Un día cualquiera
- publicado el 18/01/2009
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Tánger tiene mil ojos
El que a hierro mata, a hierro muere.
(San Mateo)
SINOPSIS. .
Cuando Franco ocupa Tánger y la anexa al Protectorado, los nazis, planeando completar sus últimas conquistas, aprovechan la situación y transforman la ciudad en la sede de sus siniestras operaciones de sabotaje, secuestro de niños para su germanización, asesinatos selectivos, deportación de judíos, etc. Una hermosa y carismática espía marroquí decide enfrentarse a ellos, pero, ¿logrará abortar sus planes? Y, ¿a qué precio?
NOTA
El tema de espionaje antinazi solo sirve aquí de McGuffin y es pronto eclipsado por el suspense que arranca con la actuación de la espía tangerina para ser llevado hasta sus últimas consecuencias: contrariamente al relato de enigma o misterio, aquí el lector sabe desde el inicio lo sucedido, pero ignora por completo cómo evolucionarán los acontecimientos. Esto instala una serie de sobresaltos y emociones en su mente que llegan, después de unas delirantes persecuciones, a alcanzar el clímax cuando acaba el relato. El humor en este tipo de narración es negro, crudo, seco y sarcástico. Pero el erotismo, la gastronomía, la cultura, la costura y algunas escenas anodinas tienden a bajar la adrenalina y a suavizar la atmósfera. Hay verosimilitud, pero no realismo, puesto que se trata de una ficción cuyo objetivo primordial es deslumbrar al lector con todas estas estrategias narrativas para que se divierta, jugando al detective. Y si este milagro ocurre, será el mejor logro para el autor.
1
Tánger, una tarde de primavera de 1941. El majestuoso palacio de la Mendubía, antaño sede de la legación alemana, fue desocupado y devuelto a Alemania que lo transformó repentinamente en su Consulado General, una tapadera para ocultar un centro de espionaje y de propaganda política nazi, un verdadero avispero de espías de los más siniestros de toda la historia de Europa.
Todo había empezado el verano anterior cuando el General Franco, aprovechando la ocupación alemana de Francia, invadió Tánger, suprimió de un plumazo su estatuto internacional e incorporó la ciudad al protectorado ya establecido. Las nuevas autoridades españolas desmantelaron y abolieron los órganos de la administración anterior, despidiendo a todos los funcionarios extranjeros que sustituyeron. En cuanto a la administración indígena, el Mendub fue suplantado por un Pachá y la gendarmería reemplazada por una mehala jalifiana urbana y una mejaznía rural. Tánger perdió en un abrir y cerrar de ojos su esplendor y glamour anteriores y adquirió el ambiente típico de cualquier otra ciudad española, con sus bares, sus fiestas religiosas, sus prostíbulos, su flamenco y sus toros, sin olvidar los desfiles de las juventudes falangistas, los carnavales, teatros, carreras de caballos y las ferias.
Los planes del nuevo cónsul general alemán eran un secreto de polichinela. Consistían en fomentar desde el principio reacciones antialiadas entre la población, convencer, en concreto, a los líderes nacionalistas a promover e impulsar actividades antifrancesas y antibritánicas, a cambio, sin demora ni demagogia, de la pronta independencia del país. Urgía instalar radares y emisoras de radio y escucha en numerosas viviendas –a guisa de mil ojos de Hitler clavados en Tánger– para detectar y sabotear las actividades de los aliados y controlar los movimientos de los barcos. Para lograr aquellos planes de espionaje, el cónsul tenía a su servicio, respaldado por la Gestapo (la policía secreta cuya crueldad y terror traspasaban el umbral de toda deshumanización), a todos los vicecónsules, a la prensa del Eje, censurando los periódicos de los Aliados y sobornando a los directores de los hoteles y de las compañías y empresas alemanas y extranjeras que operaban en Marruecos, y a muchos musulmanes a los que proporcionaban dinero, bienes y hasta armas. Incluso pagaban a funcionarios españoles, incluidos los de Ceuta y Melilla, para que les proporcionaran cualquier información que pudiera perjudicar al enemigo. En cuanto a los ingresos fiscales, la inmensa cantidad de dinero recaudado de los impuestos, que en teoría debía destinarse a obras sociales, se reservó a la compra de propiedades suntuosas por los jefes españoles y alemanes.
Aquella tarde la inauguración del Consulado General fue llevada a cabo con gran solemnidad y calurosa festividad, en la cual las autoridades españolas insistieron en agradecer con entusiasmo el apoyo y la ayuda de Hitler en la guerra civil. El incidente tomó proporciones de una fiesta nacional donde, además de los ambientes marroquí y español, empezaba a surgir otro, inhabitual, siniestro, antisemita y racista, el germanófilo. Multitudes de gentes de diferentes nacionalidades y estratos sociales se acercaron a presenciar el evento y se quedaron estupefactas al observar el aterrador saludo nazi de un batallón de soldados marroquíes, al mando de Franco, mientras se izaba la bandera alemana con unos gritos rabiosos que parecían brotar de un asilo psiquiátrico: «Heil Hitler». Muchos estaban visiblemente consternados por aquel surrealista espectáculo. Por su indumentaria y aspecto, se adivinaba que representaban el último esplendor agonizante del Tánger Internacional. Eran empresarios adinerados, escritores famosos y artistas célebres. Por el estupor y la tristeza que se reflejaban en sus rostros, parecían despedirse a desgana, del mejor de los mundos en que vivieron y que, con esa inauguración de mal augurio, acababa de dejar de existir.
Entonces, en medio de aquella apretada muchedumbre, un hombre aulló con furia «Aláhu Akbar», antes de cortar con su gumía la garganta de otro hombre que estaba de espaldas a él. El grito desvió súbitamente el interés que tenía la gente por la festividad alemana y todos se volvieron para observar, al otro lado de la calle adyacente, cómo la víctima se llevaba las manos a la garganta para detener el chorro de sangre que brotaba con abundancia y chapoteaba a los que lo sostenían. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le quedaron en la garganta y solo pudo emitir dos sonidos extraños: Orfan… Galut. Sus rodillas se doblaron y cayó boca arriba, los ojos grotesca y aterradoramente desorbitados.
—¡Santo Dios! —gritó una española, haciendo la señal de la cruz—. ¡Lo ha pasado a degüello!
—¡Detened al asesino! —vociferaron varias voces al unísono.
—Llamen a una ambulancia —chillaron otros.
La mayoría de los transeúntes, incluidos el agresor y su víctima, llevaban atuendos locales, chilabas con capuchas o turbantes. Llegaron otros curiosos, con indumentaria europea, y se agruparon con el resto, como moscas a un panal. Hubo apretones y atropellos que aprovechó el asesino para desaparecer en la multitud. Agentes de la policía llegaron pronto, abriendo paso entre la aplastante muchedumbre. Se dieron órdenes y directivas. Uno de los agentes se inclinó sobre el cadáver e introdujo con cuidado una mano en la abertura lateral de la chilaba. Palpó el bolsillo de la camisa y localizó un bulto que retiró cautelosamente. Era una billetera que contenía dinero, un permiso de conducir y el carné de identidad del muerto. Se trataba de un conductor local transportista de mercancías. «Un típico ajuste de cuentas entre moros», se dijo el agente, mientras devolvía la documentación a su sitio y se ponía en pie. Se acomodó el cinturón del pantalón y, pasándose la pelotita de chicle de un lado a otro de la boca, ajustó la pistola, en señal de autoridad. La ambulancia no tardó en llegar para levantar el cuerpo, depositarlo sobre la camilla y cubrirlo.
