LA BOLSA ESCARLATA

 

Cuando fallece el viejo patriarca, los herederos descubren un testamento de los más “injustos”, que sólo el asesinato podrá modificar.

 

La finca dominaba el río Lukus y se extendía por un impresionante valle cerca de Larache.

Con sus doscientas hectáreas, los Benhayún invertían en la  diversificación de productos agrícolas esenciales para la región y hasta se especializaron en la exportación de  fruta y flores.

 

El viejo Hach Benhayún empezó a agonizar un jueves por la tarde, trece de marzo de 1990, aterrado por una crisis cardiaca. Pero antes de morir tuvo justo el tiempo de reunir a toda la familia para leerles sus últimas voluntades: la tierra tenía que seguir indivisa en el seno de la familia; los que pensaban vender su parte tendrían que encontrar compradores entre los herederos y la compra se haría mediante un desembolso común equitativo; los dividendos se distribuirían en partes iguales entre hombres y mujeres.

Los que le rodeaban escuchaban, el rostro preocupado y la mirada expectante. El hijo mayor, Abdelkader, conocido más por su amabilidad, tenía ahora la mirada enternecida. En contraste, su mujer Rkia, cariharta, bajita, las cejas depiladas, el cuerpo exageradamente provocador y sensual, era de gálibo prosaico, insulsa pero  lista.

El hijo menor, Omar, era delgado, esbelto, cabello y ojos oscuros; parecía siempre ausente, como si no supiera nunca lo que estaba ocurriendo. Ahora con la mirada clavada en el suelo.

Los demás miembros de la familia parecían profundamente abatidos por la situación.

La voz del viejo seguía áspera y atropellada.

De repente, justo tras firmarse el testamento, el delirio y las convulsiones le entrecortaron la respiración y terminaron asfixiándolo.

Rkia soltó un agudo alarido y su marido la sostuvo y la sacó de la habitación.

Tras el gatuperio habitual en estos casos, el cadáver del viejo fue lavado, envuelto en una sábana blanca y limpia, listo para ser depositado en la última morada del hombre, acompañado de rezos y sollozos de los suyos.

 

Ya de noche, Rkia se olvidó completamente del viejo, se desnudó y se metió en la cama, junto a su marido.

—Habibi, lo del “reembolso equitativo” es importante para nosotros. Tenemos que quedarnos al final con las  hectáreas.

—El problema es: ¿Dónde encontrar dinero suficiente?

—Procederemos eliminando caso por caso.

—Va a ser difícil.

—Bueno, mañana lo discutiremos con ellos. Están los bancos también. Bueno, apaga la luz y durmamos.

 

Horas después, cuando Abdelkader se hubo dormido como una piedra, lanzando sus habituales ronquidos, Rkia se deslizó subrepticiamente de la cama, enfiló su chilaba, se aseguró que en el piso superior, Hamid y Omar dormían tranquilos en sus respectivos apartamentos (en caso de estar sorprendida, diría que se dirigía a inspeccionar el establo) y salió en la noche.

 

La primavera se anunciaba calurosa y seca. Con paso firme, se dirigió a la cabaña mal enjalbegada de Yalal, hombre de cuadra, que hacía de todo, granjero, jardinero y pastor. Tras llamar con tres golpecitos habituales, se abrió la puerta con un chirrido  ensordecedor y apareció el campesino con la cara sin afeitar  y la nariz aplastada.  Rkia entró y echó el cerrojo.

Sin soltar palabra, el rudo y hercúleo amante empezó a estrujar y a amasar los hinchados senos de la campesina que, sin pensarlo,  se apresuró a desembarazarse de su chilaba, su único atuendo, y arrastró al hombre hacia una vieja y destartalada cama rellena de paja y heno. Se puso a horcajadas y, sin retener sus gemidos de mujer insaciable y enfurecida, empezó a cabalgarlo como una loca.

— ¿Cuándo serás solo mía?

—Paciencia, hombre, que pronto realizarás ese sueño…

—Al viejo ya lo matamos. ¿A quién le toca morir ahora?

—Habrá que matarlos a todos…

El pajarraco mostró espanto en la cara, luego dijo con tozudez rascándose la nariz y sin parar de penetrarla:

— ¿A tu marido también?

—Ese hijo de perra lleva tiempo impotente. Solo reza, el muy inútil, creyendo encontrar en el paraíso a esas huríes, esperándole.

—Podría ser, si se lo merece. Tú no te lo crees porque no tienes fe —reprochó el campesino algo inquieto, luego añadió cambiando de tema—: Hay que obrar con mucho tiento y cordura. ¿Cuánto cobraré yo?

