Miradas

Llovía a cántaros esa mañana gris del inicio del otoño. Lo recuerdo perfectamente. Parecía que no había llovido nunca, como si fuera la primera vez. A mí me pilló en la calle. Acababa de salir de trabajar. El turno de noche había sido agotador. En parte la lluvia y su manera tan desordenada de caer, como quien tira unos dados que caen libremente sin rumbo, había tenido la culpa y no me encontraba precisamente en mi mejor momento. Normalmente yo hacía el turno de noche en Urgencias. Encadenaba pequeños contratos, algunos hasta de pocos meses, y me los iban renovando uno tras otro. Cuando salía del turno me iba rápidamente a casa, me daba una larga y reconfortante ducha y me tumbaba en el sofá del pequeño apartamento donde sobrevivía. E intentaba dormir.

Pero aquella mañana era distinta. Parecía que el día se había sincronizado con mi estado de ánimo. No me apetecía ir a casa. Al fin y al cabo nadie me iba a recibir con un café humeante, recién hecho, aromático. Y ese día, válgame Dios que lo necesitaba. Y para colmo me habían despedido. Aunque no exactamente, ni de manera fulminante, pero el resultado a corto plazo era el mismo que un despido. La Jefa de Urgencias había dedicado parte de su turno de noche a comunicarme que mi contrato, que expiraba en 15 días, no iba a ser renovado. Así que esa era la situación: una mañana apocalíptica, tras un turno agotador física y psicológicamente, y la única posibilidad de que alguien me sirviera un café caliente y recién hecho no se encontraba en el pequeño ático en el que malvivía. Por tanto, opté por no ir a casa y sí por entrar en la cafetería de la esquina del hospital donde trabajaba. El cuerpo me pedía café. El alma, más desgarrada, quería algo más. Algo que me anestesiara, que me hiciera indolente y, por qué no, que me ayudara a conciliar el sueño si lograba llegar a casa.

Al empujar la puerta de cristales del local una bocanada de aire húmedo, denso, cargado de aromas dispares me invadió. Incomprensiblemente, por la hora que era, había mucha gente. Justo lo que yo no deseaba: gente. Suficiente había tenido con la guardia de noche en Urgencias. Supongo que la lluvia tendría mucho que ver con que la cafetería, a esas horas, estuviera tan llena de gente. Un improvisado refugio para los demás, una pesadez para mí.

Estuve a punto de volverme a la calle y buscar otro sitio. Hasta me giré y empuñé el pomo de la puerta para marcharme. Pero odio los días lluviosos y la idea de calarme hasta los huesos me hizo frenar. Y, qué demonios, necesitaba una copa. Así que me obligué a adentrarme en el local y buscar un lugar lo más aislado posible. Lo más alejado del contacto con otro ser humano que no fuese el camarero.
El local no era demasiado grande. Contaba con una larga barra salpicada de incómodos taburetes y con diez o doce mesas repartidas por el salón. Las mesas estaban llenas y en la barra no quedaban taburetes libres. Pero vislumbré un rincón, al fondo, donde quedaba un pequeño espacio entre el trozo de encimera reservada al camarero que servía las mesas y un pequeño recodo que había en la parte más alejada de la barra. Supongo que también influía en que ese hueco estuviese libre el que se situaba justo a poco más de un metro de la puerta de los baños. Desde luego no era el mejor lugar de la cafetería y parecía lógico que estuviese vacío. Yo, en cambio, lo consideré un oasis perfecto en aquel desierto, no de arena sino de personas, que era la cafetería.

Pedí mi café, advirtiendo al camarero que me sentiría mejor si lo aderezaba con un chorrito de coñac.Y generoso, por favor. El chaval, con media sonrisa, fue complaciente con mi petición y me dediqué a evadirme del ruido de la cafetería, los olores mezclados, el ambiente cargado y a notar cómo el fluido generosamente condimentado caía por mi garganta y comenzaba casi al instante a surtir su efecto euforizante. Por primera vez en las últimas 12 horas empezaba a sentirme bien. Aunque para ello había necesitado un segundo café, también con su complemento etílico correspondiente.

Lo cierto es que estaba consiguiendo mi objetivo. De repente parecía como si el local estuviese más iluminado y mis preocupaciones se hubieran volatilizado. Comencé a sentir cierta curiosidad por la gente que compartía ese lugar conmigo. La barra estaba ocupada casi exclusivamente por obreros que, a buen seguro debido a la lluvia, no podían llevar a cabo su jornada. En cuanto a las mesas, estaban ocupadas en su mayoría por trabajadores de los alrededores. Gente de oficinas de los edificios cercanos y algún celador del hospital.