2
Al día siguiente, Tánger amaneció como si los horrendos hechos del día anterior nunca hubieran sucedido. Brillaba el mismo sol con sus mil matices abigarrados, acariciando las callejuelas de la Medina, animadas por un sinfín de sonidos y aromas, por desfiles de burros transportando mercancías de todo tipo y por las voces emitidas por los minaretes y las mezquitas llamando a la oración. Por las avenidas del centro transitaban, como de costumbre, automóviles de diferentes tipos, la misma agitación en las terrazas de los cafés donde mujeres y hombres, de diferentes confesiones y culturas, vestidos con ropa local o europea, llevando gafas de sol y sombreros flexibles, se acomodaban para desayunar y leer su revista preferida o su libro de aventuras. La única nota discordante que ahora saltaba a la vista de todos era la presencia insólita de las autoridades españolas, soldados y falangistas, la policía secreta alemana y los primeros indicios de empobrecimiento de la ciudad.
En la primera plana de los periódicos no apareció ninguna información sobre el sangriento homicidio de la víspera. La noticia, tanto en el España, en la Depêche Marrocaine, como en el Tangier Gazette, fue relegada en la sección de los hechos de crónica, resumida en una frase: un lamentable ajuste de cuentas entre contrabandistas.
En el Gran Café de París solo se comentaban dos temas, la participación o no de España en la contienda y la dramática situación que vivían los judíos.
—¿Por qué este tremendo odio a los judíos? —inquirió un anciano, estirando el pescuezo para enseñar un artículo de prensa que leía y donde se hablaba de deportación.
—Los nazis creen que descienden de una raza superior, la raza “aria” —explicó una mujer, con acento inglés—, y que esta los destina a dirigir un vasto imperio mundial, el Tercer Reich. Piensan que los judíos constituyen una raza inferior dedicada a crear solo disturbios sociales para realizar su posición de liderazgo en el mundo.
—Pero el antisemitismo es tan viejo como el mundo —insistió el anciano, aprensivamente—. Se dice que son responsables de la muerte de Jesús y de la invención del comunismo.
En la mesa contigua un hombre se volvió y dijo:
—Disculpen la indiscreción, pero tengo otra explicación. Soy Albert Calbrait, profesor de asiriología.
—¡Qué interesante! —lanzó el anciano, el ceño fruncido—. Aclárenos el asunto, por favor, profesor.
—Se les acusa sobre todo de haber copiado textos antiguos de Mesopotamia y Egipto para redactar la Biblia. En concreto, hay semejanzas abrumadoras entre relatos bíblicos redactados durante el Cautiverio de Babilonia y relatos mesopotámicos y egipcios redactados 2000 años antes de ese Cautiverio. Casi todos los grandes acontecimientos bíblicos, incluidos los personajes, pertenecen a esos mitos.
—¡Dios mío! —profirió la inglesa, intrigada—. ¿Nos puede dar algunas referencias, profesor?
—La arqueología y el estudio de mitos antiguos han hecho últimamente grandes descubrimientos sobre el tema. Científicos como Friedrich Delitzsch, Alfred Jeremías y Hugo Winckler niegan la originalidad y la sacralidad de la Biblia y muestran con pruebas irrefutables en sus libros que esta reproduce textualmente los grandes mitos mesopotámicos y el pensamiento religioso egipcio.
—¡Válgame Dios! —farfulló el anciano, al borde de la desesperación—. Este descubrimiento nos precipita y encierra en una verdadera psicosis.
—Para tener una buena salud mental —aconsejó el profesor—, hay que renunciar a la religión y al sexo fuera de la reproducción.
Hubo un silencio sepulcral. Todos miraron al profesor, atónitos, considerando aquella genial e inédita terapia. Del fondo del local, alguien carraspeó con voz solemne y sombría:
—Y ahora este odio antisemita culmina en lo que ellos llaman la «Higiene Racial», realizada mediante la eutanasia y la eugenesia.
—¿Se refiere a esos horribles experimentos sobre familias judías en los campos de concentración?
—Sí. Se trata del programa de purificación de la raza aria que consiste en el exterminio total de lo que los genetistas nazis definen como “razas inferiores” o «gente indeseable que no merece vivir», refiriéndose a judíos, negros, discapacitados físicos y mentales, pedófilos, homosexuales, los testigos de Jehová y todos los opositores al III Reich. Al respecto, pueden leer el espeluznante libro escrito por Karl Binding y Alfred Hoche, la siniestra tesis doctoral de Josef Mengele que puso en práctica y el darwinismo social, de Ernst Haeckel.
En la legación norteamericana, sala de reuniones, dos distinguidos hombres comentaban también con gravedad los últimos acontecimientos. Sir James Paddington, el cónsul británico, era alto, rubio y dinámico, no habiendo rebasado los treinta y cinco años. Tenía los ojos color miel. Llevaba un traje gris y camisa blanca, con corbata color rosa. Sus maneras eran elegantes y refinadas. En contraste, su homólogo estadounidense, Robert Hartman, también elegante y distinguido, era en cambio bajo, calvo y corpulento. Frisaba en los sesenta años. Ojos oscuros, piel bronceada, rostro ovalado y cejas gruesas. Vestía una chaqueta marrón y un pantalón blanquecino pulcramente planchado. Su bigote bien recortado y la pipa que acababa de encender le conferían un aspecto de militar más que de administrativo.
—¡Esto es inaguantable! —prorrumpió Sir James, con voz quebrada, retrepándose ultrajado en el sillón—. Gran Bretaña ha venido sufriendo graves reveses de todo tipo perpetrados por los agentes del Eje: sabotajes a nuestras valijas diplomáticas, ataques contra nuestros establecimientos públicos y privados, panfletos nazis por todas partes denigrándonos, y ahora este execrable asesinato de nuestro mejor espía. El cuarto que acabamos de perder. Nosotros no asesinamos a los suyos. Ellos, sí.
Hubo un silencio insoportable. Los dos hombres se miraron y en sus rostros había pesadumbre y gravedad. El americano colocó la pipa en el cenicero y dijo con indignación, el bigote tremulante:
—El fascismo y el nazismo solo dialogan con las armas, Sir James. Esta gente me recuerda la época de las cavernas. Y la situación peligra cada día más. Resumiendo, y como usted sabe, nuestra participación en la guerra es ineluctable e inminente. Alemania ya tiene a sus tropas en Libia para invadir Egipto. Creemos pues que el talón de Aquiles del III Reich está aquí en África del Norte y no en Europa: con desalojar a las fuerzas del Eje y neutralizar a los regímenes de Vichy y de Franco, el Reich se derrumbará como un castillo de naipes.
—Una operación que salvará sin duda al mundo libre del hundimiento, capitán Hartman. He venido precisamente a verle por un asunto de suma importancia.
—¿Está relacionado con nuestras preocupaciones actuales?
—Por supuesto.
—Le escucho, pues. Intuyo que va a ser sumamente excitante.
—Gracias, Usted habrá notado, como yo, que el consulado alemán se ha convertido últimamente en un auténtico nido de espías y el nuevo cónsul en el mismísimo Argos Panoptes.
—En efecto. Incluso diría que los últimos en llegar son oficiales de la policía secreta de Hitler.
—Le felicito por su sagacidad, capitán. Se trata, en efecto, de tres hombres de la Gestapo y tres mujeres de las SS. Suponemos que han venido para reclutar a mercenarios con intención de secundar las operaciones militares del Eje por el Magreb, Libia y Egipto. Ayer nuestro malogrado agente interceptó en el puerto, durante una diversión, una valija diplomática que contenía un potente y sofisticado aparato con doble función: es transmisor de radio y entorpecedor de transmisiones por radar. Pero alguien lo persiguió y se lo arrebató, antes de degollarlo. Esta mañana descubrimos con estupor que nuestros radares ya no funcionan convenientemente, es decir, las transmisiones son puras interferencias.
—¡Cuánto lo siento! ¿Alguna pista sobre el asesino?
—Un testigo ocular nos lo describió como un coloso de rostro amelonado y dientes de conejo.
—Supongo que tienen a otros agentes para reemplazarlo.
—Esta vez tenemos a una mujer y quiero citarla aquí para darle instrucciones, si usted me lo autoriza. Como sabe, hay mil ojos de espías invisibles clavados en nuestro consulado y en nuestra comunidad y no quiero correr más riesgos.
—Por supuesto que puede ver a esta persona aquí. Está en su casa. ¿Ha dicho una dama?
