Pisadas
- publicado el 03/05/2010
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Alex
– Me han asignado a Emilie – dije.
– ¿La rarita? – preguntó Francisco sorprendido.
– No digas eso, sólo tiene nueve años. Todos éramos raritos a esa edad.
Lo cierto es que fueron varios compañeros los que me advirtieron que no lo hiciera, que no la aceptara. Incluso hubo profesores que habían renunciado a trabajar con ella. Pero yo sentía el deber moral de intentarlo. No podía dejarla tirada. Merecía una oportunidad. Además…Tenía nueve años… ¿Qué podía haber hecho para que todos la tuvieran miedo?
Ese mismo día, a la hora del recreo me acerqué a ella para presentarme. Estaba sola, de pie, en medio del patio, con la mirada perdida.
– Hola Emilie.
No me contestó. Me miraba desconfiada, de reojo. Sus ojos reflejaban una tristeza tan profunda y su mirada era tan penetrante que se me erizaron los bellos de todo el cuerpo.
– ¿No juegas con tus compañeros? – Le pregunté mientras buscaba con la mirada a los chicos de su clase.
– ¡Para Alex, me haces daño! – Gritó de pronto Emilie.
Cuando me giré sobresaltada, Emilie se estaba sujetando el brazo, pero no había nadie cerca. Al menos no lo suficiente como para haberse alejado en lo que yo tardé en voltear la cabeza. Era físicamente imposible.
– ¿Con quién hablas?
– Con Alex – Contestó ella sonriendo.
– ¿Quién es Alex?
Emilie miró a su lado y se le torció el gesto, como si estuviera escuchando a alguien que hablaba con ella.
– Alex no quiere que te lo diga. No quiere que hable contigo.
– ¿Por qué no? Dile que los tres podemos ser amigos. Alex, ¿Quieres jugar conmigo?
– Dice que se lo va a pensar…
– Está bien – dije sonriendo dulcemente tratando de ocultar mi preocupación – esta tarde empezamos las clases Emilie. Voy a ser tu nueva profesora ¿Vale? Puedes decirle a Alex que venga si quiere.
Ese mismo día, llamé a sus padres por teléfono para preguntarles si conocían a algún Alex o si tenían algún familiar que se llamara así que hubiera fallecido recientemente. Eran preguntas un poco violentas y delicadas, pero necesarias. Quizá era la forma que tenía Emilie de superar su dolor, de superar ese trauma… Necesitaba saberlo para buscar la mejor manera de abordar la situación. Incluso hablé con el psicólogo del colegio, quien me recomendó que actuara como si quisiera hacerme amigo de Alex.
Esa tarde Emilie vino puntual a su primera clase. Parecía una buena chica…
Comencé hablando con ella sobre la amistad y la importancia de involucrarse e interactuar con el resto de compañeros. Pero Emilie parecía no prestarme atención. Ni si quiera me miraba cuando le hablaba, miraba todo el rato justo detrás de mí, tan fijamente que tuve que girarme en varias ocasiones porque realmente pensé que estaba viendo algo. Yo nunca vi nada. Si lo hubiera hecho, probablemente me hubiera dado un infarto.
Las primeras clases fueron tranquilas. Pero de pronto, comenzaron a torcerse y Alex se tornaba cada vez más protagonista.
– ¿Podemos hablar de otra cosa? – Me preguntó un día Emilie interrumpiéndome. Siempre evitando el contacto visual.
– ¿Por qué? – Inquirí. – ¿No te gusta de lo que estamos hablando?
– Dice Alex que se aburre.
– Pues dile a Alex que se puede ir si se aburre.
Entonces Emilie comenzó a reírse.
– ¿Te hace gracia? – Pregunté
– No
– ¿Y por qué te ríes?
– Porque Alex me está poniendo caras.
Otro escalofrío recorrió mi cuerpo.
– Se acabó. – grité dirigiéndome al supuesto Alex. – Tienes que marcharte ahora. Emilie tiene que estudiar.
– Dice Alex que no se va. Que quiere jugar con nosotras.
Había algo raro en Emilie. He visto niños con amigos imaginarios. Incluso yo tuve uno cuando era pequeña y sabía cómo era aquello. Pero con Emilie… de verdad parecía estar hablando con alguien.
No se puede fingir tan bien y mantener una mentira tan prolongadamente en el tiempo.
Esa noche me fui a la cama pensando en Emilie. Tenía que conseguir conectar con ella. No podía fallarla. Inmersa en esos pensamientos me quedé profundamente dormida.
A las tres de la madrugada, unos golpes secos me despertaron. Pensé que había sido un mal sueño, pero entonces oí la puerta chirriar y en la penumbra la vi abrirse.
Me quedé petrificada mirando la puerta. Vivía sola, por lo que nadie podría haberla abierto.
De pronto oí una voz a escasos centímetros de mi oído. Alguien había susurrado mi nombre. Me incorporé sobresaltada. El corazón me latía violentamente. Las sábanas de mi cama comenzaron a moverse, como si alguien tirara de ellas y sin poder reaccionar, me hallé destapada. Oí la risa de un niño. Entonces el colchón se hundió, como si alguien se hubiera sentado. Incluso sentí que la cama se ladeaba un poco por el peso.
– ¿Alex…? – Balbuceé como pude.
Encendí la luz de la mesilla instintivamente. No había nada ni nadie. Era absurdo. Los acontecimientos me habían sugestionado. No había duda. Apagué la luz.
En cuanto mis pupilas se dilataron, vi una cara pálida con la boca abierta, pegada a la mía. Grité.
A la mañana siguiente la policía nos encontró tumbadas en la cama. Emilie estaba degollada, tumbada a mi lado, abrazándome. Yo tenía cuarenta puñaladas por todo mi cuerpo y la cara desfigurada. Me habían arrancado los ojos de mis cuencas. Todo estaba bañado en sangre.
Entonces vi a Emilie y a Alex cogidos de la mano, de pie, frente a mí, sonriéndome. Y lo comprendí. Alex había aceptado jugar conmigo, para siempre. Ya nadie nos separaría nunca.
Pero el juego de Alex, siempre requiere de una persona más…
¿Quieres jugar? No tienes que hacer nada… Sólo formular la pregunta y Alex te escuchará:
<<Alex, ¿quieres jugar conmigo?>>
¡Que bien! Alex dice que se lo va a pensar.
Pronto nos veremos…
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