Ronda de vigilancia.

La habitación donde se encontraban apenas tendría unos nueve o diez metros cuadrados pero era bastante acogedora además, la pequeña estufa eléctrica les ayudaba a mantener el calor en la fría noche alemana. Jorge, el otro vigilante que compartía turno con Pedro, estaba sentado en uno de los sillones que allí había. De vez en cuando entrecerraba sus pequeños ojillos color avellana y se acercaba el libro que tenía entre las manos a la cara. La  taza de café que estaba sobre la mesa hacía bastante rato que había dejado de humear, no obstante, todavía no le había dado ni un pequeño sorbo. La explotación minera que vigilaban estaba ubicada a unos cuarenta kilómetros al este de Rostock. Jorge llevaba en ese mismo destino cerca de cuatro años. Para Pedro eran sus primeros tres meses allí, tanto en la mina como en Alemania. Un curso de guardia de seguridad, otro intensivo de alemán básico de tres semanas y la necesidad imperiosa de ganar dinero, pusieron fin a casi cinco años de estudios de medicina en la Facultad de Cádiz y le llevaron a acabar trabajando de vigilante en una mina perdida de Alemania.

Durante los meses fríos de invierno la mina permanecía cerrada y tan sólo un reducido número de operarios de mantenimiento que se encargaban del buen estado de la maquinaria y los vigilantes que se ocupaban de que todo estuviese en su lugar, permanecían trabajando en el lugar.

La explotación minera era inmensa. El pequeño despacho como lo llamaban los dos vigilantes estaba situado en la parte alta de una de las naves de la zona sur en las que se guardaba toda la maquinaria pesada: enormes camiones, excavadoras y grúas entre otras muchas. Al fondo de la nave atravesando un enorme pasillo se encontraba la zona de fundición del metal y en uno de los costados una puerta gigantesca comunicaba con una enorme explanada exterior que en estos meses, rara era la ocasión en la que no se encontrara cubierta por completo por una gruesa capa de hielo y nieve. Al final de la explanada se encontraba un gigantesco agujero, del tamaño de ocho o nueve campos de fútbol de diámetro, que parecía adentrarse hasta las entrañas de la mismísima Tierra. Éste era el corazón de la mina propiamente dicho. El lugar del que se extraía el metal y que daba sentido a todo lo que se había construido a su alrededor.

El viento gélido y cortante golpeaba con fuerza en esta región barriendo toda la explotación sin piedad alguna.

Las noches se hacían muy largas en aquel sitio tan apartado de la civilización. El silbar del viento tan solo se veía interrumpido por algún ruido ocasional de mayor intensidad. Cuando escuchaban alguno de éstos salían a hacer alguna ronda pero nunca encontraron nada fuera de lo común. Jorge lo achacaba todo al viento o a algún animal que hubiese entrado en el recinto. Además, no estaban solos en el lugar, había otros dos vigilantes que se encargaban de otra parte de las instalaciones que podían ser los causantes del ruido mientras hacían alguna ronda de reconocimiento. Eran dos alemanes altísimos que los ninguneaban y los miraban siempre por encima del hombro. Cómo si tuvieran la convicción de que, tanto Jorge como él, estaban allí robándoles el trabajo a otros alemanes. Por esta razón cuando Pedro escuchó una serie de golpes pensó en un primer momento que podrían ser los alemanes intentando burlarse de ellos. Desde luego no era la primera vez que sucedía algo así.

– ¿Has oído esos ruidos, Jorge? – preguntó a su compañero.

– ¿El qué? – respondió mientras apartaba la vista del libro para mirarle.

– Esos ruidos – volvió Pedro a insistirle mientras se levantaba de su sillón – ¿Qué podrán ser?

– Será el viento golpeando contra algo. No te preocupes.

– ¿El viento? ¿Aquí dentro?

