CITA   CON    LA   MUERTE

 

CITA   CON    LA   MUERTE

Ahmed Oubali

 

Se estremeció al pensar en el suicidio. ¡Qué tétrica palabra y qué esperpéntica idea! El acto en sí era demasiado macabro en la realidad. Mas su muerte era diferente de la que describen en las novelas: no llevaba guadaña, atuendo, sombrero negro, ni asa escuálida ni tenía ojos desorbitados. La suya era liberadora, heroica y espumosa, al personificarse en las famosas cascadas de Uzúd, precipicio de más de cien metros de altitud, horrible abismo sin fondo, una verdadera tumba  para ella, donde nadie podrá encontrar jamás a ese cuerpo suyo, martirizado y violentamente violado.

 

Mientras planificaba el itinerario de su último viaje, resucitó en su mente fragmentos desordenados de las “Rimas”, que hizo suyos: Olas gigantescas que os rompéis bramando; ráfagas de huracán que lo arrebatáis todo; nubes de tempestad que rompe el rayo; envuelta en las sábanas de espuma y arrastrada en el torbellino: llevadme con vosotras; llevadme, por piedad, adonde el vértigo me arranque la memoria; tengo miedo de quedarme a solas con mi dolor.

 

La imagen del simpático profesor de literatura le excitó la pupila y casi logró desviarla de su secreto. ¡Qué bien estuvo explicando las razones que, según él,  indujeron a Cervantes, alias Avellaneda,  a escribir el Segundo Quijote!

Cerró los ojos e intentó memorizar la carta de despedida que le tenía escrita. La recibirá dos días después del fatídico acto.

 

“Querido profesor y amigo:

He decidido dar término a mi vida. Sé que es un sacrilegio para un musulmán y pido a Dios misericordia y clemencia. Me dirijo a ti porque no tengo a nadie más en esta vida. Mis padres me obligan a casarme con un emigrante inculto y mayor de edad, con quien no tengo ninguna afinidad. Argumentan que es rico y que ayudará a mis hermanos a emigrar, iniciándoles en el tráfico de los estupefacientes. Viene en agosto para el noviazgo. En cuanto a mi compañero de clase, Bilal, ha cortado conmigo después de abusar de mí. ¡Ya no soy virgen! Ahora sale con la rica heredera Fadwa. Te agradezco tu fructífera instrucción. Perdóname. Quiero desaparecer de este mundo injusto y cruel, donde impera aún la relación amo/esclavo, verdugo/víctima, depredador/presa, donde el ciudadano es vilmente pisoteado por el poder y las mujeres cada vez más humilladas. Diles a las autoridades que soy responsable de mi muerte y que es inútil buscar mi cadáver. Adiós.

Marrakech, 12 de mayo de 1990.

Firdaus Diouri”.

 

 

Una última imagen le invadió dolorosamente la memoria. Están en el aula. Sin volverse, Firdaus sabe que detrás de ella, Bilal tiene prisionera debajo de la mesa la mano izquierda de Fadwa. La está estrujando cariñosamente, como solía bien hacerlo con ella. Pero esta vez está estrujando las múltiples empresas y hectáreas del padre de la niña. Concluye el curso. Salen todos del aula. Ella se queda atrás para echar una última mirada a esa pareja cuya felicidad se hizo en detrimento de su desdicha.

 

Empezaba a amanecer. Se despojó ahora de su pijama, de las bragas y del sujetador para cambiarse. Observó su cuerpo y una amarga sonrisa le torció las comisuras: no había ninguna posible comparación entre su cuerpo y el de Fadwa: cintura estrecha, nalgas redondas, vientre liso, piernas largas y consistentes, pecho firme, con pezones agresivos, melena suave y rostro armonioso. La cintura de Fadwa era casi inexistente, sus piernas escuálidas, sus tetas apenas perceptibles y su pelo, pobre y rizado. En cuanto al rostro, lo tenía en forma de una torta, vulgar y adefesio. Su nariz era chata y sus ojos, apagados. Se maquillaba con exceso para suavizar su fealdad. Y era inculta como una cabra.

