Soledad
- publicado el 27/12/2008
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–¡Baila conmigo!
–¡Baila conmigo!– exclamó mientras sus ojos brillaban divertidos– ¡Baila conmigo! ¿Acaso no oyes la música?
Era una noche oscura y nublada, y en el cielo oscuro como la tinta y cuajado de nubes; no se veía el más mínimo rastro de los astros. La oscuridad era solamente interrumpida por la alegre luz de los faroles que proyectaban largas sombras sobre la acera. El viento olía a lluvia y a tierra mojada; y debajo de mí, el césped se hallaba húmedo fruto de la última tormenta. Había estado lloviendo mucho últimamente, y el parque en que nos encontrábamos ya lo empezaba a mostrar. Las flores estaban abiertas mostrando sus brillantes colores y emanando su embriagador perfume, el césped estaba tan verde como en primavera y en el pequeño estanque cantaban las ranas en los lotos.
–No hay ninguna música– respondí asombrada mirándolo a los ojos. Su cabello negro se hallaba despeinado por la humedad del ambiente, y su abrigo café estaba mojado, pero sus ojos brillaban tanto como siempre. Me agarró por la cintura y abrazándome se volteó hacia el pabellón del parque, donde los domingos los músicos se juntaban a deleitar la gente.
–Ahí– susurró y señaló el pabellón tan vacío como el parque en una tarde en la que hasta los gatos buscaban refugio en el interior. Las sillas eran apenas indefinidas siluetas en la oscuridad del pabellón– ¿No ves a los músicos engalanados como en los viejos tiempos? ¿No ves las trompetas, los violines y los tambores?
–Realmente creo que deberíamos irnos a casa– dije mirando preocupada a mi alrededor. No había nadie en el parque con ese clima, y definitivamente no había músicos.
Sus labios se torcieron, tristes en una mueca de frustración. Se soltó bruscamente de mis brazos, y caminó hacia el pabellón hasta posicionarse en un círculo adoquinado rodeado de flores. Ahí me dio la espalda y se quedó estático mientras la luz de las farolas se derramaba dorada sobre su cuerpo. Me senté en la hierba húmeda y esperé alguna reacción. No lo amaba por ser normal. ¿Quién quiere la normalidad cuando puede tener lo único, lo infinito?
Y tan súbitamente como se había quedado quieto, él se empezó a mover. Sus pies empezaron a describir círculos y sus manos agarraron la mano y la cintura de una cintura imaginaria. Dio vueltas con una elegancia majestuosa, casi felina y entonces mirándome de nuevo y con el cabello alborotado me tendió una mano. Le tomé la mano y me izó haciendo que quedara mirando al pabellón.
–Mira– me indicó– Los músicos están listos y los instrumentos empiezan a sonar. Con sus dedos gentiles, me cerró los párpados con gesto amoroso y colocó su mano en mi cintura sin soltar mi mano. Y entonces los vi. El pabellón brilló con las luces de la fiesta, los músicos engalanados empezaron a tocar y la música se elevó hacia el cielo. Las trompetas sonaron bajas, y los violines tocaron con fiereza.
Y sin saber cómo, me encontré bailando con él en un parque desierto a la luz de una música que sólo yo podía oír. Dimos vueltas y más vueltas con los ojos cerrados al delicioso ritmo que marcaban los violines, recordando a la rivera del Sena. Más tarde me enteraría que el bailaba un vals y yo jazz.
Entonces, cuando la música llegaba a su cenit me besó en los labios, y yo devolví el beso a ese hombre maravilloso que algún ente divino había decidido que merecía. Bailamos hasta que la música terminó con el suave sonido de un violín y entonces abrimos los ojos. En sus ojos brillaba la eternidad. Lo besé en los labios y miré a mi alrededor; el parque estaba tan solo y tan silencioso como antes.
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