Claude, el médico

Claude jamás quiso ser médico en la juventud, pero a los cuarenta años asomó a su curioso entendimiento una vocación tardía que le animó a iniciar los estudios de un entregado galeno.

Quiso el destino, fatal o certero, que en el tercer año de estudios tuviera que abandonar la carrera para dedicarse al sustento de su familia. Sus padres, muertos en un nefasto accidente de tráfico, se habían ilusionado con la idea de que su único hijo concluyera tan nobles estudios y habían dedicado su escasa pensión de retiro a la manutención de la familia de su vástago. Su esposa y sus dos hijos habían malvivido esos años de formación porque los ingresos se habían visto reducido innecesariamente y porque Claude, volcado en su preparación,  había vivido al margen de ellos.

El abandono temporal de la Universidad produjo en Claude tal agriamiento del carácter que le llevó libremente a enclaustrarse en una habitación donde pasaba horas consultando atlas de anatomía, manuales de medicina, vademécums y variados compendios.

Fleur comenzó a trabajar planchando en las casas de una urbanización de las afueras, porque aunque no comprendía que su marido hubiera abandonado su trabajo en la fábrica de coches, tampoco se atrevía a cantarle las cuarenta a aquel hombre que no se preocupaba en absoluto de averiguar de dónde salía el dinero con el que seguían subsistiendo.

Claude salía sigilosamente del estrecho piso y llegaba a altas horas de la madrugada, con tremenda cautela, cargado de cajas que escondía con gran celeridad en la habitación que se había convertido en su guarida. Su esposa le observaba el ir y venir, pero acababa tan cansada que relacionaba las breves excursiones de su marido con la concentración que evoca la noche, el mejor momento que encontraba su marido para dedicarse a los estudios.

Salía escasamente para comer y Fleur comenzó a notar que la piel de su marido se volvía cada día más macilenta, sus ojos se hundían a velocidad de vértigo y la cara se le afilaba por momentos. Achacó la notable desmejoría a las horas de luz solar que le faltaban y a la intensa dedicación que ocupaba el aprendizaje.

Fleur atendía a los niños, planchaba lo suyo y lo ajeno, limpiaba y acabó olvidando que llevaba sin ver a Claude tres días exactos. Cuando cayó en la cuenta de lo relatado, llamó con grave delicadeza sobre la puerta del cuarto, pero no obtuvo respuesta. Abrió con sumo cuidado y se encontró a su marido muerto sentado en la silla que le había acompañado tantos meses. Un frío fétido emanaba de la sala sin contemplaciones. Con una frialdad absoluta, fruto tal vez de la responsabilidad que había adquirido involuntariamente, le tumbó en el suelo y le desabotonó la camisa, quizás pensando que de esa forma se encontraría mejor. Presenció un torso lleno de cicatrices y puntos de sutura, hinchado y amoratado. Sobre la mesa reposaban restos de vísceras en un nauseabundo estado de descomposición. Fleur cogió el teléfono y agotada, llamó a la policía.

Días después, el caso de las mujeres asesinadas y mutiladas en el barrio Marguerite acababa resuelto sin apenas investigación.

Claude había necesitado llevar a la práctica para su perfecta comprensión todas aquellas teorías que manejaba sin que nadie se las explicara. ¿Con quién practicar las extirpaciones y trasplantes que describían los manuales médicos que con tanto afán leía? En la soledad de su cuarto, noche tras noche había experimentado los avances de esa ciencia que le había sorprendido tan tardíamente y que le había llevado a ensayar con poco acierto.

Soledad Garcia Garrido
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