 

Retiró de repente sus manos de su pecho que sopesaba con orgullo y experimentó un sentimiento de repulsa y asco por ese cuerpo mancillado y humillado por aquel maldito oportunista cazafortunas. La engañó con promesas falsas y proyectos utópicos. Estaba hechizada y convencida aquella noche en la cama cuando accedió a su propuesta: “Lo hacemos para disuadir la petición de mano de ese viejo y asqueroso traficante de drogas con quien tu padre quiere casarte,  sellando así para siempre, nuestra unión.»

Por suerte no la dejó preñada. Cuando más tarde descubrió sus tejemanejes y al ver que su amor se apagaba deshilachándose a beneficio de Fadwa, lloró a moco tendido.

 

Mientras se contemplaba en el espejo recordó súbitamente a  Mounia, su amiga de toda la vida. “¡Qué curioso!  —Recordó—,  tenemos el mismo fin. La pobre se echó al río, después de casada”.

 

Sus padres  —según le contó a Firdaus—  la habían obligado a casarse con un hombre muy rico, también mayor de edad  —ella, 15 años; él, 50—  pero alcohólico. El hombre solía cada noche  amenazarla con un cuchillo de cocina, a golpearla incluso cuando no consentía a mantener relaciones sexuales prohibidas por la religión. Siendo muy violento, a ella no le quedaba más remedio que acceder a satisfacer sus perversiones, contra su voluntad, ante el inmenso y constante temor que sentía cada vez que él llegaba borracho a casa. Durante meses ejerció sobre ella un total sometimiento que al final le infundió asco y odio, sobre todo cuando trajo a su segunda mujer, también menor, a vivir bajo el mismo techo y practicar sexo juntos. El alcohol lo embrutecía y lo dejaba a un paso del manicomio.  Era en ese estado  —subrayó su amiga, dolorida—   cuando se empeñaba en imponerles  sus delirios. Ambas sabían lo que podía llegar a hacerles si desobedecían sus órdenes. El cinturón y el cuchillo eran muy  elocuentes. Halima, su segunda esposa, sumisa y perversa, terminó finalmente aceptando sus guarrerías.

 

Mounia intentó una vez encontrar una solución a esta horrible pesadilla. Lo concertó con Firdaus y con algunos adules. Pero le dijeron que estando casada tenía que someterse ciegamente a la voluntad de su esposo. Que podía denunciar maltratos, sí estos eran concretamente  visibles y palpables, como golpes o heridas. Pero aun así —le explicaron, concluyentes—, ninguna esposa iría a denunciar estos agravios, por vergüenza o temor a represalias.  Incluso en casos de abusos a los menores de ambos sexos, la situación era similar. Y el escándalo y la pesadilla suelen estallar y terminar solo con la muerte de la víctima, por suicidio o crimen.

Una noche, tras abusar él de ellas como de costumbre y caer en un profundo sueño, borracho, Mounia salió de casa para no volver más: se echó al río.

Historias como la de Mounia se  repiten a diario…

 

Firdaus dejó de mirarse en el espejo e intentó olvidar momentáneamente aquella trágica muerte. De nada le servía admirar su cuerpo de Venus y jactarse  de ser «la perla del Atlas», como muchos solían  llamarla…

Se vistió con sus vaqueros claros y su camisa malva. Ordenó sus cosas con parsimonia, cogió El Quijote, donde intercaló la carta de despedida y salió a la calle, rumbo a la vorágine.

 

El turismo empezaba tempranamente por aquellas regiones y no era de extrañar que los jóvenes, sobre todo los estudiantes, hicieran autostop, en vez de tomar el autobús. Resultaba más económico y emocionante.

Firdaus salió del centro de la ciudad ocre con su bullicio del día. Echó una última mirada a la torre de la Kutubia, a los minaretes de la mezquita rodeada de palmeras y naranjos aromáticos. El frescor de la sierra era extraordinario, sobre todo al  escampar. Se puso a la izquierda de la calle del palmeral, por donde se toma la carretera para Beni-Melal.

Apenas levantó el pulgar para parar a algún generoso conductor, cuando un reluciente R21 empezó a aminorar la velocidad y detenerse a su altura. Se inclinó ante la portezuela que le abrió un joven apuesto, de facciones agradables, rubio, bien afeitado y con la mirada penetrante y bondadosa. Tras preguntarle por el destino y obtener una respuesta positiva, la joven subió al coche sin vacilar y se acomodó en el asiento mullido del viajero.

