Tu dulce recuerdo
- publicado el 07/05/2015
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La esencia del amor
Yo sé que esto es apena un relato confuso; como un sueño que se te dificulta contar. Pero en su trama hay un argumento, un ingente argumento, con el que a lo mejor se identifiquen los lectores, una vez tratadas las razones que me inspiraron.
Oriundo de un pueblo de lunas, con un pasado de gloria, ni siquiera el más extraño gemido del viento lo ponía en guardia distrayéndolo del indescifrable documento donde estudiaba los últimos versos de un poeta benedictino.
Quienes deseaban ir a su encuentro, estaban obligados a indagar en todo el amplio territorio neuquino, donde los pobladores se afincaban incluso en tierras profundas e inhóspitas.
-¿Dónde andará Burgoa? -preguntaba el editor.
– Podría estar en cualquier parte -respondían familiares, conocidos y hasta desconocidos: –
Quizá en el retiro del convento del Cerro Wayle, al borde del Correntoso, intentando oír alguna palabra de la conversación de las Biguás; o sentado en la grieta de un peñasco, regocijado en el movimiento de las hojas de sus apuntes. En cualquier parte, menos donde ande el resto de la humanidad.
Justamente, si algo seducía a Burgoa era su aislamiento. De tal modo lo disfrutaba que en ocasiones, hasta pasaba tiempo imaginando el modo en que pudiera hacer desaparecer su sombra, para que no le importunase con su presencia.
En aislamiento, gobernaba la imaginación, urgiéndolo a fabricar un infinito de utopías, donde se alojaban las más extravagantes invenciones, visiones y fantasías, a tal punto, que jamás se le ocurría encasillar sus ideas, mucho menos al llevarlas al papel. Una de las consecuencias de ello era que sus trabajos carecían de título. –
Burgoa especulaba que entes desconocidos, brujas y gnomos, se hallaban entre la capa vegetal de los cerros y volcanes, en el caudal del río, y sobre las orillas pobladas de aves zancudas, y emitían suspiros y quejidos, y también coreaban y carcajeaban al amparo de la naturaleza, murmurando mientras él intentaba representarlo.
Admiraba todas las voces nativas, y también las múltiples señales del amor en el mundo. Excepto en su corazón. No estaba chiflado aún; no le afectaban los motes o las burlas, pero parloteaba a solas, situación que representaba un precedente bastante convincente.
En el momento en que se ubica esta historia, los pobladores de Villa La Angostura, ubicada al sur de la provincia neuquina, atravesaban una histórica adversidad; el Volcán Puyehue, situado muy cerca de la Villa, había entrado en erupción justo cuando Burgoa se encontraba en un refugio cercano al paso Samoré. Una oscura nube de cenizas se propagó arrastrada por el viento por distintos puntos del país. El viento soplaba disipado, y las zonas aledañas al Volcán se iba tapando de un manto sombrío y viscoso.
La ceniza expandía sus andrajos, burlándose de las miles de manos que intentaban expulsarla. En los cerros y en los patios, la vegetación se asfixiaba tristemente. Los pobladores se iban quedando a oscuras, sin luz, sin agua, sin aire; las calles se confundían entre sí; ni siquiera los cardos y las ortigas resistían el ataque, próximos a tumbarse, pregonando destrucción y ruina.
En una de esas noches asfixiantes, una noche rigurosa, cargada de polvo ceniciento y de ruidos ingratos, con una luna censurada por gasas volcánicas, Burgoa, despojado de luz, de imágenes y en consecuencia de poesía, cruzó el sendero que inauguraba el refugio y desde allí, avistó una forma blanca que se recostaba por encima de los campos en el horizonte y a continuación, se introducía en las apartados puestos de los gendarmes.
Burgoa sintió un pánico antiguo; sin embargo, se obligó a continuar y entró lentamente en una arboleda como boca de lobo por la que se prolongaba el sendero del refugio hasta desembocar en los terrenos de Gendarmería. Y entonces sofocó un grito, una insólita mezcla de asombro y miedo.
