Esperaba a media tarde, aquel 31 de diciembre, su llegada en un vuelo combinado procedente de Copenaghe.
Albergaba la certeza de que aquella noche de fin de año sería absolutamente extraordinaria, pero jamás hubiese imaginado que diez años y un tramo de vida después, ésta quedaría registrada en la historia personal de cada uno como un inextricable entramado de emociones y vívidos recuerdos suspendidos en el tiempo.
(…)Ahí estaba él, el saxofonista danés, a la hora más o menos prevista.
Su presencia irrumpió en el vestíbulo diferenciándose del resto: tan escandinavo, tan azules sus ojos, tan irreverente su aspecto y tan envolvente su magnetismo, que irradiaba el aura del estudiante de música que todavía no se sabe artista.
Como no podía ser de otro modo, era el idóneo compañero de viaje de su inseparable saxofón. (…)