 

—Merci, monsieur.

—Je parle un peu français, mais je suis espagnol  —explicó él con una sonrisa efusiva.

—¡Qué bien! Pues hablemos en español. Soy Firdaus Diouri. Estoy preparando un doctorado en filología hispánica. Trabajo sobre El Quijote.

—Encantado. Me llamo Rodrigo Santander.

—No sé si pasará por Bzou…porque pienso quedarme en Uzúd.

—¡Qué curioso y vaya coincidencia! Yo también pienso visitar de paso ese maravilloso paraje. Llevo vídeo para grabarlo todo. Puedes tutearme…

—Veo que tienes un hijo precioso  —le dijo ella mostrándole unas fotos incrustadas en el cuadro del maletín—; ¿la mujer es tu esposa? Es muy guapa.

—Sí. Murieron ambos en un accidente aéreo el año pasado.

—Lo siento. Es horrible. La vida es injusta.

—Todo puede ocurrirnos en este mundo. Somos mortales y débiles.

—¿No es mejor, entonces, acabar de una vez?  —gimió ella.

—Nunca hay que perder esperanza. Un  túnel siempre tiene una salida.

—¿Incluso cuando uno ha fracasado en todo?

—Sí. Tenemos que luchar hasta lograr lo que nos proponemos, sin arredrarse por nada ni flaquear.

—Admiro tu perseverancia y tenacidad.

 

Un viento gélido le mordía la nuca. Observó la estatuilla que se balanceaba colgada del retrovisor. Era de ámbar negro.

 

En ese momento, el coche inició una difícil y peligrosa curva y el libro donde ella tenía la carta de despedida se escurrió y cayó a sus pies dejando al descubierto el sobre aún abierto pero ya franqueado. Se agachó y lo recogió.

—Lo siento. Veo que lees una novela. ¿Es interesante?

—En ella el autor se propone ridiculizar a Cervantes.

Viendo que él no la entendía, cambió de tema:

— ¿Piensa quedarse mucho en Beni-Melal?

—Tenemos un contrato de dos años con Marruecos para construir viviendas económicas, tras lo cual volveré a mi puesto en Valencia. Hay mucho que hacer: tu país está cambiando vertiginosamente en lo positivo.

—Tuerce ahora a la derecha. Este es nuestro itinerario definitivo.

—¿Lo has recorrido ya?

—A veces. En general suelo tomar la carretera de Casablanca.

Desapareció ahora a sus ojos el ambiente ocre de la ciudad imperial y su bullicio cotidiano. Quedó atrás también el Alto Atlas en cuyas cumbres el astro solar parecía derretir los últimos restos de nieve.

Rodrigo notó una cierta preocupación e indisposición en la joven.

 

“Pese a su belleza deslumbrante, alguna chamusquina la enturbia” —se dijo. Encendió la radio para escuchar las informaciones de las diez. Lo hizo con gesto desenfadado y deportivo. Intentó descongelar la situación crispada. Pero en su fuero interno notó que lo que atormentaba a la joven era mucho más grave. “Hay gato encerrado”  —pensó, mirándola a hurtadillas. Le extrañó que la joven viajara sin equipaje. Le gustaría saber qué enigma encerraba esa carta que recogió ella con estupor en los ojos, dando un respingo, como si temiera que alguien se la quitara.

 

Una música andalusí sucedió al informativo y endulzó el ambiente.

Apareció al mismo tiempo el puente sobre Ued Drar. Firdaus aprovechó esta ocasión para romper el silencio.

—Es uno de los ríos del infierno que, según los habitantes, lo desolaba todo en su arrastre, cosechas, casas y almas. Tuvo que intervenir el propio santo Sidi Rahal, para estabilizar su cauce. Ahora el morabito yace en aquella zauía que ves cerca de la alcazaba que antes era su morada. A la izquierda está el antiquísimo santuario judeo-musulmán, visitado hoy en día por muchos judíos.

—¡Cómo sabes tantas cosas!

—Este trayecto lo he hecho varias veces en ambas direcciones y una termina por saberlo todo. Si quieres te puedo comentar la historia de las tres siguientes ciudades que pronto vamos a cruzar. Si no te aburro.

—En absoluto. Me gusta. Admiro la forma en que lo haces. Además hablas perfectamente mi idioma.

