ajeno.

– ¿Qué robó?

-La despensa padre, ha tenido ya varios días en que ha hurtado productos de ahí. No sabemos qué hace con ellos.

-Ya veo. ¿Podría verla? Tal vez consiga saber en dónde los tiene.

Alexander le permitió visitar a su sobrina, prometiendo el cura ser breve para no interferir en su castigo.

-¿Sam? ¿Cómo estás? ¿Qué ha pasado?

-Padre, he visto al ladrón, ¡lo he visto!

-Calma, dime ¿Qué es lo que viste?

-Era un perro, ¡Un perro negro y enorme! Entró y se llevó las cosas, créame por favor.

El desesperado llanto de Samanta dejó al cura perplejo y conmovido, abrazó a la niña, diciéndole que hablaría con sus tíos para lograr arreglar las cosas.

Después de persuadir a los señores de la casa, el cura logró que cinco peones de la finca hicieran guardia con la niña, estos estarían escondidos en el establo, el cura se mantendría con la niña  en los peldaños de las escaleras.

Eran las dos de la madrugada y un ruido irrumpió en el silencio, Samanta despertó, y observó al padre mirando fijamente hacia la cocina. Este hablaba en voz baja.

-No he dormido, pero bien ha valido la pena, sube lentamente las escaleras y despierta a tus tíos, el perro negro está aquí.

Sam subió los escalones pisándolos con cuidado para no hacer ruido, al llegar al cuarto de sus tíos, escuchó gritos en el patio, era el padre que gritaba a los peones salir a atacar al animal. Cuando Samanta y sus tíos llegaron afuera, encontraron a los trabajadores dando muerte con palas y machetes a un can obscuro, éste exhalaba su último aliento. –Es un Nahual- decía uno de los peones -Uno de esos brujos que se convierten en animales-. Descubrieron que en realidad era una perra, la metieron en una bolsa negra para la basura, y la enterraron cerca de un pozo. Nadie quería hablar más del tema, nadie se atrevía a preguntar de nuevo acerca de los Nahuales.

Habían pasado ya tres semanas del suceso, Samanta sacaba agua del pozo, cuando escuchó sollozos infantiles, se percató de que tres niños lloraban en la loma que se había formado cuando enterraron a la perra negra. Sam corrió hacia donde sus tíos, diciéndoles lo que había visto. Alexander llegó con dos de sus trabajadores al lugar.

-¿Qué hacen aquí niños? Es propiedad privada, no pueden estar aquí.

-Nuestra madre está aquí.

-¿En dónde? ¿De qué hablan críos?

-Aquí enterrada, bajo la tierra.

Alexander miró incrédulo a sus peones, les ordenó desenterrar a la perra que hace tres semanas mataron. Cavaron hasta dar con la bolsa negra, el patrón dio la orden de abrirla; los trabajadores titubearon un momento, mientras con una mano cubrían sus bocas con pañuelos, con la otra rasgaron el plástico de la bolsa, de esta rasgadura se asomaron los restos de una mujer en estado de descomposición, gusanos devoraban su piel marchita, tenía los ojos hundidos y secos. Su boca estaba abierta, aparentando dar un último grito de horror, el rostro de la muerte.

 

Pedro
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