—Sí. No me mire así, capitán. La ventaja que ofrece en estas circunstancias es que nadie la conoce y con su actuación despertará menos sospechas que un agente masculino. Es una joven tangerina muy leal a la causa de su país. Lleva el patriotismo a flor de piel. Se llama Nadra Zerhuni. Es traductora y profesora de árabe dialectal en Gibraltar. Habla cinco idiomas con fluidez y es, además, Tercer Dan de judo.
—¡Interesante! ¿Y cómo se conocieron?
—Fue un encuentro digno de una película policíaca. De hecho la hemos detenido robando obras de arte, cuadros de gran valor, que vendía, según nos confesó, para ayudar a la resistencia marroquí. Una habilidosa ladrona de guante blanco.
—¡Vaya por Dios! ¡Van a contratar como espía a una ladrona de cuadros que vende para ayudar a su país! Esto suena a una Mata Hari marroquí, ¿no?
—En absoluto. No es una bailarina exótica, ni cortesana, ni estríper, ni trabaja para los alemanes. Es más bien un Rubín Hood en femenino, por robar a los ricos y ayudar a los oprimidos, en este caso los resistentes marroquíes, pero sí podemos llamarla «matahari» puesto que esta palabra significa etimológicamente «ojo del día» o «pupila del alba», o sea, nadra, en árabe.
—Gracias por esta información —apuntó el americano, atusándose el bigote, luego añadió, pensativo—: ¡qué curioso! Si en árabe es «mirada» o «visión», esto implica la función escrutadora de los ojos, o sea, la función de espiar. Esta muchacha es una espía por antonomasia. Y ahora dígame, Sir James: ¿Cómo roba esta joven esos lienzos?
—Lo hace de una forma original y es tan hábil y astuta como Arsenio Lupin: localiza primero el cuadro, se las ingenia para obtener una reproducción exacta y con esta sustituye al original que se lleva oculto en un tubo.
—¡Asombroso! Una dama cleptómana, pero de acrisolada honestidad. Esto solo ocurre en el cine. ¿Dice que la arrestaron? Supongo que llegaron a un acuerdo.
—En efecto. Le prometimos archivar el caso, si colaborara.
—Esto suena a chantaje, querido amigo.
—En absoluto. Ella accedió y aceptó de inmediato el acuerdo. Me quedé complacidamente boquiabierto cuando insistió en que Marruecos ganaría mucho estando del lado de los Aliados que del Eje. Estoy convencido de que asumirá su misión como una causa patriótica elevada.
—Comprendo. Una mujer digna de admiración. En suma, usted le ha sacado las castañas del fuego y ahora espera que ella le devuelva el favor. Yo en su lugar archivaría su expediente penal sin vacilar.
—Ya está hecho, capitán Hartman. Ella no lo sabe, por el momento.
—¿Y cuándo llega aquí?
—Voy a visarla ahora mismo. Está hospedada en el hotel Continental. Le diré que acuda disfrazada de criada mora, para esquivar esos malvados mil ojos de Argos que nos quieren fulminar.
—Vale. Mientras tanto, voy a decirle a la sirvienta que prepare el desayuno y algunas bebidas.
3
Nadra Zerhuni salió del cuarto de baño, donde acababa de ducharse y secarse y se acercó al gran espejo del armario ropero del dormitorio. Se miró y estudió el reflejo de su cuerpo desnudo. Observó sus formas sinuosas. Una silueta en forma de reloj de arena mostrando un busto perfecto, una cintura estrecha y unas nalgas bien torneadas. Ni una onza de grasa. Alta, de senos erguidos y generosos, la cara angelical de una marroquí bereber, llena de coloridos. Pelo largo oscuro, rostro en forma de corazón, frente amplia, ojos grandes y cejas bien dibujadas. Observó su boca. Labios sensuales y carnosos de ensueño. Nariz respingona. Pómulos perfilados y mandíbula estrecha. En conjunto, su aspecto irradiaba inteligencia, generosidad, bondad, frescura y salud. A su lado todas las mujeres palidecerían de envidia o de admiración. Un cóctel de hermosura. Deslizó la mano por la entrepierna y se preguntó si tendría que depilarse el vello púbico. Se observó de nuevo y frunció el ceño, pensativa. Su parecido con Ingrid Bergman era francamente sorprendente. La actriz sueca venía ocupando últimamente las portadas de los periódicos y las revistas, anunciando su protagonismo en «Alma en la sombra«, dirigida por Van Dyke, con la participación de Robert Montgomery y George Sanders.
El timbrazo del teléfono la arrancó bruscamente del hilo de sus recuerdos y fue a atender la llamada. Era Sir James. Le confirmaba la invitación y le recordaba el disfraz. Sin perder más tiempo, se puso un conjunto de sujetador y bragas, tipo lolita estampado de flores, unas medias finas color beige y un vestido corto, estilo floral, transpirable, de manga corta con volantes y cuello en forma de V, ofreciendo un escote generoso y muy sexy. Finalmente calzó sus pies con unos zapatos de tacón bajo elegantes, se arregló el pelo y, antes de salir, metió un haik en una bolsa cartera.
Ella tenía dos trabajos. Uno, el que todo el mundo conocía, era el de traductora intérprete de fama, además de enseñar idiomas. El otro, el que nadie conocía, salvo ahora Sir James, era el de cleptómana, pero lo de ser repentinamente espía era algo que jamás hubiera imaginado. Ni tenía la formación requerida ni los reflejos de un detective sabueso. Tampoco sabía en qué consistía la misión. Sin embargo, lo que sí sabía era que aquello implicaba peligro y temor. Bien es verdad que aceptó la misión para no acabar en la cárcel, pero la llevaría a cabo con fervor, ya que beneficiaría a su propio país. Dejó atrás el lujoso hotel Continental y tomó una callejuela opuesta a la del Zoco Chico, un atajo para llegar a destino. Prefirió ir a pie, ya que en taxi resultaría casi imposible debido a los atropellos causados por los vendedores callejeros, los carros ambulantes de verduras y frutas y los pastores, guiando a sus animales. Ir a pie le permitía también impregnar sus sentidos de los mil matices que ofrece la ciudad, recordar cosas de su adolescencia. Sus padres vivían en Marshán y hacía ya cinco meses que no los veía. La misión que tenía que cumplir no le permitía ver a su familia ni a sus amigas. Le habían reservado el lujoso hotel para preservar su propia seguridad y la de su familia. Recordó lo maravilloso que lo pasaba con sus amigas. Los desayunos o las comidas que compartían en sus casas, las interminables charlas en las terrazas de los cafés más emblemáticos, los paseos por la avenida de España, la playa, los jardines de Emsallah, las caminatas por el Bosque diplomático o el Mirador Perdicaris, los diferentes espectáculos a los que asistían en el Gran Teatro Cervantes, las películas americanas que veían y los baños en la piscina de la Villa Harris. Sus amigas eran españolas, marroquíes, judías, hindúes, inglesas. Se invitaban mutuamente a casa a comer y bailar durante las fiestas religiosas y ni la fe ni la política se lo impedían.
La joven interrumpió sus reminiscencias, se metió en una estrecha y desértica calle y miró alrededor. Nadie a la vista. Sacó entonces el jaique de la bolsa, una prenda femenina local hecha de tela fina de lana y de unos 5 metros de largo por 1, 6 de ancho, y se lo enrolló de tal forma que le cubrió el cuerpo por completo de la cabeza a los tobillos, dejando visibles solo la frente y los ojos. Mantuvo cerrada la prenda con una mano firme y se acercó a la Legación americana. Entró en el emblemático chalé, un amplio palacete, acogedor y elegante. Llegaban también dos mujeres envueltas en jaiques, por lo que, en caso de que alguien la estuviera espiando desde la vecindad, la tomaría sin dudar por una mujer de limpieza. Un soldado encargado del control de acceso pidió afablemente a las recién llegadas que se identificaran. Ella lo hizo en inglés y el aludido la invitó a seguirle. Pasaron por varios pasillos y subieron escaleras hasta llegar a una suntuosa terraza con vistas impresionantes al puerto, la bahía y parte de tierra al fondo. Dos hombres visiblemente curiosos, pero alegres estaban de pie, dando la bienvenida a la visitante. La joven se quitó el disfraz y avanzó hacia ellos con elegancia, ostentando ahora su vestido ligero y estampado de flores. Estaba maquillada ligeramente, sin rímel ni pintura celeste en los párpados. Sus ojos eran preciosos. Los dos diplomáticos perdieron simplemente el habla ante tan hermosa y fina dama. Se hicieron las presentaciones en inglés, estrechando manos de un modo ceremonial y muy agradable. Fue el capitán quien habló finalmente, después de que se hubieron sentado en unos sillones de mimbre junto a una amplia mesa acristalada donde reposaba un desayuno para cuatro personas.
