La cruz bajo el ajimez

Transcurría el siglo XV en la ciudad de Córdoba. Todo comenzó en una noche muy fría, cuando un caminante fue asesinado a puñaladas por tres ladrones. Testigo de ello fue un hombre descendiente de judíos, con pinta de estar próximo a la vejez.
Aquella humilde persona tuvo la mala suerte de haber sido visto por los tres malhechores que cometieron el crimen. No le hicieron el más mínimo daño, pero le dejaron bien claro que debía entregarles cada mes la mitad de las ganancias que obtuviese en su negocio. También le advirtieron de que no contase a nadie lo que presenció, pues de lo contrario, acabarían con su vida o con la de alguien de su familia.
Aquella noche, el pobre hombre volvió a su casa sano y salvo, aunque el miedo recorría todo su cuerpo. Todo lo que tenía era su pequeño taller de herrería y su hija, una hermosa joven judía llamada Azahara.
Pasó el tiempo y el judío no faltó a su palabra, aunque se sentía avergonzado e impotente a la hora de entregar la mitad de sus ganancias a tres criminales que encontró por casualidad. Nunca tuvo una discusión con ellos, hasta que cierto día uno de los truhanes reclamó por lo recibido.
— ¿Esto es todo lo que me tienes que dar? ¡Nunca entregaste tan poco dinero!
—Por favor —suplicó el herrero—, comprende que tengo unos gastos que cubrir… No siempre gano lo suficiente.
—Con que no das tu brazo a torcer, ¿eh? Mis amigos y yo te esperamos a medianoche delante de la Mezquita. Más vale que acudas sin olvidarte del resto del dinero. Si no, ya sabes qué pasará.
Dicho esto, se fue sin más. El desafortunado judío suspiró con total resignación. Su mirada delataba tristeza. Esta vez sí se encontraba en un apuro.
A unos metros del barrio donde se asentaban los judíos, Azahara, la hija del herrero, recogía agua de una fuente. Cuando la joven se disponía a alzar su cántaro para marcharse, una voz masculina la interrumpió.
— ¿Quiere que la ayude, señorita?
Ella, al levantar su mirada, vio que quien le hablaba era su enamorado.
—Sabía que eras tú —dijo con una sonrisa—. No me vendría mal, pero mi padre nos vería juntos.
— ¿Qué hay de malo en eso? Podrías presentarme a tu familia.
—Lo sé, pero no sé si él aceptaría que me haya enamorado de un cristiano.
—Bueno, en realidad quería decirte algo.
Azahara se mostró un poco preocupada.
— ¿Qué ocurre?
—Me han retado a un duelo para esta noche. No quería preocuparte, pero me sentía culpable con mi silencio.
—No es posible. Mucha gente participa en duelos, pero… ¿tú también?
—Tranquila. Seguro que todo irá bien.
La muchacha empezó a temblar ligeramente. Dejó el cántaro en el suelo y le abrazó, temiendo no volver a abrazarle más.
—Por favor, Fernando, deja que vaya contigo esta noche. ¡Déjame estar junto a ti aunque mueras! Daría lo que fuera por estar a tu lado una vez más.
Él entendía muy bien las palabras que oyó, que eran muy dulces a su parecer. Sin embargo, quería que Azahara fuera más razonable.
—Quizá no muera —intentó explicarle—, pero, si ocurriese lo contrario, te dolería más verme morir que saber de mi fallecimiento. Si no volvemos a encontrarnos, ya sabrás la causa.
La joven judía no volvió a mediar palabra. Permaneció abrazada a Fernando. No quería despegarse de él; menos aún quería que llegara la noche. Ante lo que estaba por llegar, prefería retardar lo más posible la despedida de su amado.

(Continuará)

Ursula M. A.
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