 

Por la ventanilla vieron a algunas mujeres encorvadas lavar ropa sucia, cantando. La frotaban sobre piedras enjabonadas. Al otro lado, vieron a algunas adolescentes quitarse sus zaragüelles para lavarlos. Lo hacían jugando. Se rocían con agua lanzándose mutuas ensalzas. Algunas levantaban sus faldas para mojarse el bajo vientre, dejando al descubierto sus relucientes pantorrillas y nalgas.

Momentos después apareció primero Tazert, famosa por sus múltiples alcazabas y la zauía de los Nazaríes, que Firdaus no dejó de comentar. Luego descubrieron Demnat, ubicada sobre una ladera, a casi cien metros de altitud, encima de un valle fértil. Sus casas en adobe se escalonaban sobre abundantes gradas de olivares irrigados. Por fin, llegaron a Tanant, pequeño centro administrativo, ladeado sobre la cima de un montículo que ofrecía un pintoresco panorama sobre los impresionantes yebeles Ghat y Azurki, de más de cuatro kilómetros de altitud.

—Al otro lado del valle, se elevan los siniestros Tighremt o habitaciones colgantes, provistas de aspilleras.

—Amiga mía, te mereces un buen refresco. Nos paramos un momento a descansar.

 

El joven aparcó el coche y ambos se sentaron a una mesa, donde seguidamente los atendió un camarero corpulento, con un enorme bigote y una sonrisa de oreja a oreja.

—Servimos dos manjares exquisitos: un tayín de carne de cordero aderezado con frutas o verduras y un meshuí con salsa de Las Mil y Una Noches. En cuanto el postre se lo sirvo como sorpresa.

En vez de pedir refresco, Rodrigo se volvió hacia Firdaus:

—Si quieres que te diga la verdad, me muero de hambre, un tayín de carne y ciruelas jugosas no me iría mal, pero me gustaría que me acompañases.

—No. Yo no… No tengo apetito.  —Musitó ella pensando en el suicidio.

—Te lo ruego… Además pareces tan cansada y débil.

—Ya que insistes, opto por el meshuí.

Encargaron el menú al camarero quien asintió con vehemencia y desapareció en la cocina de la cafetería. Poco tiempo después, reapareció, arbolando dos bandejas humeantes, una de ternera aderezada con verduras y otra de pinchitos condimentados.

—Madame, Monsieur  —exclamó teatralmente, pensando que se trataba de una pareja de recién casados—,  que aprovechen. —Luego añadió solícito con su risa desdentada—: Mi ayudante les traerá agua mineral y luego, el postre.

 

Una pareja llegó y se sentó cerca de ellos. El hombre era delgado y vestía una chilaba a rayas y un turbante blanco sobre la cabeza. La mujer que lo acompañaba era más joven que él. Llevaba un haik negro que solo le dejaba el rostro al descubierto. Tenía las pestañas pintadas con khúl y las mejillas y los labios maquillados con exceso. No cesaban de lanzarles miradas inquisitoriales, mientras cuchicheaban en bereber.

—Parecen hablar de nosotros —observó él.

—Sí. Creen que estamos casados y que, por no poder tener hijos, hemos venido aquí igual que ellos, a implorar al santo Sidi Uzmán, enterrado en la zauía que lleva su nombre, para que nos devolviera la fertilidad.

—¿En serio? —preguntó él incrédulo e irónico.

—Sí. No te rías. Ha habido muchos casos de esterilidad resueltos.

—Perdona.

—Los pacientes deben tomar algunas pócimas de mejunje benigno o algo por el estilo. Luego se recitan versículos coránicos.

 

Llegó el camarero y les sirvió el postre. Se componía de té verde, dátiles, cuernos de gacela y pastas con miel, además de la fruta local.

—¡Delicioso! —Exclamó Firdaus.

—Me alegro de que te haya gustado. Es una exquisitez. Y hasta la música me ha gustado, aunque no entiendo ni jota lo que dice.

—Es nuestra música “pop”, llamada “chaabi”. Las voces femeninas son de Hayya  Hamdauia y Cheba Zina, y las masculinas, de Burgone, Lemchaheb y Jil Jilala.

—Pues tendré que aprender marroquí para saborearla mejor.