—Solo piensas en el dinero. Deja de darme tanto la lata.

—No me vengas con sermones, habibti, soy tu dueño en la cama.

—¡Vaya tela! ¿Se te están aflojando las clavijas o qué? Así que cierra el pico y termina ya de satisfacerme. ¿Vale? No tenemos tiempo de hilvanar reflexiones. Estoy hasta el moño de esta familia. Hay que matarlos a todos. ¡A todos! ¿Te enteras? Luego, sólo luego seré tuya para siempre.

 

La luz lunar era tenue, amortiguada por la llovizna.

Mucho más tarde, Rkia volvió a su alcoba matrimonial, se acurrucó junto a su marido, todavía roncando y esperó el momento de despertarlo para la oración del alba.

Reconsideró los últimos acontecimientos.

Este ritual lo llevaba realizando desde que descubrió al pobre Yalal acoplándose con una vaca de la granja.

¿Tuvo piedad y compasión por él o fueron la lujuria y el deseo que se habían apoderado de ella al verle en ese escenario? Bien era cierto que su marido nunca la satisfizo como ella quisiera ni consintió a adoptar hijos para afianzarla en la familia. El caso fue que se entregó a Yalal sin darse cuenta. Poco a poco fue distanciándose de Chantuf el enfermero y de Kadur el carnicero, por ser estos menos sádicos, menos crueles y guarros que Yalal.

Tampoco lamentó haber envenenado a su suegra y cuñada que, las muy idiotas, se habían opuesto rotundamente a su unión con Abdelkader.  ¿Adivinaron que era una descarada cazafortunas? ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué podían reprocharle a ella? Tenía estudios, encanto y era la mejor muchacha de la comarca. ¿Acaso fue porque supieron que Abdelkader la había conocido en un lupanar? ¿Supo alguien que era hija adoptiva? ¿Tenía  ella la culpa de ser una bastarda? ¿Era por ser ella estéril? ¿Qué les importaba a ellos su pasado turbio?

Hasta el viejo había empezado últimamente a irritarla con sus miradas inquisitoriales y sus sospechas insoportables. ¿Habría descubierto algo sobre sus relaciones adúlteras? ¿Qué importaba eso ahora? El muy idiota estaba bien enterrado, con toda esa comida podrida y envenenada que corre aún en sus venas. En cuanto al paranoico de Omar, si no acepta el reembolso…

“El subnormal de Hamid no plantea problemas  —pensó—. Un accidente simulado acabaría muy pronto con él”. Tendría que deshacerse también del idiota de su marido para dar rienda suelta a sus placeres. Total: ella y Yalal tendrían que quedarse finalmente con la finca. Y tendrá también todo el tiempo para “explayarse” con nuevos amantes. Con el acuerdo de Yalal, porque si no, lo mandaría al cementerio, como a toda esta asquerosa familia de terratenientes.

Al oír al almuédano llamar a la oración, sacudió a su marido que seguía roncando, le instó a ir a rezar para dejarla, como de costumbre, cerrar los ojos y dormir en paz.

 

Era mediodía. El sol centelleaba en el firmamento.

La multitud se dispersaba tras los ruidos de los coches que fluían en todas direcciones. Un hombre se adentró en el cementerio Lala Menana y se detuvo ante unas tumbas. Era Omar. Estaba profundamente afectado. Seguía sin entender la tragedia que le aterraba. Antes, su madre y hermana murieron en circunstancias misteriosas, y ahora, su padre. Si se añade a esta situación el paro en que se había quedado tras obtener sus diplomas…

Con los ojos húmedos se arrodilló en el suelo junto a la tumba paternal y murmuró algunos rezos.

Percibió al mismo tiempo acercarse unos pasos distintos y extraños. Se volvió y lanzó una exclamación de sorpresa. Se restregó los ojos para disipar una posible alucinación.

Era ella. Salwa. La amiga de infancia y muy estimada por la familia.

—Sí. Soy yo —dijo emocionada, para tranquilizarle—, me telefonearon ayer. Tomé el avión Paris-Tánger y aquí me tienes. Tus padres siempre me consideraron como a su propia hija y yo, a ellos, como a mis padres, que murieron, como sabes, hace mucho tiempo.

Se abrazaron en silencio. Sintieron sus corazones latir precipitadamente al brotar en sus memorias numerosos recuerdos inolvidables. Pero pronto se separaron suspirando y se pusieron a andar cabizbajos.