—Sírvase, señorita Zerhuni —invitó prestamente el diplomático, mostrándole tres teteras, una moruna, de metal, y las otras en porcelana, de leche y café.
—Gracias, capitán Hartman, es un honor conocerle —declaró, vertiendo café en una taza.
—Honor compartido. Como usted bien sabe —prosiguió el hombre, untando el pan tostado con mantequilla, usando un cuchillo—, Marruecos fue el primer país en reconocer nuestra independencia, iniciativa que nunca olvidaremos, y desde entonces nuestras relaciones se han construido sobre algo sólido. Marruecos tiene historia, es un gran país de tolerancia, de hospitalidad y es incompatible con los regímenes fascistas, comunistas y totalitarios.
—Gracias por recordármelo —apuntó la invitada, antes de untar su pan con mermelada de albaricoque—. El modelo americano de democracia es el mejor que se conoce hasta las fechas y mi deseo y el de mi país es aplicarlo, pero sin que ello vulnere nuestras tradiciones ni afecte al Trono, que es el corazón de nuestro pueblo.
—Ha de ser así, señorita —intervino con entusiasmo el británico—. Me complace decirle lo mismo respecto a mi país y a nuestro monarca que, por cierto, está planeando una inminente gira por su país.
El americano corroboró y apoyó aquella actitud patriótica, luego preguntó a la joven, sonriente:
—Sir James me ha asegurado hace un momento que, contrariamente a muchos de sus compatriotas, usted no es germanófila. ¿No es así?
—Cierto. Como ustedes saben, mi país está actualmente entre la espada y la pared (entiéndase Franco y Pétain), y es lo que justifica esa actitud, que personalmente califico de lamentable y errónea, porque optar por la Alemania nazi, gobernada por un puñado de criminales, sería como salir de la sartén para caer en las brasas. ¿Qué se puede esperar de un país dirigido por un paranoico?
—Lo peor, señorita Zerhuni —carraspeó el británico, con una mueca de hondo malestar, pero complacido por la opinión de la joven—. Como saben todos, mi país ha sido bombardeado y estamos al borde del precipicio. Si España entra en guerra, sería el fin de la democracia y del mundo libre. El consulado alemán recibe y expide últimamente cantidades de valijas al día, conteniendo programas de destrucción y de sabotaje. Y es aquí donde interviene usted para hacer que se evite esta catástrofe humanitaria.
—Concretamente, Sir James: ¿en qué consiste mi misión? Le recuerdo que yo no entiendo nada de espionaje y lo poco que sé sobre espías me viene del cine.
—Su misión es sencilla, pero peligrosa —replicó el hombre, antes de dar un bocado a la segunda tostada—. Queremos que realice dos cosas: que encuentre y destruya una máquina entorpecedora de radares y que averigüe qué se traen entre manos unos agentes nazis que acaban de llegar a la ciudad.
—“To snoop» —aseveró el americano—. En español se dice “husmear”, creo.
—Sí. También fisgar, olisquear, meter baza —aclaró la joven.
—Eso es —continuó en inglés su interlocutor, sorprendido por la erudición de la joven—. Obtener datos por aquí y por allá. No se trata en su caso de utilizar armas de fuego, de poner bombas por allí, ni de matar a nadie. Tampoco le daremos relojes transmisores de señales, ni plumas mortíferas con venenos potentes, ni anillos que ciegan, ni cigarros bomba, ni micros en una cavidad dental. Usted solo ha de observar, con sus ojos, comportamientos dudosos de ciertas personas, grabar y sacar fotos cuando fuera posible. Y preste sobre todo atención por si oye por casualidad las palabras «Orfan y Galut».
—Parecen nombres propios, ¿no?
—Sí —asintió Sir James, reprimiendo un estremecimiento—. Es lo que articuló ayer nuestro agente antes de morir. Otra cosa, el asesino es un coloso de rostro amelonado y dientes de conejo. No lo olvide.
Hubo un silencio intolerable. El capitán Hartman, tras acabar de desayunar, volvió a coger su pipa y la rellenó, la mirada fija en su homólogo. La macabra información hizo mella en la joven, pero sin perturbarla.
La voz sensual de Bessie Smith sonaba en la cercanía, desde un gramófono, cantando:
Nobody Knows You When You’re Down and Out.
Nadra cruzó las piernas y, con un brillo de angustia en los ojos, preguntó a Sir James:
—¿Y cuál es ahora la parte peligrosa de esta misión, señor cónsul?
El británico sacó la pitillera, encendió un cigarrillo, le dio una profunda calada, tras lo cual carraspeó:
—¿Sabe usted qué diferencia hay entre la Gestapo y las SS, señorita Zerhuni?
—Si no me equivoco es la policía secreta de Hitler, dirigida por Himmler. La diferencia, creo, radica en que los agentes de las SS no se andan con chiquitas, ya que tienen licencia de matar sin piedad.
—Así es. Admiro su erudición. A los que va usted a espiar son criminales innatos que llevan a cabo asesinatos selectivos, sin escrúpulos de ninguna clase. Torturan y ejecutan a todos los que no comparten su ideología, y lo hacen sin parpadear. ¿Comprende ahora el peligro que corre si cae entre sus garras?
—Sí. Lo comprendo —musitó ella con una mueca de amargura—. Acepto echar un órdago. Intentaré ser esquiva y taimada.
Sir James extrajo entonces de un maletín una carpeta de cartulina delgada, la abrió y sacó seis fichas mecanografiadas con fotografías sujetas con clips en el ángulo superior de cada una.
—En estas fichas está la identificación de los seis nazis más letales del mundo que usted intentará espiar. Y aquí tiene la foto del objeto a destruir. Llévese la carpeta al hotel, tome todo el tiempo necesario para memorizar los datos, los rostros y luego destrúyalo todo.
—Lo quemaré todo, por supuesto. Como en las películas. Pero, ¿cómo he de obrar?
—Ayer hemos puesto en la prensa un anuncio donde ofrece usted sus servicios de traductora e intérprete. Prepare un buen CV, por si la convocan, y en este caso espiará dentro del consulado mismo; si no, intente entrar en contacto casual con ellos, siguiéndolos con discreción a lugares que ellos frecuentan.
—¿Se refiere a las salas de fiestas, restaurantes y centros culturales?
—Exacto —corroboró el cónsul, sacando del maletín un objeto—: aquí tiene la microcámara de fotos en forma de lápiz de labios. Está dotada de un micropunto que reduce los documentos a un tamaño casi invisible.
La joven observó el diminuto objeto, incrédula, mientras el cónsul le enseñaba cómo utilizarlo.
—Y este es un pequeño manual —aseveró el americano— que le explicará cómo revelar y descifrar mensajes con tinta invisible, si los hubiera.
—Un último detalle —advirtió el británico, bajando la voz hasta hacerla casi inaudible, el rostro ahora impasible—. Ni usted nos conoce, ni nosotros a usted. No nos hemos visto jamás. Aquí tiene un contacto para entregar los microfilms o las fotos. Es un bazar de antigüedades en la medina y el anticuario, por ser judío, es de total confianza. La contraseña de contacto es: «Tánger tiene mil ojos». Utilice esta frase dentro de una conversación anodina y el señor Weisman le contestará con: «Sí, pero ojos que no ven, corazón que no siente» y acto seguido la hará pasar a la trastienda. Y si la arrestan, cosa que no deseamos, aquí tiene el remedio que le evitará la tortura de los nazis.