 

Comieron las golosinas con voracidad y tomaron el té a  sorbitos.

Tras lavarse las manos en los lavabos, Rodrigo pagó la cuenta y ambos abandonaron Tanant, en dirección a Uzúd.

El mismo paisaje empezó de nuevo a extenderse ante sus ojos. La primavera era exuberante y el gorjeo de las perdices sonaba como un cosquilleo.

A Firdaus le agradó el comportamiento ejemplar y caballeroso del español. Su honestidad e integridad la sorprendieron. La última vez que viajó por autostop en dirección contraria, el conductor, tras una amabilidad momentánea, tornó a ser un obseso sexual. Empezó primero con desnudarla con sus miradas lascivas y muy pronto deslizó la mano por su bajo vientre. Por fortuna, llevaba vaqueros, por lo que su mano invasora solo logró estrujarle el pubis. Desesperado, el pobre hombre paró el coche y le pidió, suplicando, hacer cosas que su mujer, dijo, le negaba. Propuso mucho dinero. Hubo casos peores. A una amiga suya, la encontraron abandonada en un descampado, tras ser desflorada y sodomizada. La última víctima que los gendarmes encontraron en el campo violada apenas tenía trece años. También era verdad que a algunos estudiantes de ambos sexos les encanta montarse en los coches de los mayores para satisfacerles sus caprichos desenfrenados, a cambio de algunos bocadillos o dinero porque no llegaban a fin de mes con sus becas.

 

Por suerte, Rodrigo parecía ser un hombre honrado y sin trapicheos. Pero, quién sabe. “Aún no ha terminado el trayecto”  —pensó. Esas miradas profundas que le lanzaba por el rabillo del ojo, acariciándole la generosa sinuosidad de su cuerpo, mostraban sin lugar a dudas que estaba deslumbrado por su belleza. «Se ve que me desea frenéticamente  —pensó ella— y solo espera el momento oportuno para declararse y llevarme al hotel. He de seguir comentándole cosas para despistarle, como hacía Sherezade».

 

De repente sus miradas se cruzaron e intercambiaron una sonrisa cómplice. Mas la conducción exigía concentración. Aun así él seguía devorándola cariñosamente con la mirada. «Sus ojos son de una belleza incomparable  —pensó él—.  No necesita rímel de cepillo para embellecerlos. En cuanto a su cuerpo…».

 

Llegaron a la curva del kilómetro 139 y el hombre torció a la izquierda. Firdaus notó que le quedaba solo media hora para dejar de existir.

Empezó para ella el mecanismo de relojería.

El recorrido era pedregoso e irreal. Por ambos lados de la carretera empezaban a surgir numerosos aduares esporádicos, extraños Tighmerts y gargantas arboladas.

La carretera, antes huidiza, perecía ahora inclinarse hacia un lado, para ofrecer una sucesión extraordinaria de panoramas.

— ¡Ya está! —Exclamó Firdaus, como en un sueño, señalando una explanada llana que desembocaba sobre el Ued Uzúd.

 

Él aparcó el coche, sacó su vídeo y ambos anduvieron un trecho para admirar el paraje. Era dantesco. A más de cien metros de profundidad, las cascadas vertían sus aguas con un ruido atronador. El trayecto delantero del precipicio estaba tapizado de verdes concreciones calcáreas y de plantas trepadoras. El resalto del agua en las rocas provocaba una densa niebla que formaba un arco iris permanente y resplandeciente.

El estruendo de la caída, el borbotón de la lluvia en el fondo, la exuberancia de la vegetación, todo concurría a componer un espectáculo sobrenatural y romántico.

—¡No puedo creerlo —tartamudeó él, arbolando su teleobjetivo—, es órfico y divino! Mira aquellos picos encrespados por donde revolotean los pájaros. Amiga mía, esto es lo mejor que uno puede ver en su vida.

Mientras él seguía esgrimiendo su vídeo, Firdaus  volvió a pensar en los fragmentos de las Rimas, “Olas gigantescas que os rompéis bramando…»

Momentos más tarde, Firdaus se despidió de Rodrigo, estrechándole la mano.

 

El hombre se quedó solo pero fascinado por el ambiente natural, los jardines floridos, la sensación de tranquilidad. “Un lugar muy bonito para ver el anochecer sobre las cataratas” —pensó. Se notaba que era un destino de una fuerte atracción turística y probablemente el lugar preferido para los que celebran su luna de miel.

