El crepúsculo en Marte es azul

El crepúsculo en Marte es azul. La densa atmósfera del Planeta Rojo tiñe los cielos de un intenso índigo cuando el sol se esconde detrás de accidentadas montañas. El disco solar palidece y muere en una brillante luz azul. A su alrededor empiezan a nacer las estrellas, pequeñas luciérnagas en aquel espectáculo sobrecogedor de luz y polvo. El atardecer marciano podría parecer alienígena para el ojo humano, pero no para Katyusha. Ha nacido en la ciudad marciana de Da Vinci enclavada en el cráter del mismo nombre, y protegida de la hostil atmósfera extraterrestre por una fina cúpula flexible y resistente.

Katyusha ha mirado cientos de atardeceres en Marte, de los azules más intensos hasta los más pálidos, cuando le parece que el sol está a punto de fenecer. Ha vivido toda su vida entre la tierra roja y las arenas palpitantes. Ha amado en las rocosas montañas y observado sobrecogida la titánica mole del Monte Olimpo. Ha nadado en los mares termales del ecuador y ha combatido alrededor del gigantesco Valle Marineris. Se diría que poco queda ya que pudiera asombrar a Katyusha.

Sin embargo, aquel crepúsculo la muchacha combate en la meseta de Tharsis. Se bate en retirada, entre los estallidos de los fusiles de plasma y el rugir de los cañones sónicos. Y entre el grito de los soldados y el bramido de las máquinas de guerra, Katyusha se da el tiempo de mirar la puesta de sol. A su lado, corren sus compañeros de armas, el ejército derrotado de Ascraeus Mons que se retira de Tharsis. La guerra está perdida y ellos lo saben. Son la última línea de resistencia y los han roto. Son la última esperanza y los han machacado.

Corren, despavoridos, disparando al aire sus fusiles de plasma y cargando a sus camaradas heridos como pueden. De una de las trincheras sale una chica empuñando un rifle. Su trenza dorada está chamuscada y su rostro está cubierto de tierra roja y sangre. La luz azul del crepúsculo le tiñe la piel. Dos de sus compañeros, ambos con armas pesadas, se le unen en la defensa desesperada de la retirada. Animados por su ejemplo, los artilleros redoblan su ataque y cubren la retirada de los soldados que huyen de la meseta y de la masacre.

La chica de la trenza dorada arranca la bandera escarlata de Ascraeus Mons y la ondea desafiantemente ante los tanques enemigos que avanzan. Los fusileros enaltecidos a la vista del emblema vacían sus armas contra los vehículos acorazados, pero todo es inútil. La luz del atardecer parece anidar en sus pestañas antes de que caiga acribillada. Sangre roja sobre tierra roja.

Katyusha corre. Ha perdido de vista a Ardal, su compañero de guerra, de vida y de amor. Sabe que todavía está vivo. Lo siente en los huesos. Sabe que su sangre escarlata no escurre en los rojos suelos de Marte que le han dado vida. En su retirada, observa al teniente Liushenko, con su cuidada barba chamuscada, aullando órdenes, pero con la misma mirada serena que ha tenido toda su vida.

–Teniente, señor– brama Katyusha para hacerse oír sobre el estruendo de las baterías– ¿A dónde fue direccionado el Séptimo Cuerpo de Fusileros?

El teniente Liushenko la mira con sus ojos serenos, como dos pozos, donde por un momento baila una pizca de lástima. Sabe porqué pregunta la muchacha.

–Todas las unidades se dirigen a las laderas del Monte Olimpo, soldado. –responde– A la base de Ishtar.

Katyusha no pierde tiempo. Agradece con un seco asentimiento de cabeza y se lanza a la carrera hacia la montaña que parece rasgar el cielo, sus botas militares dejando huellas en la roja tierra de Marte. No hay mucha gravedad en el Planeta Rojo. Los pies de la muchacha parecen volar.

Liushenko la mira irse con un peso en el corazón. Sabe que han perdido la guerra. Ascraeus Mons caerá inexorablemente. Pero él morirá en el cumplimiento de su deber, hasta el último hombre. Será una muerte gloriosa la de su batallón. Liushenko aparta a Katyusha de su mente y vuelve a gritar sus órdenes. ¡Recarguen las baterías! ¡Que dispare la tercera artillería! ¡Caeremos aquí en el suelo rojo que nos dio vida! Sus soldados braman su aprobación. Ni un centímetro de tierra.

La muchacha sigue corriendo, alejándose de la batalla. Sólo piensa en encontrar Ardal. El armamento militar le pesa y sus pesadas botas levantan nubes de polvo. De repente observa a lo lejos el símbolo que identifica al Séptimo Cuerpo de Fusileros. Se halla en plena desbandada, sus espaldas desprotegidas blanco fácil para los enemigos. Cinco soldados solitarios resisten en un montículo, atrincherados tras una plancha de acero. Un hombre se levanta repentinamente y vacía su fusil con rabia. El corazón de Katyusha da un vuelco cuando distingue aquel rostro tan conocido: el cabello negro, los ojos azabaches y la barba incipiente que nunca terminó de crecer. Sólo puede ser Ardal.

