Misión arqueológica (parte III)

Mision arqueológica (parte I)

Misión arqueológica (parte II)

 

RESUMEN

García es una arqueóloga espacial que investiga un pecio abandonado en busca del origen de unas interferencias. Dentro de la nave, hay rastros de un combate, pero ningún cadáver. En su misión, García ha descubierto que el origen de las señales es una esfera que se encontraba dentro de un campo de energía, pero, mientras evalúa el artefacto, desde su nave le avisan de que tienen que dejarla temporalmente abandonada. Otra nave, aparentemente hostil, ha comenzado a perseguirles. García queda en el pecio, a la espera de que vuelvan a rescatarla.

 

Misión arqueológica (Parte III)

Se sentó para esperar en la puerta, dejando colgar sus piernas hacia el espacio, más por hábito que por una necesidad. Realmente, su cuerpo apenas reposaba en el suelo de la nave y el espacio no le aportaba ninguna sensación sobre sus piernas. Miró su contador de Oxígeno. Aún le quedaba suficiente para todo un día si respiraba con calma y, además, contaba con un pequeño tanque de reserva, así que se relajó. En aquel momento, toda la tensión recaía en los miembros de la nave. A pesar de que la mayoría de ellos habían recibido entrenamiento militar, García no podía imaginarlos en una situación de combate. Durante todos esos años, habían formado un equipo al que, eufemísticamente, denominaban arqueológico. Se dedicaban al saqueo de pecios a la deriva para encontrar objetos valiosos y perdidos en el tiempo. A veces, eso sí, reconstruían hechos del pasado con los hallazgos. En opinión del resto de la flota, era poco lo que les diferenciaba de los piratas salvo que en sus saqueos no solía haber sangre. Debido a que su nave era pequeña y estaba pobremente armada, evitaban cualquier situación que pudiera ponerles en riesgo. Por ello, García tenía la certeza de la tripulación evadiría el combate y regresaría por ella.

Para entretenerse, se dedicó a tomar fragmentos de la costra que se había formado alrededor de la bola metálica. Los depositaba tan lejos como alcanzaba su brazo y veía cómo regresaban a ella. Después de un rato, decidió arrojar uno de aquellos trozos al vacío, pero la atracción que ejercía la esfera fue insuficiente y aquel pedazo de sangre se alejó irremediablemente. Finalmente, comenzó a preocuparse. Miró de nuevo su contador de Oxígeno que, a modo de reloj, le ofreció una estimación del tiempo que llevaba esperando. Sólo le ofrecía dieciocho horas. Sabía que aquello no significaba que llevara seis horas de espera, pero imaginó que el esfuerzo de arrojar trozos de sangre al espacio tampoco debía suponer una gran diferencia.

Aunque el paseo supusiera un gasto inútil de combustible, salió del pecio un instante para observar alrededor de la nave. No vio nada más que la inmensidad del espacio. Se atrevió a imaginar, por un momento, que un punto de color en la lejanía podía ser un planeta, pero sólo como una forma de juego. Después, miró hacia el pecio. La mayor parte de la estructura estaba en buen estado. El armazón era gris plomizo, como era habitual en las naves de apoyo, con pequeñas abolladuras, y las insignias de la flota estaban deslustradas por arañazos de polvo estelar. Sólo alrededor de la puerta por la que había entrado había marcas ciertamente significativas. Aquel era el lugar por el que la nave había sido asaltada. Sin rastros de violencia, probablemente había aceptado el acercamiento de la nave que los atacó y, al estar a corta distancia, ésta había forzado el acoplamiento. Eso también explicaba, a su parecer, que la primera sala tuviera tan pocos daños comparados con las siguientes. No habían tenido tiempo de montar una respuesta adecuada.

–Sin duda, iban por ti –dijo hablándole a la esfera de metal–. ¿Por qué no te llevaron con ellos?

Regresó al pecio y anduvo esperando un rato más, hasta que le venció la impaciencia. No podía seguir esperando allí eternamente. Comenzó a pensar que, quizá, la otra nave no les había perdido la pista con la facilidad que preveía el capitán y que habían iniciado una persecución entre saltos, o que quizá habían agotado el combustible necesario para regresar de un salto y tenían que volar por métodos más tradicionales. Pensó, también, que, como los saltos podían ser fácilmente rastreados, el capitán no querría arriesgarse a volver a la misma posición; probablemente, regresaría a algún cuadrante de los alrededores y, desde allí, de un momento a otro aparecería para enviarle un equipo de rescate. No quería valorar la posibilidad de que hubieran sido alcanzados y que sus compañeros estuvieran fuera de combate, incapacitados para volver por ella. No lo consideraba, pero no por egoísmo, porque ella quedara atrapada en aquel pecio sin que nadie tuviera noticias de ello; le parecía, simplemente, inconcebible. Para tener algo en qué entretener la mente, decidió ir a la sala de control. Allí, las pantallas le permitirían ver si la nave se acercaba mientras tenía sus manos ocupadas en algo. En aquel momento, le preocupaba menos que el Oxigeno se consumiera que el que su cabeza divagara. Su contador se situó en catorce horas mientras jugaba con los mandos. La curiosidad y el tiempo le llevaron a buscar los registros de la nave. La bitácora del capitán estaba accesible y sólo protegida por una clave dos, básica de un teniente de flota. No le llevó ningún esfuerzo descifrarla.

Al abrirla, se sobresaltó. El primer vídeo registrado mostraba a un oficial, pero no precisamente de bajo rango. Era un hombre mayor, con el pelo escaso, y con tres águilas sobre estrellas en el pectoral izquierdo de su traje. Era un Gran Almirante. Sólo conocía, y de oídas, tres personas con ese rango en la armada. Una en cada sector: Alten, Missoú y Hargia. No le pareció ninguno de ellos, aunque no podía estar segura.

 

Lo que le vino a la mente fue que uno de los Grandes Almirantes había grabado aquel vídeo en otro emplazamiento, quizá como mensaje motivacional, y que el comandante lo tenía, pero reconoció los tableros de mandos de la nave en el fondo del vídeo. El mensaje, además, corroboraba que era él el oficial al mando. García se preguntó qué hacía un oficial de su rango en aquella nave. Detuvo el vídeo, con una forma de vergüenza que no reconocía en sí misma. Pensó que, de alguna manera, estaba violando la memoria de aquel hombre. Pero, más allá de eso, porque le vino a la mente la idea de que, quizá, no se encontraba en, en sus propias palabras, un cacharro. Ni siquiera un capitán aceptaría volar en una nave con semejante nivel de inseguridad. E, incluso, un alférez con cierta ascendencia pondría sus reticencias.

La contrición se le pasó, repentinamente, y volvió a activar el vídeo. Sin embargo, ya no le prestó toda la atención que correspondía. Mientras el Gran Almirante parloteaba de las condiciones técnicas y legales de la misión que iba a llevar a cabo, García buscó la ficha técnica de la nave. Encontrarla no le supuso una gran dificultad; estaba archivada con el resto de la bitácora. Clave doce, eso sí que supondría un reto. García disponía de su clave siete como referencia, así como de doce años de arqueóloga como herramienta.

Y trece horas de tiempo libre hasta que volvieran a recogerla.

 

(continuará)

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