Para amortiguar y aliviar el dolor del joven, Salwa inició una conversación agradable:

— ¿Qué tal se conserva nuestro viejo vergel y las plantas rupícolas?

—Lo cuido como puedo. Algunos geranios y crisantemos siguen sobreviviendo. Tu naranjo ha crecido de forma extraña. Parece un paraguas gigante.

—Lo planté cuando celebramos mi cumpleaños la última vez. ¿Recuerdas lo cachondo que lo pasamos?

—Comimos el pastel dándonos mutuamente las cucharaditas.

— ¿Sebes que termino mi carrera de médico dentro de tres meses?

—Enhorabuena. ¿Qué piensas hacer ahora, quedarte allí?

—¡Qué va! En el extranjero todos nos miran con recelo y reprobación. Por mucho que se diga, creo que es mejor quedarnos en nuestro país.

—En cuanto a mí, obtuve una licenciatura en periodismo, pero ahora vivo gracias al beneficio arrendatario que me abonan mis hermanos.

—No te preocupes. Saldremos adelante.

Apareció el cruce donde los caminos  que llevan a sus respectivas casas se separan y la joven dijo con voz cariñosa:

—Quiero que sepas que comparto tu dolor y que me alegro de volver a verte. Cuenta conmigo en todo.

 

Cuando entró en el gran salón Omar encontró que sus hermanos y su cuñada le estaban esperando.

—Siéntate, aquí Omar. Queremos hacerte unas propuestas.

—Puesto que no trabajas la tierra como nosotros ni tienes oficio, hemos pensado que podría interesarte un reembolso si renuncias a tu parte.

—Necesitarás ese dinero para tener tu propia casa y poder vivir con quien amas.

—Podemos ser muy generosos y darte hasta 50 millones.

—No pienso vender  —dijo Omar, levantándose para entrar en la cocina,  que era también comedor.

—Te arrepentirás  —le gritaron al unísono.

 

Momentos después, cuando los dos hermanos se fueron a la granja, Rkia entró en la cocina, cerró la puerta e inició la primera etapa de su diabólico plan.

—En este caso puedes disponer de unos 500 m2 para construir tu casa junto al vergel, donde te plantaríamos legumbres y hortalizas y hasta frutas, en vez de esas flores inútiles que riegas. No te faltará de nada. Te construiremos la casa y te daremos dinero para que celebres una boda de hadas. Chicas guapas no faltan. Incluso te las podré proporcionar yo, si solo quieres divertirte…

—Solo tengo que firmar unos papeles…

—¡Claro, hombre! Nada más. Y una nueva vida llena de felicidad empezará para ti. No seas idiota: Ahora no tienes nada, si no fuera por tus hermanos. Pero pronto serás rico e independiente y las mujeres se te pondrán de rodillas.

Omar no comprendió por qué Rkia le cogía las manos y las amasaba frenéticamente, sin dejar de fijar su mirada en sus labios.

—Sé razonable, hombre, te traeré todas las mujeres que quieras… Bruscamente le cogió las manos y se las llevó a su pecho; pero notando la timidez del joven, se arrodilló y con sus manos tentaculares, procedió a estrujar su bajo vientre con movimientos frenéticos, mientras su boca rozaba su rostro.

—Sé que aún eres virgen: Te enseñaré yo misma el arte de los placeres carnales.

Pero Omar se echó atrás horrorizado y se liberó, pensando en su hermano.

—¡Impotente! Todos sois impotentes. Solo pensáis en rezar. Diré que me has acosado para violarme.

 

Poco después, cuando volvieron los hombres de la mezquita, Yalal se acercó a Abdelkader y le dijo aparte:

—Tengo que decir algo muy grave. Tu mujer y Omar…

—Habla, idiota.

—La vi  en la cocina… La pobre estaba… Yo pasaba por casualidad… Abdelkader le echó las manos al cuello y lo sacudió:

—Mientes. Mi hermano es íntegro.

— ¡Pero la estaba obligando a desvestirse! —mintió el lechero, decidido a apoyar el plan de Rkia.

Para aclarar este asunto sin esperar, el marido «engañado» penetró en casa y convocó a los aludidos:

—El lechero dice que tú y Rkia estabais…

La vehemente negativa de su hermano era tajante, pero la cara de Rkia estaba deshecha. Su mirada, acusadora. Finalmente masculló con voz quejumbrosa y entrecortada con llantos:

—Me pidió acostarse conmigo a cambio de cedernos su parcela.