En un punto de la oscura avenida divisó nuevamente la forma blanca; ésta emergió un instante y se perdió en la noche. Era evidente que se trataba de un silueta humana que atravesó el sendero en el mismo minuto en que Burgoa se aproximaba a la bajada de… pero, ¿cómo llegó hasta allí antes que él?.
– ¡quién podría moverse así!… Tengo que dar con ella… (o él) -exclamó Burgoa y reemprendió el camino, resuelto y maravillado.
Alcanzó el lugar en que viera desaparecer la silueta furtiva. Ni rastros ¿Por dónde andaba? Un ser como los que él se distrajera inventando, podría estar vaya uno a saber dónde. No muy lejos, no obstante, le pareció ver por entre los torcidos tallos una luminosidad o una figura moviéndose lentamente.
¡Ahí está, tiene alas y no pies, y huye avergonzada! pensó, y comenzó a correr a ciegas, tosiendo y jadeando por efecto del esfuerzo y la ceniza que continuaba cayendo y amontonándose como un tapiz sombrío. Desgarrando sus ropas, a los saltos, dando tumbos, llegó hasta un tablado que ascendía hacia los puestos de la guardia
¡Nada!
Deambuló durante un tiempo perturbado, deteniéndose y aguzando el oído, serpenteando con mucha cautela en la espesura o echando a correr desesperado.
Avanzó de esta manera, preocupado e intrigado a la vez al recordar que tampoco halló en los puestos a los gendarmes. Se instaló en la zona más alta de una colina sobre la que debieran verse, en condiciones normales los pabellones del refugio.
Una vez en lo alto, agrandó los ojos intentando distinguir los alrededores; al clavarla por último en un sitio determinado, no supo dominar su furia y despeñó, rodando sobre la pendiente.
La luna turbia lo acompañó en esa caída, chispeando sobre el surco que dejaba tras de sí y cuando por fin se detuvo, descalabrado y golpeado, se percibió empapado. Había aterrizado a la orilla de un río, acaso un lago, no podía estar seguro. Tal era su desconcierto y extravío. Distinguió ligeros sonidos y reconoció un chapoteo próximo.
Se irguió de entre las piedras y el musgo con lentitud, y despojándose del amplio abrigo de pana, se desplazó con torpeza hacia donde oyera el chapoteo. Especuló acerca de qué podría encontrar en la otra orilla. Unos metros más y entonces, fatigado y entumecido comprendió que estaba nuevamente en el acceso este del refugio. Una de las entradas, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, y en cuyas aguas se reflejaban en días de sol pleno, sus trabajados muros.
Sus expectativas por descubrir a quien fuera que buscaba palidecían; sin embargo, Burgoa no perdió la ilusión. Afianzado en este pensamiento, se internó en la villa, y guiándose por el aroma de los hornos que a esas horas iniciaban la cocción del pan, comenzó a recorrer los pasajes.
Eran delgados, sombríos y recortados. El silencio más hondo administraba los rincones; un mutismo que sólo se entorpecía con un solitario ladrido, el rezongo de una puerta, el mugido de una vaca o el vagido de un cabra. Burgoa, con la oreja atenta a esos ruidos del alba (un alba cenicienta), circuló unas horas, deseoso de descubrimientos y aún sin comprender por qué no había indicaciones de presencia humana.
Al cabo, se topó con una construcción de piedra, disimulada entre los matorrales; resplandecía y también los ojos de Burgoa, con una particular expresión de júbilo. En un extremo de aquella suerte de edificio, se distinguía un brillo moderado y dúctil que, vadeando una leve cortina de raíces, se manifestaba en un sucio y cortado paredón.
– pero que… -susurró Burgoa fijando la vista en su descubrimiento – … una puerta falsa, ¡eso es!… este espacio tiene que ser … ¿Quién sino un ser sobrenatural puede vivir aquí?… Sin dudas; ahí era.