Le tendió una cápsula en empaque que ella supuso ser de cianuro. Alargó la mano para cogerla, mientras un desgarrador escalofrío le recorrió la médula espinal al imaginársela en la boca para triturarla.
—Es usted muy valiente, por aceptar esta misión —aclaró el hombre, con una mueca de admiración—. Me congratulo por haberla contratado y estoy convencido de que lo logrará.
Ella sonrió serena y apreciativamente.
—¿Tiene usted coche, señorita? —inquirió súbitamente el americano, el ceño fruncido.
—Sí. Pero lo dejé en Gibraltar.
—Entonces la Legación pondrá a su servicio un Lagonda V-12 dos puertas, color gris. No despertará sospechas porque pertenece a un comerciante compatriota suyo que la autoriza a conducirlo el tiempo que dure la misión. Se lo mandamos esta tarde al hotel.
—Muchas gracias, capitán.
—Buena suerte, agente NZ1 —apuntó con afecto el americano, limpiando la cazoleta de su pipa.
—¿NZ1? —curioseó la joven, atónita, achicados los ojos.
—Son sus iniciales, su nombre en clave. Y el 1 indica que usted entrará en la historia como la primera mujer espía de Tánger.
***
De vuelta al hotel, Nadra se acomodó en un sillón, abrió la carpeta y sacó las fichas para memorizar la identidad y el físico de los espías nazis. Observó la primera. Otto Klein llevaba el ojo izquierdo tapado con un parche. Rostro ancho, frente despejada y pelo oscuro, con raya rectilínea y peinado hacia atrás. Cejas espesas. Bajo la tapadera de agregado naval, es conocido como «la bestia del látigo» que utilizaba para torturar a sus víctimas hasta la muerte. Por ser oficial de la Gestapo, la espía lo memorizó como G1. La ficha siguiente mostró el rostro de un hombre maduro, angelical, con aire de playboy y seductor. Pero la información indicaba que efectuaba continuos fusilamientos de judíos y seleccionaba a las víctimas para las cámaras de gas. Karl Zimmerman, o G2, era conocido por eso como «las garras de la muerte». Utilizaba a su dóberman a mordisquear a sus presas, étnicas, políticas o sexuales, hasta matarlas. El siguiente oficial, Hans Müller, memorizado como G3, llevaba el apodo de «el cirujano del hacha»: rajaba a los prisioneros judíos recalcitrantes hasta que sus cuerpos caían sin vida como masas sangrientas. Un hombre oscuro, con una destacada cicatriz en la barbilla, la mirada degenerada, llena de odio y desprecio.
La joven se detuvo un momento y buscó un pañuelo para secarse con rabia y desesperación las lágrimas que aparecieron en la comisura de sus ojos. Nunca había imaginado que existiera gente como aquella en el mundo. Reprimió un escalofrío al recordar que se enfrentaría a estos bárbaros, mientras una sensación de sofocación y unas punzadas profundas en el corazón la embargaban. Reparó que le formaba un nudo en el estómago. Tragó saliva, intentando respirar. Se preguntó si merecía la pena seguir con las fichas. Movida por el patriotismo, más que por curiosidad, pasó ahora a estudiar las tres fichas restantes de las agentes SS más peligrosas y crueles de la historia. Greta Bloomfield, jefa de Prensa y Propaganda nazi. Exsubdirectora de las celdas 3 y 5 del primer campo de concentración. Apodada «Lilith, la diosa del mal», por su crueldad y arrogancia. Belleza ensordecedora. Pelirroja de ojos verdes y pecho generoso. Especialista en organizar fiestas fabulosas que terminaban siempre en orgías sexuales y asesinatos de los traidores al Reich. Memorizada como S1. La S2, Sophía Merkel, la más cruel de todas las espías conocidas. Una rusa al servicio de Hitler, con tapadera de empresaria. Tildada de «inhumana» por mantener en inanición a cientos de miles de niños destinados a experiencias sobre los límites de supervivencia humana. Cara abrupta y angulosa, como la de los grandes dementes, con hendiduras en las sienes, marcadas aletas de la nariz, labios demasiado perversos, señal de exuberancia sexual y de la extrema maldad. La S3, Frieda Von Uwe, conocida como especialista en sabotajes. Rubia, atractiva y dulce, de hermosos cabellos ondulados y ojos claros, pero detrás de esa apariencia se escondía una de las mujeres psicópatas con mayor sadismo de todos los campos de concentración nazis. Por ser lesbiana, su juego predilecto consistía en atormentar a las jóvenes prisioneras con crueles, desgarradoras e inmundas prácticas sexuales.
Nadra sintió de nuevo que le secaba la garganta. Tuvo un ligero mareo y su mente casi se paralizó cuando las yemas de sus dedos soltaron las fichas, cuyo contacto le producía desde el principio tremendos hormigueos en todo su cuerpo, trasmitiendo a su cerebro unas imágenes horripilantes: inocentes encerrados en cámaras de gas, niños abusados y expuestos a experiencias inhumanas, mujeres humilladas y martirizadas, todo ello porque no pertenecían a la supuesta raza aria pura. De nuevo el pánico hizo estragos en su cerebro, al imaginar estar entre las garras de esos monstruos para ser violada, torturada o, peor, ver su rostro y sus pechos desgarrados y despedazados por las mordeduras de un dóberman. Pese al sudor que poblaba su frente, sintió un frío helado al pensar que dichos monstruos tuvieran que jugar un papel en los acontecimientos ya graves que vivía su país. Seis asesinos con doce ojos espías programados a profanar Tánger. «Tengo que andar con pies de plomo, si quiero impedir que realicen sus crímenes», dijo para sus adentros, poniéndose en pie para respirar oxígeno.
Sonó el teléfono en aquel momento, sobresaltándola. La recepcionista informó que una señora quería verla. ¡No se lo podía creer! ¿La secretaria del cónsul alemán desplazándose en persona? ¡Con qué facilidad habrían mordido el anzuelo! La espía quemó rápidamente las fichas en el fregadero, echó agua para disolver las cenizas y bajó a la recepción. Vio a una mujer esperándola al fondo del salón. Una pelirroja alta y delgada, con lentes bifocales, pulcramente vestida, la mirada astuta y la sonrisa benévola.
—Soy la señorita Marlene Jonás, del consulado alemán —indicó afablemente—, y quisiera entrevistarla respecto al anuncio laboral que publicó en la prensa escrita. Nos interesa su oferta porque el trabajo que queremos encomendarle es también de corta duración, una semana como máximo.
—Lo celebro, señorita Jonás. Estoy a su disposición, por si quiere hacerme algunas preguntas.
El interrogatorio tomó pronto el sendero de una conversación amena, en torno a dos tazas de té moruno. La traductora habló con entusiasmo y firmeza de sus competencias y aptitudes profesionales y sobre todo de los logros obtenidos. Especificó que aceptaba el trabajo por ser temporal, ya que ella estaba de vacaciones, y porque está bien remunerado. Entregó al final su CV.
—Señorita Zerhuni —concluyó satisfecha la alemana—, me complace comunicarle que está usted contratada. Acuda al consulado mañana mismo a las nueve.
4
Poco antes de las nueve de la mañana, la espía caminó por la explanada del Zoco Grande, dejando a la izquierda el cine Rif y la mezquita Sidi Buabdil y a la derecha el Bab El-Fahs con acceso al Zoco Chico y a la Medina. Pronto vio los pabellones de la Mendubía, la entrada principal con su típico gran arco, el parque con sus palmeras, jardines y los imponentes cañones de bronce custodiando a unos viejos árboles, uno de ellos superaba ya los 800 años. La señorita Jonás la estaba esperando con una amplia sonrisa y ambas se dirigieron a un pabellón particular, el que fuera antes el Palacio del Mendub, ahora transformado en el Consulado alemán. El edificio constaba de tres plantas. En la primera estaban los despachos de asuntos generales de cara al público, como la gestión de los pasaportes, pases y documentos oficiales de todo tipo; en la segunda, estaban las oficinas de asistencia a diferentes emergencias, dos locales de traducción y otros de tareas de propaganda, prensa, comercio y contabilidad. En el tercer piso se hallaban los despachos del cónsul, el vicecónsul y sus auxiliares, una sala de reuniones y una oficina de asuntos de seguridad, espionaje y contraespionaje.