Y entonces la vi. Me topé de bruces con esos ojos grandes y azulados, llenos de luz y de vitalidad. Me miraba. A mí. No podía ser posible. Seguramente sería un cruce de miradas fortuito, ocurrido por pura coincidencia. Aparté la mirada, indiferente, y me concentré de nuevo en el segundo café que tomaba en poco más de 10 minutos. Pero sentía sus bonitos ojos, luminosos y vivaces, clavados en mi dirección. Levanté la barbilla y, disimuladamente, volví a hacer un barrido visual del local con la intención de comprobar si era cierta mi sensación. Y allí estaba. Sí, me miraba. Al menos miraba en la dirección en la que yo me encontraba. Y detrás de mí tan sólo se encontraba la pared. Tendría que ser eso, que me miraba a mí. Volvimos a cruzar las miradas, pero esta vez bajó la cabeza a una especie de cuaderno o libreta pequeña en la que comenzó a garabatear algo.

Era guapa. Muy guapa. La claridad de sus grandes ojos contrastaba con el color oscuro, casi azabache, de su pelo liso y cortado a media melena. Quizá eso la hacía tan interesante, el contraste que había entre la luminosidad que desprendía su mirada y la oscuridad de su pelo. Y aunque ya no era joven conservaba un aire de juventud y frescura que la hacía aún más atractiva. De repente me sorprendí, no sin cierto rubor, imaginándomela en mi casa, en mi pequeño ático en el que hacía demasiado tiempo que no entraba una mujer. Sentí vergüenza, repulsión, de mí mismo. Me estaba comportando como un adolescente. O peor, como un cuarentón desesperado.

De pronto se levantó y comenzó a caminar hacia mí. No sé si me puse rojo o era el efecto de los dos cafés aliñados que me había tomado, pero mi corazón palpitaba demasiado rápido y una oleada de calor subía desde mi estómago. Ella venía sorteando las mesas en mi dirección y estaba cada vez más cerca. Y yo la miraba fijamente. Al llegar a mi altura pude percibir claramente un aroma a flores frescas, a jazmín diría yo. Y fue en ese momento cuando me sonrió.

Sí, lo hizo. No sé si obligada por mi penetrante y atenta mirada, pero me sonrió. Sin pararse pasó de largo y entró en el baño que se situaba a mi espalda, a poco más de un metro de donde yo me encontraba. El tiempo que estuvo dentro del aseo se me hizo eterno. Me había sonreído. ¿Sería una señal?¿Habría entrado en el baño por necesidad o es que quería hacerse notar, ponerme a prueba? Fuese lo que fuese, había conseguido captar mi atención y ponerme nervioso. Por fin salió del baño y se detuvo en la barra, a escasos centímetros de donde yo me encontraba, sin volver a tener en cuenta mi presencia. Pagó su consumición y se dispuso a marcharse. Yo no sabía qué hacer. ¿Hablarle, invitarla? Podría quedar como un madurito desesperado. La verdad es que mi aspecto aquella mañana no era el más atractivo. Me quedé clavado al taburete, sin capacidad de reacción, viéndola dirigirse hacia la puerta de salida.

No era capaz de apartar la mirada de ella, de sus caderas, mientras se marchaba. A la vez que salía del local la chica iba guardando en un pequeño bolso la libreta, o cuaderno, o agenda en la que, cuando cruzamos las miradas, ella anotaba o garabateaba. Y entonces noté cómo algo caía al suelo sin que ella se diese cuenta, a la vez que terminaba de salir de la cafetería. Salté del taburete como un felino y me apresuré a recoger el objeto, pequeño y alargado, que había visto caer de su bolso. Cuando lo recogí no era más que un simple bolígrafo. Una pluma, más bien. Tenía aspecto de pluma, pero realmente era un bolígrafo. Salí rápidamente a la calle con la esperanza de poder devolvérselo y tener, por fin, una excusa para entablar una conversación. Pero ya no estaba. Parecía que se la había tragado la tierra. Probablemente hubiera cogido un taxi, o alguien la esperaba en un vehículo, o se había metido en alguna de las muchas oficinas que atestaban la mayoría de los edificios que había en aquella calle. Seguía lloviendo y no era cuestión de entretenerse mucho bajo la lluvia. Y yo había perdido un tiempo precioso examinando el objeto al recogerlo del suelo. Se me había escapado.