Katyusha sólo piensa en llegar a Ardal. Tira su fusil de plasma. Sólo le estorba. Se deshace de la pesada peto de la armadura táctica y tira el yelmo plateado a las rojas arenas de Marte. Sólo se queda con la pistola de iones, ceñida a su cintura. Luego corre. Corre como nunca ha corrido en su vida. Vuela sobre el suelo marciano esquivando proyectiles enemigos. Los soldados de Ascraeus Mons le gritan desesperadamente: ¡Regresa! ¡La batalla está perdida! Pero ella no les hace caso. Sí, la batalla está perdida. Pero Ardal no.

Ardal la ve correr hacia él y una sonrisa de alivio ilumina su rostro. Un haz de luz le chamusca la ceja y se ve obligado a agacharse. Ahí lo encuentra Katyusha. Se buscan los labios, ansiosos, pero las mascarillas filtradoras les impiden besarse. Riendo, se conforman con tomarse las manos enguantadas.

–¡Vámonos, Ardal! –suplica Katyusha, sus ojos color avellana destilando preocupación– Han aplastado las defensas, toda resistencia es inútil. Nadie vino a nuestra ayuda… Pero sus refuerzos han desembarcado ya. ¡Tharsis está plagado de ellos!

Los ojos de Ardal se endurecen.

–Han dado la orden de retirarse a la base de Ishtar. Ahí libraremos la última resistencia… Ayúdame a cubrir la retirada de nuestros compañeros.

Katyusha niega con la cabeza tristemente, su cabello dorado cubierta de polvo rojo.

–No me has entendido. ¡Vámonos! –

El muchacho la voltea a mirar lentamente. Alrededor de ellos el Séptimo Cuerpo de Fusileros sigue evacuando desordenadamente. Sus compañeros disparan sus fusiles de plasma sin prestarles atención. Uno cae acribillado por un haz de luz y su sangre se riega sobre el suelo rojo. Sangre roja, tierra roja. Entiende finalmente lo que Katyusha dice. Todo está perdido. ¿Qué más da? Que les pregunten a las cenizas si el honor militar importa.

Los ojos castaños de Katyusha siguen implorando. Son como dos estanques de miel. Ardal toma una decisión. Se levanta repentinamente y cubre a la muchacha con su escudo de acero feérico, cubriendo su retirada con certeros disparos de su fusil. A su alrededor sus compañeros ni siquiera parpadean. Uno más cae abatido y queda inmóvil.

El gigantesco cuerno de guerra del Monte Olimpo gime y la tierra se estremece. Las trompetas suenan la señal de retirada y los estandartes rojos caen derribados. Katyusha y Ardal empiezan a subir la empinada ladera del Olimpo, entre peñascos rojos y marrón óxido. Siguen una antigua promesa que se hicieron cuando ingresaron en el ejército. A sus pies los soldados de Ascraeus Mons empiezan a hacerse cada vez más pequeños, ríos de hormigas que se repliegan sin esperanza a la base de Ishtar.

Continúan el ascenso. Ardal abandona también el fusil, el peto y el yelmo en un peñasco. La luz azul del atardecer arranca destellos al acero feérico. La batalla parece cada vez más lejana. Están sudados, cubiertos de tierra roja y sangre escarlata. Sus uniformes están manchados y las insignias cubiertas de lodo. Llegan finalmente a un saliente que domina aquel pedazo de la gigantesca meseta de Tharsis. Sobre ellos, la mole del Olimpo parece cortar los cielos índigos y violetas.

Se sientan sobre el saliente a observar la puesta de sol. El astro rey se muere frente a sus ojos, destellando con rayos azules y espectrales. Tierra roja, sol azul. Katyusha recarga su cabeza sobre el hombro de Ardal. La recorre repentinamente un escalofrío. Sus ojos avellana escudriñan el horizonte, las marrones sierras que parecen dientes de algún dragón prehistórico.

–Me alegra estar aquí contigo. –dice la chica– Al final.

Ardal no responde. Se quita el guante de su mano derecha y retira el guante izquierdo de la muchacha. Aprieta con cariño la mano de Katyusha. Se hallan solos en esa cima, olvidados por el mundo.

En el mismo momento ambos se miran y clavan sus pupilas en las del otro. Sin pensarlo siquiera, entre la calma del atardecer marciano, las trompetas que cantan la retirada y el gigantesco cuerno de guerra que parece un titán moribundo, se retiran las mascarillas filtradoras. Se buscan los labios con urgencia, pero también con delicadeza, como si temieran hacerse daño. En Marte, la misma tierra roja que da vida también reparte muerte. El polvo marciano penetra entre sus labios y anida en sus pulmones. Katyusha expira su último suspiro en la boca de Ardal. El muchacho la acuesta delicadamente sobre sus piernas, cierra sus ojos claros y inhala una bocanada de aire puro. No vuelve a exhalar.

Sobre ellos, el sol perece finalmente y la luz glauca baña Marte.

Arturo Vallejo Toledo
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