El local de traducción estaba bien equipado.
—Este es su despacho, señorita Zerhuni —expuso la secretaria, orientando a la joven—. En el local contiguo tenemos a traductores permanentes que traducen del alemán al árabe y francés. Trabajan todo el día, no como usted, que es free-lance y solo trabaja por la mañana.
—Muy cómodo —concedió la joven, entusiasmada.
—Pues nada, ¡a trabajar! —alentó amablemente la secretaria, mirando el reloj—. A las 11:00 hacemos pausa de media hora para tomar café. Tenemos una pequeña cocina en la azotea y allí lo tomamos. En cambio, los jefes, por su rango, prefieren salir afuera. ¿Quiere que la avise?
—Oh, sí. Se lo agradezco mucho.
—Perfecto. Hasta luego.
Estando ya sola, la traductora observó en la mesa el montón de documentos en alemán que tenía que traducir al español y rifeño. Los consultó detenidamente y de inmediato se percató de que eran panfletos, publicaciones de corta extensión, redactadas en un lenguaje bruto y vulgar para denigrar, difamar y condenar la política de los Aliados. Los sopesó y calculó que, para un traductor ordinario, el trabajo duraría semanas. En cambio, ella lo terminaría en cuatro o cinco días porque, en su caso, no utilizaría los diccionarios ni papel borrador. Lo teclearía todo en simultánea. Y teniendo en cuenta el contenido corrosivo y odioso de esos textos, se esmerará en aplicar la fórmula consabida de: Traduttore, traditore, alterando, omitiendo y amortiguando expresiones, todo ello en beneficio de los Aliados. Añadirá incluso palabras y dejes y contrasentidos a mansalva que provocaran hilaridad y comicidad y que convertirán a los nazis en el hazmerreír de todos.
Poco antes de la pausa, apareció la secretaria, esbozando su habitual sonrisa.
—Siento llegar antes de la hora, pero quería pedirle un favor.
—No faltaba más. Dígame.
—Tengo que subir y colocar algunos libros en el despacho del señor vicecónsul y pensé que usted…
—Cuente conmigo, señorita Jonás.
La secretaria agradeció el gesto y ambas mujeres subieron a la azotea a tomar café con bizcochos. La cocina ocupaba una esquina de la amplia azotea. La traductora observó las demás azoteas que se extendían a lo lejos. Se podía pasar de una a otra sin tener que saltar el parapeto. Bastaba con trepar.
Las dos mujeres terminaron su desayuno y bajaron a la primera planta a recoger cada una dos paquetes de libros y llevarlos al despacho del diplomático.
—Yo bajo por los dos últimos paquetes —indicó la secretaria, depositando el lote en la mesa—, mientras usted vaya colocando estos en las estanterías.
—De acuerdo. Así lo haré.
La traductora cogió con ambas manos varios tomos y los fue colocando. Tuvo muy pronto un respingo al recorrer con la mirada los títulos. Eran libros científicos sobre la evolución del hombre y la exterminación de las razas impuras. Leyó al azar algunos, notando que su ritmo cardíaco no cesaba de acelerarse: Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, de A. de Gobineau; Mi lucha, de A. Hitler; Higiene Racial, de A. Ploetz; Domination et colonization, de J. Harmand; The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, de Ch. Darwin; Histoire de la Création des Êtres Organisés d’après les lois naturelles, de E. Haeckel.
Oyó algunos pasos acercarse. Continuó poniendo los volúmenes en la estantería superior de la biblioteca, mientras entraba la secretaria con otro bulto de libros.
—Coloque estos arriba también, por favor —rogó—, tengo que ir por la última carga. Hay que terminar antes de que vuelva de la cafetería el vicecónsul y sus dos ayudantes. No quiero que me reproche el haber solicitado su ayuda.
—No se preocupe. Me apresuraré.
Extendió las manos hacia los libros, pero estas se negaron de repente a moverse, quedándose petrificadas. Sus ojos estaban hipnotizados por una agenda. Su mirada se posó en un folio que sobresalía de ella. Recordó su misión de espía y estuvo al borde de gritar de rabia por no tener a su alcance la minicámara. Dejó escapar un largo suspiro. Miró alrededor. Silencio absoluto. Pronto subirán la secretaria y los nazis. Tenía que apresurarse. Extrajo el papel con las yemas del índice y el pulgar. Era un informe enviado por fax desde Berlín y con fecha de aquel día. Los ojos de la joven, ahora muy dilatados por el estupor y la angustia, filmaron el contenido, memorizándolo:
OPERACIONES DE MÁXIMO SECRETO.
Urge crear condiciones favorables y apoyo logístico, en sus respectivas misiones, a los siguientes agentes:
1—Greta Bloomdfield: remitir a Berlín nueve cuadros de fama mundial, confiscados a judíos franceses.
2—Hans Müller, operación Galut: censo de la población judía para inminente deportación.
3—Otto Klein: eliminar a tres británicos de alto grado y tres líderes marroquíes germanófobos, cuyos
nombres él solo conoce.
4—Sophía Merkel: proyecto Orfan, ideado por Himmler: secuestrar a niños rifeños expósitos para su
próxima germanización.
5—Karl Zimmerman: instalar hambruna en todo Tánger.
6—Frieda Von Uwe: reclutar a mercenarios como refuerzo para invadir Egipto.
Ante siniestros y macabros proyectos, la traductora sintió que le helaba la sangre y que estaba a punto de desfallecer. De su garganta escapó un grito que pronto reprimió. El terror la atenazó de nuevo. Respecto a la operación Galut, palabra que significa «diáspora», sabía que aquel censo antisemita constituía una grave violación del Derecho y una afrenta a la actitud y la persona del Sultán quien aseguró y confirmó solemnemente la protección de la comunidad judía, de casi 300.000 almas, considerándola marroquí de pleno derecho. El soberano se había negado además rotundamente a firmar los bárbaros decretos nazis que imponían la siniestra «solución final», programada dentro de la política de la «higiene racial». En cuanto al secuestro de niñas y niños (rubios con ojos azules), la joven sabía también algo sobre granjas humanas donde los nazis los germanizaban, borrándoles su identidad e inculcándoles la alemana para preservar la supuesta raza aria. «Orfan es una apócope de orfanato», pensó bruscamente Nadra, y en Tánger solo había uno, el de Ibn Al Mundir». ¿Podría ser este una tapadera para secuestrar a niños rifeños, rubios y de ojos azules?
Escaneó de nuevo con sus ojos el documento, antes de insertarla en su sitio, justo cuando entraba la secretaria con el último lote de libros.
—¿Se puede saber lo que está ocurriendo, señorita Jonás? —entonó en alemán un hombre, subiendo las escaleras, detrás de la mujer.
—Ah, señor vicecónsul. Han llegado libros de Alemania y los estoy colocando en su biblioteca.
El hombre iba a darle las gracias, pero, llegando al umbral de la puerta y viendo a una intrusa detrás de su despacho, quedó impertérrito, la mirada clavada, ora en la joven, ora en la agenda. Su rostro cambió luego de impasibilidad al enfurecimiento y en sus ojos brilló una terrible expresión de odio. Levantó bruscamente la mano y abofeteó a la secretaria con tal brutalidad que la pobre cayó al suelo y sus gafas saltaron y fueron a chocar contra la pared. La mujer rompió a llorar, desesperada, y las lágrimas le rodaron por las mejillas, la cara rojiza y opaca.
—¡Estúpida! ¿No entiende que estamos en guerra y que personas desconocidas son potentes espías? Salga de aquí y recoja sus cosas. ¡Queda despedida!