“Luna de miel. Pero Firdaus ya no está… —susurró tristemente”.

 

Contempló con interés la vista panorámica de las cataratas.

Vio un camino que llevaba hasta donde caían las cascadas.

Pensó un momento bajar hasta el pie del agua.

Se acercó al costado norte de los rápidos.

Vio cómo muchos emprendían la difícil bajada.

 

“¡Por fin sola!” —suspiró con alivio.

Avanzó como en un sueño. Todo le parecía onírico. La gente empezaba a alejarse, unos por ir a rezar, otros para almorzar.

Faltaba un cuarto de hora para llegar al abismo. Un retardado mental orinó contra un árbol y se alejó corriendo. Una mujer se perdía en el horizonte, a lomos de su burro. Una niña desmelenada y con los pechos enhiestos se agachó para orinar. Alaridos bulliciosos de perros copulando. Cotilleos de mujeres. Se agolpaban en su mente las ideas velozmente.

Agudizó su visión. En cada lugar de su memoria había momentos de amor incrustados y sonrisas lacrimógenas. Luego nada.

Firdaus se dirigió al precipicio, decidida.

Diez minutos.

Cinco.

Cuatro.

Dos.

Ya no había nadie para impedirle saltar al vacío. Pronto se apoderó de ella el vahído. Sus pasos no parecían obedecerle, resistieron un momento, como si estuvieran clavados en el suelo.

¡No es fácil matarse! Sintió un sopor en las pantorrillas, pero logró avanzar como un autómata.

Un minuto.

La brisa le invadió ahora el cuerpo. ¿Qué se siente a la hora de morir? Gran alivio por desaparecer de un mundo insoportable.  Preocupación por los pocos seres queridos. Culpabilidad ante Dios por dar fin personalmente a su vida.

 

De pronto, recordó con espanto que no había enviado por correo la carta fatídica: ¡había quedado en el coche de Rodrigo! ¡Pero qué importa ahora la carta!

 

Sus pies despegaron del suelo hacia el vacío del acantilado.

Otro paso y su cuerpo fue, esta vez, absorbido por el abismo, como atrapado en un bocado. La caída era libre y seráfica. Voló en el aire, a la deriva. Su cuerpo adquirió velocidad, en desplome vertiginoso. Sintió frío. Su rostro se puso gélido.

Lo último que su conciencia percibió era una planta trepadora o alguna rama desgarrándole la cadera.

¿0 era una roca?

Curiosamente, no experimentó ni dolor ni asfixia. Nada.

¿Era esto la muerte? ¿Pero dónde había ido el agua? ¿Por qué no estaba empapado su cuerpo?

En el infierno no hay agua ni frescor…

¡Qué importaba ahora todo esto!

 

Tuvo una última alucinación al oír una voz dictándole:

—Firdaus, despiértate ahora…

—¡Pero cómo voy a despertarme si los muertos no se despiertan!

–No. —Le contestó una voz—.  No permitiré que te mates.

 

Poco después, logró abrir los ojos y notó que estaba en el suelo boca arriba y descubrió un rostro… Era Rodrigo, inclinado sobre ella, acercándole un pañuelo perfumado para que recobrara la conciencia.

La multitud seguía aglomerándose alrededor.

—El sobre estaba abierto —empezó él a explicarle—,  leí por suerte tu carta y te perseguí sin perder un minuto. Te cogí por el tobillo  justo cuando te lanzabas al vacío.

—Creí que era una planta trepadora —exclamó, aturdida e incrédula—.  En cuanto a la voz, era la tuya y no la del infierno. Según veo, te debo la vida.

 

—Te mereces una mejor. Es injusto que una mujer como tú se suicide.

—Tenía cita con la muerte y veo que la tengo ahora…  Contigo, Rodrigo. No entiendo…  Explícame, por favor.

 

 

Pero él la besó tiernamente y luego, sin importarle las miradas de asombro y espanto de la muchedumbre, la besó apasionadamente en la boca.

 

                                                                                        FIN

Ahmed Oubali
Últimas entradas de Ahmed Oubali (ver todo)

Deja un comentario

Tu dirección de email no será publicada