Sin aguantar más, Abdelkader se echó sobre su hermano y se inició una áspera pelea que interrumpió Hamid, alertado por los gritos.

—Traidor, ingrato, te mataré…

 

Llegó la noche, densa y profunda. En la gran vivienda, dos hombres dormían profundamente y una mujer estaba despierta, alerta, acechando con los ojos abiertos el momento de ver realizado su plan. Cerca del  establo, en la cabaña mal enjalbegada, un hombre esperaba también con anhelo el momento de gozar y de actuar. Muy lejos de allí, en el aprisco abandonado de la finca, Omar no lograba conciliar el sueño, pensando en la peor de las soluciones.

 

Fuera estalló un aullido seguido de unos ruidos. Alguien se deslizó entre los árboles, como una sombra. Llevaba unos guantes usados y un jersey con cuadrados blancos y amarillos. Debajo del brazo, llevaba una bolsa escarlata. Primero se dirigió a la vivienda, donde permaneció más de media hora, luego salió y tomó el sendero del aprisco, llevando esta vez un bulto sobre los hombros. Minutos más tarde regresó a la finca…

 

Al día siguiente, Yalal, como de costumbre, cargó los barriles de leche para llevarlos a la ciudad y distribuirlos a los clientes. Antes de arrancar, vislumbró un bulto. Se acercó y descubrió el cuerpo sin vida de Abdelkader, con la cabeza hecha añicos. Aturdido, soltó alaridos que pronto alertaron a los vecinos.

Llegó Rkia y simuló todos los estados emocionales que una viuda puede sufrir.

Entró finalmente en un estado de epilepsia ante los ojos atónitos de los transeúntes.

—¡Fue Omar! Lo mató por venganza y por quedarse con la finca  —vociferaba sin parar Rkia, desgarrándose los pelos y dándose golpes en su rostro.

Los que acudían la calmaban y le empapaban la cara con agua para que se despejara.

Despertado por los gritos, Omar salió del aprisco y se dirigió al lugar del alboroto. En mitad del camino, se paralizó al descubrir el cadáver de su hermano Hamid, con el cuello degollado. Se agachó y reconoció, horrorizado, que el arma homicida era suya. Recogió la navaja y se dispuso a huir para esconderla, pero era demasiado tarde: La policía y la gendarmería le instaron a detenerse so pena de disparar.

Lo condujeron al salón, donde, el comisario, un cuarentón alto y severo, se aclaró la voz e inició las preguntas habituales, luego concluyó, volviéndose a Omar.

—Habéis reñido tú y tu hermano a causa de tu cuñada. Lo sabemos. ¿Reconoces esta navaja y el martillo?

—La primera me pertenece y el segundo estaba abandonado en el aprisco.

—El lechero afirma haberte visto obligando a tu cuñada a desnudarse… Y tu hermano se enfadó mucho…

—Ella me…

—Contesta por sí o no.

—Sí. Estuvimos en la cocina pero fue ella quien me…

—¿Ah, sí? Es raro que una mujer haga esto. ¿Reconoces haber asesinado a tus hermanos?

—No, señor. Soy inocente.

El comisario guardó silencio para escuchar al inspector que acababa de reunirse con ellos.

—El asunto es muy claro, señor comisario: El testigo ocular afirma que el inculpado chantajeaba a su cuñada para satisfacer sus instintos perversos. Ayer su hermano se enteró y lo amenazó con matarle. Amedrentado, el asesino tiende una emboscada a Abdelkader y lo mata mientras iba a rezar  la oración del alba.

»En cuanto a Hamid, que nota la ausencia de su hermano en la mezquita, cosa inhabitual, indaga y descubre el cadáver y entiende la causa  del crimen. Pero Omar lo elimina a su vez para no dejar testigos. Total, un doble asesinato que puede costarle la reclusión perpetua.

—Eso lo decidirán el procurador y el juez. Ponedle las esposas  —ordenó el comisario, volviéndose hacia  Omar—: Vamos a la comisaría a tomar declaración y a ver al juez de instrucción. Tienes derecho a un abogado.

La mirada de Rkia y la de su amante y cómplice se cruzaron furtivamente e intercambiaron gestos de satisfacción y triunfo. Por fin pronto dueños de la finca y libres de amarse a sus anchas.

Iban a ponerse de pie y salir con el inculpado cuando apareció Salwa en el umbral, alzando con determinación la voz:

—Perdone, señor comisario. Tengo algo que lava a Omar de todos los cargos que se le imputan.

