El trovador
- publicado el 26/07/2014
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Encuentro en la posada.
Algunas mujeres se contoneaban de un lado a otro de la sala ataviadas con escasas prendas de sedas de los más variopintos colores, tratando de llamar la atención de la veintena de hombres, de las más variadas profesiones y aspectos, que bebían, reían y jugaban en las mesas de madera que poblaban el lugar. Fuera, la noche era ya cerrada por lo que algunos clientes se habían marchado ya.
Una buena parte del humo de la chimenea que calentaba la sala principal invadía todo el lugar ya que debía tener el tiro obstruido por la acumulación de hollín por lo que el olor a humo, unido al de algún guiso grasiento y el sudor de los parroquianos impregnaba el sitio haciendo la atmósfera irrespirable por momentos. A pesar de todo Walder llevaba bastante tiempo sentado en una de las mesas del fondo. Levantó su jarra de barro vacía en alto llamando la atención del camarero que se apresuró a cambiarla por otra llena previo pago de la tarifa correspondiente. Antes de poder darle un sorbo la puerta de la posada se abrió de par en par dejando entrar una oleada de aire que sirvió para refrescar un poco el ambiente viciado de la sala y cuatro hombres de aspecto rudo entraron y se acodaron en la barra mientras comenzaban a pedir bebidas de manera desordenada.
Walder cruzó la mirada con uno de ellos que apartó la vista de inmediato. Dio un trago a su jarra mientras observaba como el desconocido, al que había creído reconocer a pesar de haberlo visto sólo un instante, le susurraba algo a sus otros tres acompañantes. Ninguno miró hacia atrás pero no hizo falta para saber que el individuo también le había reconocido y que algo no marchaba bien.
Walder no creía en las casualidades. Nunca lo había hecho. Eso le había salvado el pellejo en más de una ocasión en todos sus años como escudero, mercenario y otros muchísimos trabajos de los más variados. Y era mucha casualidad que el tipo que le había estado siguiendo durante toda la tarde y al que creía haber dado esquinazo en las callejuelas del Barrio Viejo, apareciera aquí y ahora con tres amigotes de aspecto poco tranquilizador. Los observó detenidamente y, aunque por separado no tendría muchos problemas para librase de ellos, llegó a la conclusión que contra los cuatro era una apuesta perdida antes de jugarla. Quién los había enviado era una cuestión que tendría que aclarar más tarde. Desde luego quienquiera que fuera debía estar muy molesto con él para tomarse tantas molestias. Luego se encargaría de averiguar quién era esa persona. Ahora había otras prioridades.
Dio otro trago a su jarra mientras calibraba todas las opciones que tenía. Sus armas había tenido que dejarlas en la entrada de la posada. Era un requisito imprescindible para que el matón que había en la puerta te dejara pasar. Al menos ellos tampoco tenían armas a no ser que hubieran pasado alguna a escondidas. La salida estaba en el lado opuesto y tendría que pasar por detrás de los cuatro tipos para llegar a ella y difícilmente le dejarían marcharse como si tal cosa. La duda que tenía era si le atacarían allí mismo o una vez que saliera. Junto a la posada había un callejón oscuro que hacía las veces de urinario de la posada. Seguramente ese sería el lugar al que le arrastrarían para saldar cuentas.
Los cuatro individuos le dirigían miradas furtivas y nerviosas constantemente mientras apuraban sus bebidas. Su envergadura debía tenerlos un poco atemorizados a pesar de superarle en número. Tenía que actuar con rapidez antes de que ellos tomaran la iniciativa. Si algo había aprendido en sus años como soldado en la frontera norte es que es preferible cargar a esperar y recibir una carga.
Puso las dos palmas de las manos sobre la mesa y se levantó de manera muy lenta, lo suficientemente despacio como para parecer cansado. Trastabilló un par de veces para que pensaran que estaba completamente borracho. Caminó hacia la barra con la mirada perdida. Los cuatro tipos se miraban y se sonreían. Estaban bajando la guardia ante lo que creían que sería un trabajo fácil, rápido y sin ningún problema. Hacían bromas y se reían de manera ruidosa. Walder se acodó junto a ellos y depositó dos monedas sobre la barra.
Se giró hacia ellos y los miró fijamente a los ojos uno a uno, muy despacio. Había llegado el momento de finalizar su actuación. Con una rapidez endiablada cogió uno de los taburetes de madera que se encontraban junto a la barra y, levantándolo sobre su cabeza con las dos manos, lo estampó de manera violenta sobre la cabeza de uno de ellos que se abrió como una sandía madura salpicando toda de barra de sangre mientras se desplomaba sin vida sobre el suelo entre astillas y maderas rotas.
Varias de las prostitutas que estaban en la sala comenzaron a gritar y la mayoría de los parroquianos abandonaron el local de manera precipitada derribando por el camino sillas, mesas y todo lo que había sobre ellas con un gran estruendo de jarras y platos rotos ante la perspectiva de problemas. Walder se movió rápidamente y descargó el puño con todas sus fuerzas sobre la mandíbula de otro de ellos que crujió con un ruido que se escuchó por encima del alboroto que había en la sala. El hombre, con los ojos en blanco, cayó sin conciencia al suelo como un muñeco de trapo. <<Dos menos>>, pensó mientras se daba la vuelta y salía corriendo hacia la puerta de la posada lo más rápido que le permitían sus piernas.
Una vez fuera se escondió junto a la puerta y esperó a que alguno de los dos matones que quedaban en pie hiciera acto de presencia. Si les daba la espalda podrían echársele encima en cualquier momento. Así, en cuanto asomó la cabeza por la puerta el primero de los dos perseguidores que seguían en pie, le encajó un puñetazo en pleno rostro que lo lanzó de nuevo hacía dentro de la posada cayendo de manera pesada sobre su otro compinche que venía pegado a él y haciéndolos rodar a ambos por el suelo.
Se giró sobre sí mismo. Miró en derredor y comprobó, para su alivió, que no había ningún matón en el exterior. Habían sido muy torpes al no dejar a nadie fuera para cortar una posible huida de la presa a por la que habían venido. Un error imperdonable. Sin demorarse más, emprendió la carrera perdiéndose por las callejuelas oscuras al amparo de la noche.
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