Volví al interior de la cafetería, a mi lugar en la barra, y observé con detenimiento el bolígrafo. Ahora, al examinarlo entre mis dedos con más calma me di cuenta de que era un objeto muy bonito. De cuerpo negro, o azul marino, y de capuchón redondeado y nacarado. Lo estaba girando en la palma de mi mano cuando descubrí una pequeña inscripción que llevaba grabada: “Para Rosa, que cumplas tu gran sueño”.

Su gran sueño. Sentí una mezcla de curiosidad y pesadumbre. Curiosidad por conocer la historia que había detrás de aquel bolígrafo y de aquella inscripción. Pesadumbre porque, con seguridad, la pérdida de ese objeto le supondría a la chica una tremenda desazón. Ojalá me hubiera atrevido a hablar con ella cuando tuve la oportunidad. Había estado tan cerca. Había aspirado su aroma. ¡Me había sonreído! Y ahora yo tenía un objeto suyo que seguro que apreciaba sobremanera y no podía devolvérselo. Ni podía hablar con ella, ni tendría la oportunidad de que ella me lo pudiese agradecer. Me sentí frustrado.

Desde ese día no he podido quitármela de la mente. Sus ojos, su sonrisa, sus caderas alejándose hacia la puerta del local. Pero también su historia desconocida. Su gran sueño. Han pasado casi tres meses de aquello y todos los días he vuelto a la cafetería a la misma hora, me he sentado en el mismo lugar de la barra y he esperado, la vista fija en la puerta, con la esperanza de que apareciera de nuevo. Prácticamente he vivido los últimos meses en este lugar donde la vi por primera y única vez. Y por supuesto sigo llevando encima su bolígrafo con la esperanza de encontrarla algún día para devolvérselo y decirle que ella y su sueño desconocido me sirvieron de inspiración para contar esta historia. Sigo esperándola en esta esquina de la barra con la esperanza de poder volver a verla y leerle esta historia que he escrito sobre ella y sobre aquella lluviosa mañana de otoño en la que la encontré en la cafetería de la esquina del hospital. Y poder decirle que espero que haya cumplido su sueño. Sea cual sea ese gran sueño.
——–
Ha pasado el tiempo, vuelve a ser otoño y vuelve a llover como cada año. Y ella, que no se fue del todo nunca, ha vuelto a mi pensamiento por un motivo muy especial y que significará un punto de inflexión en mi vida…

Es curioso lo caprichoso que puede llegar a ser el destino. Hoy se cumplen exactamente dos años de esa mañana lluviosa de octubre. Después de aquello volví cada día al rincón de la barra donde ocurrió todo. Había sido despedido y tenía todo el tiempo del mundo. El recuerdo de la chica se volvió casi una obsesión, por eso conservaba el bolígrafo en el bolsillo. Así que como no tenía nada que hacer y me pasaba horas en aquella cafetería comencé a ocupar mi tiempo escribiendo. Al principio escribí la historia de mi “encuentro” con Rosa, pero luego vinieron muchas más. Ya no podía parar. Ni que decir tiene que Rosa, la guapa mujer desaparecida, siempre estuvo muy presente en las historias que escribía.

Y hoy, veinticuatro meses después, he querido hacer coincidir la efeméride con la publicación de mi primer libro. Una recopilación de historias cortas escritas en su totalidad en la esquina de aquella barra, a poco más de un metro de los baños, entre café y café y con el recuerdo de la misteriosa chica guapa que encontré aquella mañana. Lo he titulado “Cuentos para Rosa”.

Sí, me he convertido en escritor. Y se lo debo a la escurridiza y hermosa mujer de los ojos claros y el pelo color azabache. Y la dedicatoria de mi primer libro, como no podía ser de otra manera, es para ella en forma de soneto como recuerdo de aquel instante mágico que cambió mi vida para siempre:

Te miro y te imagino en mi sueño
me miras y piensas en mi piel blanca,
amasijo de cuerpos sin dueño
sudando, gimiendo, en lucha franca.

Nos miramos un instante pequeño
bastante para activar la palanca.
Surge el deseo, que al miedo desbanca,
y en mi mente tu cuerpo diseño.

De súbito, con la piel erizada,
yo me he sorprendido desnudándote;
tú, ya imaginas mi cama asaltada.

Piel con piel, calor, fluido derramándote.
Terminas tu café, vas de escapada.
Hoy vuelvo a buscarte. Esperándote.

Luisfer
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