El policía mostró un gesto de sorpresa y no supo si era de irritación o estupefacción. Tampoco supo si la intrusa era marroquí o extranjera, pese a su acento árabe perfecto.

—¿Pero quién diablos es usted? —tartamudeó el policía, boquiabierto.

—Me llamo Salwa Masmudi. Llego de Paris, para asistir al funeral de Hach Benhayún que en paz descanse. Soy una amiga de infancia de Omar. Fui yo quien le telefoneé a usted esta mañana.

—¿Quiere afirmar que su amigo es inocente y que nosotros nos equivocamos?

—Así es, señor.

Se produjo entonces un insoportable y largo silencio en el salón. Todos, incluso los policías, intercambiaron miradas de suspicacia y asombro. El tono vehemente y decidido de la joven los dejó hipnotizados, esperando la sucesión de los hechos.

Lentamente y con manos de prestidigitador, la joven abrió una bolsa negra y de ella sacó otra, escarlata, que levantó para que la vieran todos.  Instantáneamente, Rkía y Yalal hicieron unos movimientos de retroceso, como si vieran a un fantasma. Sus rostros pasaron de torvos a contraídos. Al comisario no le escapó esa actitud comprometedora pero esperó la explicación de la intrusa.

—Esta bolsa, señor comisario, va a salvar a Omar y encarcelar a los verdaderos criminales.

Sin esperar, metió la mano en la bolsa y sacó un jersey con cuadros blancos y amarillos y unos viejos guantes, todos manchados con sangre.

—¡Oh! —exclamaron Rkia y Yalal, desencadenando la misma escena de espanto y temor de antes.

Cautivaron la atención de la asistencia.

—Todo el mundo aquí en la aldea le dirá, señor comisario —prosiguió la joven, imperturbable—  que estos trastos pertenecen a Yalal, aquí presente y, en su laboratorio, comprobarán también que las huellas en los guantes son de él y que las manchas de sangre en el jersey son de sus víctimas.

—No es verdad —gritó Yalal, con odio e irritación, echando espuma—, esta mujer está contando zarandajas. Estos trastos no son míos.

El comisario tomó entonces la palabra y le clavó una mirada perspicaz y furiosa en los ojos:

—Vamos a ver. Usted niega que estos guantes y este jersey sean suyos, pero, en cambio reconoce que usted también tiene otros idénticos, ¿No es verdad?

Yalal no adivinó la trampa tendida por el policía y dijo vehemente:

—Eso es, señor comisario. Sí, estos no son míos pero tengo los mismos, en efecto.

—Entonces enséñenoslos  —concluyó el policía con malicia.

—¿Cómo? No entiendo… Me los habrán robado… Sí, alguien me los robó para asesinar a esos granujas.

—Te advierto —sentenció Selwa con tono amenazador—  que si descubren en el laboratorio que las huellas son tuyas y no confiesas ahora, la condena será mucho más implacable. El comisario te lo puede confirmar —puntualizó, señalando al policía.

Este asintió gravemente y malhumorado.

Yalal dudó un momento. Pero pronto se sintió perdido. Notó que sus pies se negaban a sostenerle. Se dio cuenta de la trampa, pero era demasiado tarde. Intentó huir.

En el umbral vio a dos policías. Otros dos en las escaleras. Rodeado. Acorralado. Su rostro se volvía lívido. Le temblaron las manos y los labios, mientras unas gotitas frías le poblaron las sienes.

Sintiéndose engañado y humillado y al ver que Rkía no movía ni un dedo en su defensa, se levantó y a diestro y siniestro, empezó a gesticular y a vociferar, orientando el índice hacia su cómplice.

—Es ella la organizadora de toda esta horrenda tragedia. Me ordenó confirmar la falsa escena de la cocina para avivar los celos de su marido, para que, tras los asesinatos que cometí, las sospechas recaigan sobre Omar. Fue ella también quien envenenó al viejo, a su mujer e hija. Se sirvió de mí para quedarse con la finca.

La aludida se irguió con su cuerpo enervado tapado con un haik castaño rayado de verde. Era otra. El exagerado maquillaje no lograba suavizar y nivelar el hundimiento de las mejillas y la prominencia de sus pómulos, como consecuencia del luto que simulaba llevar. La infeliz era incapaz de asimilar lo que estaba oyendo. Notó cómo latía su corazón con fuerza, convulsivo.

