Un monstruo de otro mundo en mi salón
- publicado el 25/11/2019
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Heri et cras
La mujer pulsó los números en el teclado y sonrió cuando la caja fuerte se abrió con un chasquido. ¡Qué detalle más romántico que el bueno de Alistair hubiese puesto como combinación la fecha en la que se habían conocido!
Tiró hacia atrás de la pesada puerta y lo que vio la dejó boquiabierta. Era mucho más de lo que había imaginado. Dentro de la caja se alineaban apretados fajos de billetes y estuches de terciopelo negro en los que brillaban cientos de pequeños diamantes. Al final el sacrificio había merecido la pena. Después de tantos años de preparación para llegar a convertirse en lo que Alistair buscaba en una mujer, después de tanto esfuerzo para acercarse a su entorno más íntimo y ganarse su confianza, después de convencerlo de que la enorme diferencia de edad que los separaba no sería jamás un obstáculo para su vida como marido y mujer, sin duda había merecido la pena.
Ahora Alistair yacía desmadejado sobre la alfombra, como un guiñol al que hubiesen cortado las cuerdas en mitad de la función. Con el impecable traje casi tan arrugado como la avejentada piel de su cuerpo. Profundamente dormido después de haber bebido la droga que ella le había servido con el whisky. Casi le daba pena verlo así, tan indefenso. Alistair nunca había tenido la más mínima oportunidad. Era increíble cómo algo tan estúpido como el amor anulaba todas las alarmas, incluso en personas acostumbradas a llevar una vida de negocios tan poco ética y sin ningún tipo de escrúpulos como la de Alistair.
Dejó de pensar en él y abrió una pequeña maleta en la que comenzó a guardar todo aquello que podía transportar o vender con más facilidad. Cuando terminase, conduciría el Maseratti a toda velocidad hasta al aeropuerto, donde la esperaba Ralph. Después de unas horas de viaje en avioneta, ambos desaparecerían para siempre. El mundo era demasiado grande. Nadie los encontraría jamás.
Alistair se recuperaría de ese revés económico. Lo que ella se llevaba apenas arañaba la superficie de su vasta fortuna. Otra cosa sería reparar su corazón de viejo león herido. Lo sucedido esa noche seguramente lo volvería más desconfiado y huraño, pero la vida también era muy dura fuera de las paredes de aquella mansión.
Al revolver entre un fajo de títulos al portador, una pequeña caja de madera llamó su atención. Parecía muy antigua y estaba grabada con un texto extraño en el que destacaban dos palabras que se repetían una y otra vez: Heri y Cras.
Había algo en aquella cajita que la atraía de una forma irresistible, casi mágica. Pensó que todavía tenía mucho tiempo. El somnífero que le había suministrado a Alistair lo mantendría dormido por un buen rato, así que decidió saciar su curiosidad.
La mujer rodeó el cuerpo de su marido y caminó hasta la mesa de despacho en la que se amontonaban varias pilas de documentos perfectamente ordenados. Después encendió la lámpara, se sentó en el sillón de cuero y puso la cajita sobre la mesa, bajo el haz de luz. Inspiró profundamente y la abrió. Al contemplar lo que había dentro, no pudo evitar que se le escapase una lágrima de alegría. Los dos anillos eran hermosos, muy hermosos, y las piedras que estaban engarzadas en ellos parecía que estuviesen vivas. Tomó uno entre sus dedos y lo giró a la luz de la lámpara. Era incapaz de determinar el color de aquella extraña gema. Mientras acariciaba el oro del engarce con reverencia, estudió los signos que estaban grabados en él. Un cosquilleo acarició la punta de sus dedos. Ahora el tiempo era lo de menos. Lo único que importaba eran los anillos.
Estaba decidido. Se los llevaría.
De repente una idea comenzó a crecer en su cabeza hasta obsesionarla: tenía que probarlos.
Casi sin saber cómo, se encontró con uno puesto en cada mano. En la cajita le habían parecido más grandes, pero en sus dedos parecía que hubiesen sido forjados para ella.
Estaba admirando el increíble iris de colores que reflejaban las piedras cuando comenzó a suceder algo que la asustó. Al principio pensó que podría ser un efecto óptico fruto del estrés y de la escasa luz de la habitación, pero no tardó en darse cuenta de que lo que estaba sucediendo era real. Las puntas de los dedos habían desaparecido en una nada que avanzaba hacia la muñeca, devorando una porción cada vez mayor de sus manos. Presa de un ataque de pánico intentó quitarse los anillos, pero sus amputados dedos se habían transformado en unas herramientas inútiles y, pese a intentarlo una y otra vez, no lo consiguió. La mujer comenzó a sentir dolor. Algo tiraba de sus extremidades desde el otro lado del vacío que se las estaba tragando, y las retorcía de forma antinatural; algo o alguien muy poderoso. No podía pensar, porque el dolor nublaba su mente. Sintió cómo su cuerpo se desgarraba por dentro mientras la nada hacía desaparecer también los anillos y las fuerzas seguían tirando de ella, cada vez con más violencia, en sentidos opuestos. Incapaz de saber qué era lo que le estaba sucediendo, intentó llegar hasta Alistair para implorar ayuda, pero la implacable nada continuó devorando su cuerpo y lo hizo desaparecer antes de que ella pudiese llegar hasta el hombre.
Unas horas más tarde, Alistair despertó con la boca pastosa. El cuerpo gimió de dolor cuando obligó a sus viejos huesos a moverse después de haber pasado demasiado tiempo en una posición tan forzada e incómoda. Tenía la cabeza embotada, como si estuviese sufriendo la peor de las resacas, y no podía recordar cómo había llegado hasta allí.
Giró a su alrededor intentando encajar las piezas del rompecabezas.
Vio el vaso sobre la alfombra y entonces pequeños retazos de imágenes comenzaron a acudir a su cabeza. Recordaba estar hablando con Jessica, y que después ella le había servido un whisky… Miró con incredulidad la caja fuerte abierta, la bolsa con el dinero y las joyas, y la pequeña caja de sándalo con los dos anillos, Ayer y Mañana, sobre la mesa, junto a otras joyas que siempre solía llevar puestas Jessica.
—¡Dios mío! —exclamó cuando su cerebro, que hasta ese momento se había negado a aceptar la realidad, encontró la explicación más posible a lo que había sucedido— Jess, no.
Al encajar por fin las piezas del puzzle, el hombre lloró como no lo había hecho desde la muerte de su madre, hacía ya muchos años. Y con lágrimas en los ojos, derramadas más por la pérdida de su amor que por el engaño del que acababa de despertar, tomó la cajita de madera y colocó de nuevo los anillos en su interior. Y mientras lo hacía, intentó no escuchar el susurro hipnótico de las joyas, que le pedían que se las pusiera. Era una pena que ya casi nadie comprendiese las lenguas muertas. Jess hubiese podido salvarse si hubiese leído la advertencia y hubiese entendido que no podía colocarse a Heri y a Cras en las manos al mismo tiempo. Ayer y Mañana eran unas joyas fabulosas que él mismo había utilizado para amasar su increíble fortuna, y que podían llevarte al pasado o a cualquiera de tus posibles futuros, pero nunca a ambos destinos a la vez sin que los poderosos vórtices que creaban te destrozasen el cuerpo.
Jess, la dulce Jess, nunca había tenido la más mínima posibilidad.
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