La leyenda de las uñas del Diablo

En el verano de 2011 coincidió que hice un viaje por el norte de Portugal, y me acerqué a la villa de Ponte de Lima, que tiene el honor de ser la más antigua de la vecina nación. Visitando el antiguo convento de la Orden Tercera, hoy convertido en museo, en el antiguo atrio de la iglesia, estaba expuesta una gran lápida sepulcral, con un panel que explicaba lo siguiente:

«La leyenda de las uñas del Diablo.

Existió una vez un escribano, natural de Ponte de Lima (Portugal). Era muy odiado, y temido, por sus vecinos, por ser una persona muy deshonesta y un sórdido usurero capaz de falsificar documentos importantes en su provecho, de empujar a la ruina a sus clientes, seducir a inocentes y difamar a quien estuviese libre de cualquier sospecha.

Un día, las campanas de la villa, empezaron a doblar, tristes y lentas: había muerto el escribano. Pero, antes de cerrar los ojos, quiso comprar la consideración y perdón de sus vecinos, fingiéndose arrepentido de sus condenables actos, comulgando y recibiendo la extremaunción de las manos ingenuas de un sacerdote. Sin embargo, la falsedad de esta actitud no conmovió a nadie, y ni el fabricante de ataúdes estuvo dispuesto a hacerle uno, ni el enterrador a abrirle una sepultura. Sólo los padres franciscanos del Convento de San Antonio tuvieron la piedad de darle un entierro cristiano, sepultando el cuerpo, entre cirios devotos, en el suelo de una de las capillas de la iglesia, colocando encima, una lápida funeraria.

Después de esta ceremonia, los buenos frailes regresaron a sus humildes celdas, para rezar sus oraciones y disponerse a dormir. Pero, no bien sonaron las campanadas de media noche, en el reloj de la torre de la iglesia, cuando se oyeron tres fuertes aldabonazos en la puerta del convento, que despertaron a toda la comunidad. Los frailes corrieron, afligidos, para saber quien les pedía auxilio en horas tan intempestivas. Se presentó, ante ellos, en el umbral de la puerta, un caballero muy alto y delgado, de ojos brillantes, envuelto en una gruesa capa negra. Se presentó como pariente allegado del escribano y que quería saber donde estaba enterrado para rezarle.

Los frailes le indicaron cuál era la capilla y el túmulo en el que estaba el cadáver del escribano. El desconocido, con pasos ligeros y profundos, como si, en vez de pies, poseyese las pezuñas oscuras de un chivo, se aproximó al lugar donde habían enterrado al escribano. Entonces, con una fuerza sobrenatural, y para asombro de los frailes, levantó, con sus manos, la piedra que ocultaba el ataúd y lo arrastró para el centro de la iglesia, como si sólo fuese una pequeña piedra. Después, tomó un cáliz del altar de la capilla y, sobre él, inclinó la boca helada del escribano. Con un fuerte golpe en las costillas del difunto, le obligó a vomitar, sobre el cáliz, la hostia consagrada que el hipócrita había comulgado sacrílegamente antes de fallecer. El espanto de los frailes aumentó aún más a la vista de este prodigio, sobre todo cuando el extraño caballero, en el que habían reconocido al mismísimo Diablo, arrebató el cuerpo inerte del escribano y, con él, huyó por una de las ventanas de la iglesia, partiéndola en mil pedazos de vidrios coloreados, sumergiéndose en la noche. Sí, el desconocido era, en efecto, el Diablo en persona, que había ido a buscar, para llevar a su Reino de las Tinieblas, el alma pecadora del escribano. Con mucha dificultad, los frailes llevaron la lápida fuera del convento, dejándola abandonada en el atrio de la iglesia, para la curiosidad y el terror del pueblo que, en ella, puede distinguir, muy nítidamente, las uñas poderosas del Diablo.»

De esta última circunstancia puedo dar fe porque yo mismo coloqué mi propia mano en la huella grabada en la lápida.

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