Con esta seguridad y agitando en su mente las más delirantes fantasías, se sentó a esperar frente al tragaluz de corte medioeval, en el que nunca dejó de brillar la luz.
Al romper el día, los apretados huecos que daban acceso al escondite cambiaron de medida con un repiqueteo lento y fino. Un accesorio asomó en la parte superior con una cerradura encubierta, y una llave enganchada al ojo.
Burgoa, echó un vistazo confundido y a continuación, con un impulso ajeno, volteó la llave. Una chispa se depositó a sus pies de pronto, aunque no le causó mayor sorpresa que lo que se revelara al desplazar la entrada.
La turbiedad del terreno apagaba sus movimientos; el único sonido que percibió en tanto que estudiaba los alrededores fue el de su propia voz al preguntar en voz alta:
-¿hay alguien aquí?”-
y el eco doblando en todos los rincones como un gong.
No era posible separar la noche del día, percibiendo el flotar de los frunces de un lienzo de calidad y el turbio murmullo de su voz
– ¿hola?… ¿hay alguien aquí? –
Regresó al tramo donde vio a la figura por primera y única vez. Acaso, voluble, misántropa y circunspecta, como todas las almas inquietas, goza vagabundeando entre las piedras, con la única compañía del silencio nocturno.
La oscuridad era excitante y sublime, la luna lucía por completo redonda e imponente y el aire se respiraba con un fragmento de jazmines entre las frondas.
Burgoa se dirigió a una ermita que se erigía en lo profundo del bosque y echó un vistazo por el perímetro, vadeando las cepas compactas de sus arcos. Vacía.
Se alejó de ahí y orientó su marcha hacia la sombría arboleda que lleva al lago, y todavía no había entrado en ella, cuando dejó salir un chillido de alegría.
Por un instante, pudo ver el extraño ser del ropaje blanco. Luego desapareció. Caminó hacia el punto exacto en que lo ha visto y una vez ahí se paralizó, fijando los ojos en el suelo; un leve estremecimiento zarandea sus extremidades, un estremecimiento que crece hasta convertirse en un auténtico temblor. Burgoa profiere una risotada, una jadeante risotada, irritante, espantosa.
Aquel extraño ser, grácil, vaporoso, había reaparecido resplandeciendo ante sus ojos, pero al acercarse, un instante después, ya no estaba.
Arribaba como satélite, un satélite que irrumpía por momentos entre la cúpula verdosa de los bosques cuando la brisa agitaba sus ramas.
II
Pasaron algunos años. Burgoa, recostado junto al hogar tradicional de su cabaña, quieto, con la vista perdida y ociosa como la de un tonto, escasamente mostraba interés a las caricias de su hermana, ni a las atenciones de sus colaboradores.
– Eres joven – suspiraba en voz alta Bettina; – ¿por qué te dejas devorar por la soledad? ¿Por qué no vas al encuentro de alguien a quien amar y que enamorándote te haga feliz?
-Enamorarse… Enamorarse es como dejarse arrollar por un satélite -mascullaba Burgoa.
– Ahhh… ¡vamos hombre! – protestaba ella – quítate esa estupidez con la que te has cubierto de pies a cabeza y recupera tu espíritu de aventura.
– La aventura… – persistía Burgoa – la aventura es un satélite que te encandila a su paso.
– ¡No puedo quedarme a oír tanta idiotez Burgoa! – se exasperó ella – tengo que volver a la ciudad mañana. ¿Quieres cenar?
– ¡No! ¡No! -prorrumpió Burgoa incorporándose furioso – No quiero cenar. Quiero que me dejen solo…-
-… todo es apenas una ilusión ¿y para qué?, para ser devastados por un burdo satélite.
Burgoa había enloquecido: al menos, eso creían todos. Excepto yo que, por el contrario, pensaba que en realidad había descubierto la esencia del amor: un fugaz estallido; un satélite níveo, que luego desaparece sin dejar rastros. –
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