De pronto la sorpresa de la ramera de ojos garzos se mutó en una expresión de terror. Su cara sufrió varias transformaciones. De lívida pasó a ambarino, luego a rojo. Sus ojos empezaron a irradiar distintos movimientos, distintas chispas. Intentó retenerse, buscando un subterfugio. Pero pronto estalló en odio  y su boca vomitó espuma.  Vociferó enloquecida odiosos sonidos guturales y sus aullidos fueron aumentando. Soltó una carcajada de pánico  ante la patética confesión de Yalal. Lanzó improperios a voz en grito, zafia y roja de ira sorbiéndose los mocos sonoramente. Estaba como una regadera.

—¡Cobarde! ¡Burro de mierda! ¡Hijo de perra! ¡Subnormal! Tus huellas no están en ninguna parte. Los guantes no cuentan ante la ley. Esta bruja que llega de París te tendió una trampa y te pilló. Solo cuentan las huellas de Omar que tiene en su navaja. Los eliminamos uno por uno sin alzar sospechas, logramos que Omar pagara por ello en la cárcel. Y ahora tú lo estropeaste todo. ¡Estúpido de mierda! Sí, te utilicé para quedarme con la finca sola porque te iba a mandar a freír espárragos después.  ¡Mierda!

Entonces dejó de hablar por los codos y se lanzó  sobre él como una fiera para arrancarle los ojos. Logró zarandearle y arañarle  pero los policías los esposaron a ambos y los metieron en el furgón.

 

Instantes más tarde, el comisario liberó a 0mar, pidiéndole disculpas y le dijo a Salwa en tono paternal y condescendiente:

—Cuéntenos ahora lo de la bolsa escarlata.

—Desde mi balcón y con mis prismáticos puedo ver todo lo que ocurre en la finca. Tengo visión nítida sobre la vivienda. Vi en varias ocasiones a Rkía dirigirse de madrugada, bajo la luz de la luna, a la cabaña de Yalal donde se quedaba hasta el alba. La vi en la cocina acosando sexualmente a Omar y no él a  ella. Observé cómo pelearon los dos hermanos. Y con las muertes  repentinas empecé a sospechar que había gato encerrado y decidí indagar.

»Me acerqué ayer sin hacerme notar y vislumbré a Rkia y Yalal absortos en su conversación. Oí un fragmento de frase sin sentido: «Entiérrala junto al naranjo» —le ordenó ella, entregándole una bolsa escarlata vacía. Retuve mi respiración. Era mi naranjo, plantado en el aprisco, a mitad de camino entre la finca y mi casa.

»Volví precipitadamente y me instalé no muy lejos del naranjo. Anocheció y la finca se hundió en la oscuridad. Pero tenía al aprisco en mi campo de visión. Las horas se sucedían mientras que nada ocurría. Empecé a dormitar y a cansarme. Dudé de mí misma e iba a volver a mi cuarto cuando de repente, vi acercarse una sombra. Era Yalal con la bolsa escarlata. El hombre empezó a excavar frenéticamente, echando de vez en cuando miradas furtivas a su alrededor, como si temiera ser descubierto.

»Cuando se hubo marchado, salí de mi escondite con precaución. Desenterré la bolsa  y volví corriendo a casa para abrirla: reconocí el jersey a cuadros de Yalal y supuse que los guantes eran suyos también. Comprendí por la sangre que algo horrible y trágico había pasado. El resto ya lo sabe, señor comisario.

—Hija mía, estamos muy orgullosos de ti. Sobre todo siendo una mujer que logra dilucidar estos crímenes tan horribles y complicados y salvar a un inocente. ¡Y con ese truco de los guantes! ¡Hasta yo me lo creí! ¡Eres digna de admiración! Nos diste una lección. Que Dios te bendiga, hija.

 

La primavera se anunciaba exuberante y aromática, el cielo límpido, diáfano y apacible…

Quedándose a solas  Salwa y Omar:

—Te felicito, pues ahora eres dueño único de la finca.

—Querrás decir: «somos».

—No entiendo.

—Sin tu ayuda, querida, lo habría perdido todo, incluso mi vida. Así que mi finca es tuya también. Pero dejémonos de estos detalles. ¿Estás libre o no, quiero decir: tienes a alguien en tu vida?

Le embargó una emoción tan intensa que apenas pudo respirar.

Pero algo relampagueó en sus ojos.

—Eres el único hombre a quien amé y sigo amando.

 

Y para demostrárselo en concreto, pegó instintivamente su cuerpo al de él y con acaloramiento, se irguió y le imprimió en la boca un beso de película que, en un exquisito chasquido, selló para siempre su unión.

 

FIN

Ahmed Oubali
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