Jorge asintió con unos leves movimientos de cabeza y volvió a enfrascarse en la lectura. Los golpes pararon durante un breve espacio de tiempo pero volvieron a producirse al poco. Así que Pedro decidió salir a investigar por su cuenta. Si eran esos alemanes haciendo alguna tontería para molestarlos pensaba decirles unas palabras, o al menos eso intentaría con su alemán básico. El complejo se encontraba en su mayor parte a oscuras, algo lógico cuando no había ningún operario trabajando en esos momentos en las instalaciones, y tan sólo unas pocas luces se mantenía encendidas para señalizar los lugares donde se encontraban las puertas y poco más. Decidió encaminarse hacia la parte de las máquinas pero el ruido se escuchaba cada vez más lejano así que, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la parte donde se encontraba la cocina. A medida que se acercaba al lugar los ruidos se hacían más claros, así que dedujo que debían provenir de allí. Agarró el pomo de la puerta pero se quedó allí clavado unos momentos dudando si abrirla, o no. En este trabajo no era aconsejable andar con miedo ni con dudas. Respiró hondo un par de veces y abrió la puerta mientras iluminaba el lugar con la linterna que llevaba en la mano derecha. Allí parecía estar todo en orden. En uno de los lados de la cocina había un enorme horno de ladrillo donde se cocía el pan. Los golpes parecían provenir de allí, del interior del mismo para ser más exacto. Pedro iluminó el horno con detenimiento pero no se observaba nada fuera de lo común. La gruesa puerta de hierro estaba cerrada. Se acercó despacio mientras seguía iluminándolo. Con total seguridad algún animal habría caído en el interior desde la chimenea. Agarró la palanca que abría el horno pero se detuvo un momento. El horno llevaba sin utilizarse casi todo el invierno porque no quedaba nadie en el lugar por lo que la chimenea tenía que estar cerrada para que no entrase nieve al interior. No podía tratarse de ningún animal, pero los golpes provenían con total claridad de dentro del horno. Soltó la palanca e inspeccionó los dos lados del horno pero no había nada. Los golpes seguían sonando desde el interior, alguna pieza estaría suelta colgando y golpeando contra el horno, pensó. Agarró otra vez la palanca y abrió la puerta del horno con determinación mientras iluminaba el interior del mismo. En ese mismo instante Pedro quedó petrificado mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo como si de una descarga eléctrica se tratara. Allí estaba. Unos penetrantes ojos color gris oscuro, casi negros, carentes completamente de cualquier vestigio de vida, se clavaron en los suyos. Allí había una niña con la cara ennegrecida y reseca. Las ropas sucias estaban completamente destrozadas y manchadas de hollín. La niña extendió una mano pálida y agrietada en dirección a Pedro. Éste retrocedió, trastabilló, y cayó al suelo de espaldas al tropezarse con sus propios pies golpeándose la cabeza contra el frío suelo. Se arrastró unos cuantos metros de manera precipitada. Se levantó y corrió sin parar hasta llegar a la oficina.

Cuando abrió y se dejó caer de rodillas jadeando, Jorge apartó la vista del libro que tenía entre sus manos de manera pausada y lo miró de arriba a abajo.

– La has visto, ¿verdad? – fue la única e inquietante pregunta de Jorge.

Pedro intentó hablar pero no podía articular ni una sola palabra. Su rostro estaba completamente pálido.

– ¿Sabías que estaba allí?

– Pues claro, ha estado en la mina desde antes de que yo empezara a trabajar aquí.

– Pero… ¿Por qué no me has dicho nunca nada? – preguntó Pedro con la cara pálida todavía.

– ¿Para qué? – Respondió Jorge mientras se encogía de hombros. – Nunca ha causado ningún problema, independientemente de los molestos ruidos que pueda hacer alguna que otra vez –prosiguió Jorge.

– Pero…

– Ella no causa ningún problema aquí. Nunca nos molesta y nosotros a ella tampoco. Así que todos estamos contentos y tranquilos.

– ¿Tranquilos? – preguntó Pedro mientras se frotaba la cara con las manos.

– A ti te hace falta este trabajo y no veía necesario alarmarte con algo que nosotros no podemos solucionar.

– ¿Tú crees, Jorge?

– Pues claro, amigo. No tienes qué preocuparte nunca ha salido de la cocina. ¿Qué piensas hacer?

– Creo que me tendré que comprar un libro.

Ambos se miraron y comenzaron a reírse.

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Nacho Saavedra
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