La traductora se inclinó, ayudó a la agredida a levantarse y la acompañó al rellano.
—¡Usted! —gritó entonces el nazi—. ¡Vuelva aquí! ¡No me ha dicho quién es usted!
El tono del diplomático estaba cargado de furia.
—Soy Nadra Zerhuni, la nueva traductora —dijo en alemán, con firmeza, entrando en el despacho.
Sus miradas se cruzaron, desafiantes. Ella vio en el hombre a un depredador innato al observar el tic que tenía de meter la uña del meñique entre sus incisivos centrales superiores. Rubio, alto, nariz aguileña, labios delgados, ojos grandes de color café oscuro, mandíbula pronunciada y un hoyuelo en la barbilla, cabello liso. Vestía un traje gris de marca, zapatos a la moda. Su rostro era el de un ególatra, un seductor codicioso, muy poco sociable e inteligente en cometer maldades. Estar a solas con él, era firmar su sentencia de muerte. El hombre la observó de igual forma. Y muy pronto su actitud arrogante y sulfúrica se suavizó y amansó. Había visto y conocido a mujeres de alta clase y belleza, pero la que estaba ahora frente a él las superaba a todas. ¡Pura sensualidad! ¡Pura dulzura! ¡Pura hermosura! ¡El tipo ideal y divino a torturar en la cama! El cuerpo perfecto en cuya piel dibujaría todo tipo de formas con su navaja, como lo solía hacer desde décadas. Sentir su sangre corriendo por sus manos, caliente y mezclada al semen, tras el orgasmo. Escuchar finalmente sus gemidos de dolor al morir, para sentirse él más vivo, más poderoso que nunca. Por el momento fingiría indiferencia y respeto. Luego la invitará al chalet donde solo el diablo sabe lo que le haría.
—Siento haberme comportado de forma brutal y descortés, señorita —dijo, esbozando ahora una sonrisa—. Como usted sabe, estamos en guerra y cualquier desliz o traición nos puede costar caro. Soy Herman Gayer, sustituyo al cónsul que viaja por Berlín.
—Lo entiendo perfectamente, señor vicecónsul. Su actitud de desconfianza la tendría cualquier responsable administrativo en cualquier institución.
—Le agradezco su indulgencia. Y me complace acogerla en este consulado. No obstante, quisiera pedirle algo que pudiera parecerle grotesco.
—Si se refiere a un acto concupiscente, no cuente…
—En absoluto. Soy un hombre que pone a la mujer en un alto grado de aprecio y respeto. Usted ha estado sola en mi despacho, en ausencia de la secretaria, y durante ese tiempo…
La traductora se puso tiesa, como si recibiera un impacto en pleno estómago, viendo cómo el diplomático dejó de hablar, abrió las manos, sosteniendo las palmas hacia arriba, con desconcierto.
—Ah, entiendo. Usted sospecha que soy espía y quiere cachearme para saber si oculto algún chisme que llevan los espías, como una cámara, por ejemplo.
—Admiro su sagacidad y comprensión. Pero no se preocupe, llamaré a una colega nuestra que procederá a registrarla.
El hombre hizo una llamada telefónica y en pocos minutos entraba una mujer que cortó el aliento a Nadra. Era la mismísima Frieda Von Uwe de la ficha memorizada, la especialista en sabotajes, la que tenía por misión reclutar a mercenarios para la guerra de Egipto. La bella demente lesbiana, la S3. La espía tuvo un mareo, pero procuró no perder el equilibrio. Notó que le sudaban las manos, la respiración entrecortada.
—Sentimos causarle este ultraje —expuso la agente nazi—, pero espero que lo entienda y acepte. No se preocupe. No la voy a desnudar. Procederé a palparla por encima de la ropa, incluyendo las partes íntimas. Levante las manos y separe las piernas, por favor.
Las finas manos de Frieda hurgaron suavemente en la cabellera de la traductora, realizando unas discretas caricias por su nuca, olisqueando el perfume embriagador y exótico con aroma de rosa. La inhaló. Sintió que todos sus sentidos vibraban, como si fumara opio. Suspiró hondo y lánguidamente, reprimiendo infinitos estremecimientos, la mirada magnetizada y clavada en los generosos labios de la joven. ¡Una afrodita tangerina!, pensó la nazi, ¡La ninfa del Estrecho! Por evitar el loco y divino beso, la agente SS procedió a palpar las axilas y la parte inferior del pecho. Introdujo algunos dedos en el escote y luego subió la falda con la mano izquierda, mientras la derecha se deslizaba hacia la entrepierna, manoseando el monte de Venus, toqueteando la pelvis, y finalmente estrujando las bragas con tal brutalidad que arrancó a la traductora una exclamación de consternación y a la vez de supremo placer.
—¡No, por favor, allí no! —sollozó.
La nazi interrumpió el cacheo al entrar una empleada con el bolso de la traductora. La joven sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo: ¡Iban a descubrir la minicámara! La auxiliar vació sobre la mesa todo el contenido del bolso, agitándolo boca abajo. La espía se quedó sin aliento un momento, al borde del desfallecimiento. Estaba perdida. La agente SS inspeccionó los objetos, uno por uno: un lápiz labial, crema de manos, gafas de sol, un cepillo para el cabello, un frasco de perfume, un miniespejo, llaves y la billetera.
Al ver cómo la nazi escrutaba cada objeto, centrando la mirada en el lápiz labial, la espía sintió que el pánico se apoderaba de su cerebro, paralizando todas sus articulaciones, dejándola como un pájaro sin alas. Su corazón golpeaba tan fuerte que sus latidos podían oírse a distancia.
—Siento mucho haberla ultrajado de esta forma, señorita —manifestó, apenada—. La inspección ha terminado. Queda usted libre de toda sospecha.
—Me alegro —entonó la traductora, aliviada, clavando su mirada felina en el lápiz de labios.
—Y para redimir esta penosa situación —agregó Frieda—, le ruego acepte mi invitación. Mañana organizo precisamente una pequeña e íntima fiesta en mi casa a las 19:00. Aquí tiene mi tarjeta.
La traductora adivinó las sucias intenciones de la lesbiana, pero tenía que hacerle la pelota, incluso fingir que aceptaba follar con ella, en beneficio de su misión.
—No sabe cuánto me alegro, señorita Von Uwe, por compartir su amistad —mintió la espía.
—Intuyo que seremos grandes amigas. Estoy impresionada por la fluidez con que habla mi idioma —reconoció la nazi, suspirando con regocijo—. Voy a avisar al señor Gayer. Acuda sin falta, por favor. Esperaré su visita con mucha ansia.
Poco después volvía el vicecónsul acompañado de otro hombre que Nadra reconoció, sin mostrar su profundo aturdimiento, como Otto Klein, «la bestia del látigo», G1, el que tenía ahora por misión asesinar a tres británicos y tres marroquíes. Era igual que en la foto. Ahora bien afeitado, con un traje gris algo usado, camisa blanca y una corbata celeste. Se notaba que, además de embaucador, era muy dado al flirteo. Su nombre no pegaba en absoluto con su físico, «Klein» significando «pequeño» o «enfermo».
—Me alegro mucho por su integridad y honestidad, señorita —proclamó el vicecónsul, al mismo tiempo que presentaba al agregado naval.
Ella notó cómo la desnudaba él con ese ojo único oscuro suyo, pero capaz de taladrar una muralla. Se estremeció cuando él le estrechó la mano. Lo hizo tan fuerte que sintió que le rompía los dedos.
—Un placer conocer a una nativa —declaró, llevando la mano de la joven a sus labios—, yo que ando loco buscando un guía que me haga visitar esta mítica y maravillosa ciudad.
—Nuestra traductora ha tenido ya bastantes sobresaltos esta mañana —intervino el señor Gayer con su habitual y falsa afabilidad de diplomático, cogiendo entre sus manos la de la joven—. De hecho, puede usted marcharse a descansar y vuelva mañana a su despacho de traducción.
La traductora se despidió inclinando la cabeza, la sonrisa amplia, y antes de bajar las escaleras, clavó la mirada en los grandes cuadros que reposaban en el rellano, junto a la pared, en espera de ser expedidos al museo de Hitler. No estaban envueltos. Se acercó cautelosamente, miró por el rabillo del ojo para cerciorarse de que no había moros en la costa, y procedió a identificarlos, separándolos ligeramente con ambas manos. ¡Todos de gran valor! ¡Todo una fortuna!: El Juicio Final, de Stefan Lochner; La Grande Odalisque, de Ingres; El Nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli; La pesadilla, de Henry Fuseli; Herencia triste, de Joaquín Sorolla; La noche estrellada, de Vincent Van Gogh; La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí; Mujer sosteniendo una fruta, de Paul Gauguin; Visión del Apocalipsis, de El Greco.
Saliendo de la Mendubía, tuvo un sobresalto al ver que G1 la estaba discretamente esperando. El sinvergüenza y el muy presumido estaba convencido de que la tenía comiendo en la palma de su mano y que aceptaría con locura que la follara.
—Perdone mi insistencia, señorita. Es que me siento tan solo y perdido en esta ciudad. ¿Aceptaría usted almorzar conmigo? Créame, solo busco amistad y compañía honesta. No tengo malas intenciones.
La espía iba a soltar una carcajada de mil demonios por esas falsas y cínicas palabras que no correspondían a las miradas con que la desnudaba y devoraba el malvado nazi.
—De acuerdo, señor Klein. No vaya luego a decir que los marroquíes no somos hospitalarios. Pero aquí se come tarde y yo necesito cambiarme. Luego lo llevaré adonde nunca ha estado.
—Gracias. ¿Y dónde quiere que la espere y a qué hora?
—¿Qué le parece café París, sobre las cuatro?
—Perfecto. Allí estaré. Mientras tanto voy a comprar cosas para mi apartamento.
—Procure que no le den gato por liebre.
Nadra bajó por la calle Siaghín, en dirección a la tienda de antigüedades. Las calles estaban muy concurridas al mediodía. Seguían circulando carros y burros, vendiendo verdura o transportando cosas. Los transeúntes se movían sin prisas. Los había con trajes claros y sombreros, en pantalones cortos o con turbantes y chilabas rayadas, mujeres cubiertas con sus haikes o faldones, soldados, niñas y niños descalzos, reclutados abiertamente, a cambio de unas monedas, a introducir panfletos nazis en árabe por debajo de las puertas, propaganda que tenía como objeto convencer a la población de que Alemania era la mejor garantía para la independencia y la prosperidad del país.
El señor Weisman era un hombre mayor, de rostro curtido por el sol, ojos inteligentes, la sonrisa amplia. La mujer prefirió no identificarse, por el momento. Sacó un pedacito de papel donde tenía inscritos el nombre y las medidas de los lienzos y preguntó cortésmente al anticuario si tendría réplicas de los mismos. El aludido estudió los títulos, asintió con la cabeza y, acatando la instrucción de la dama, fue a buscar las copias que envolvió en tres tubos de cartón. Ella pagó y, al salir del local, tropezó con un joven que entraba en ese momento. Ambos se disculparon y ella fue en busca de un taxi. Intuyó súbitamente que aquel hombre la había estado siguiendo, camuflado entre los transeúntes. Llevaba un traje marrón, algo usado, camisa blanca sin corbata. Era atlético, duro. Frente despejada, ojos grandes, mentón firme, boca viril, plegada probablemente por los reveses de la vida. Debía de tener poco más de treinta años y su aspecto general mostraba que era un hueso duro de roer. Un latente asesino que uno debería eliminar para conservar el pellejo. Cuando subió al taxi y, antes de alejarse, pudo ver en el rostro del hombre, parado al otro lado de la cera, el rictus de una dolorosa frustración.
Ya en su suite, Nadra se duchó, se secó y luego se miró en el espejo, totalmente desnuda: Sonrió, orgullosa, al reflejo que le mostraba. Se puso la ropa interior con cuidado. Estrenó un elegante y provocativo vestido celeste que mostraba más de lo recomendable. Quería conseguir que «la bestia del látigo», perdiera los estribos y delirara de deseo antes de acabar con él, por salvar a seis vidas, tres británicos y tres marroquíes. Para ello, le tenía un regalo sorpresa de los más mortíferos: en la parte superior del muslo interior derecho fijó con esparadrapo una potente cápsula de cloroformo que, al romperse y ser inhalada, dejaría dormido a cuatro camellos durante horas. Se puso unas medias finas y sus preciosos zapatos bajos que daban más glamour a su silueta. Se maquilló ligeramente, se pintó los labios con carmín, y antes de salir, abrió un bolso y observó, satisfecha, los misteriosos objetos que en él había.
Una dama de alta sociedad, elegantísima, madura, entró al consulado británico y dijo al guardia:
—Soy la señora Carlota Petrovna, duquesa rusa en exilio —expuso en inglés—, y quisiera ver al señor cónsul por un asunto de suma importancia.
—Bienvenida, señora —tarareó el agente de seguridad, impresionado por el aspecto aristocrático de la dama. Habló en un interfono y poco después añadió—: Sígame, por favor.
La acompañó hasta un despacho cuya puerta estaba ya abierta. La dama entró y Sir James, de pie, la observó, fascinado. Tenía el rostro de una divinidad griega. Pelo rubio, cayéndole sobre los hombros, frente estrecha, ojos azules, nariz carnosa, los labios muy finos y las mejillas algo prominentes.
—Tome asiento, por favor —tartamudeó el hombre, hechizado por tanta belleza—. ¿En qué puedo ayudarla, señora Petrovna?
Durante unos segundos, los dos permanecieron en silencio. El diplomático miró con agrado las piernas de la dama e iba a repetir la pregunta cuando abrió la boca, anonadado: la mujer se quitó de repente la peluca rubia, las lentillas de contacto, los aros de plástico de la nariz y las diminutas almohadillas de nilón que deformaban la línea de la boca y las mejillas. Y, como por arte de magia, quedó súbitamente al descubierto el auténtico y bello rostro de la espía tangerina.
—P…p…p… ¡Por todos los santos! ¿Qué significa esto? —El diplomático puso tal cara de aturdimiento que la espía se vio obligada a soltar una carcajada—. Dígame que no estoy soñando, señorita Zerhuni.
—No, Sir James, soy la agente NZ1, de carne y hueso, al servicio de mi país. Tuve que disfrazarme porque sé que sobre su consulado planean mil ojos, como águilas en busca de una presa. Y no contacté con Weisman porque el peligro es inminente y se trata de salvar vidas.
La espía sacó entonces del bolso una hoja de papel en la que había reproducido por escrito las siniestras operaciones de los seis agentes nazis.
Con manos temblorosas, el hombre cogió el papel y leyó el contenido. Sus ojos parpadearon de dolor y su rostro palideció, desfigurado por el espanto y la impotencia.
—¿Cómo ha logrado esta terrible información?
Ella le narró entonces todos los acontecimientos de la mañana, incluido el humillante cacheo.
—Ha sido usted muy valiente, señorita. La situación es tan grave que tengo que informar a mis superiores. Veamos: podemos frustrar la operación Galut, por ser ilegal en Marruecos, y también la operación «hambruna», porque controlamos el abastecimiento de la ciudad e impediremos que se aplique la política del mejor postor, que es lo que planea Zimmerman; pero nada podemos hacer contra la maquinaria asesina de Otto Klein, puesto que no conocemos a las víctimas que va a matar.
—Sí, podemos hacer algo, señor cónsul: no quitarles el ojo de encima. Así, nos darán pistas y podemos actuar en consecuencia.
—Tiene usted razón. Supongo que habrá que repartir tareas.
—Eso iba a proponerle. Yo me ocupo de Otto Klein, del proyecto Orfan y de la operación de reclutamiento de mercenarios. Y ustedes, del resto.
—De acuerdo, señorita. Y, ¿seguro que no ha olvidado nada?
—Claro que no, ¡he de encontrar y destruir la máquina antirradar! —aclaró ella, con modestia.
—Gracias, agente NZ1, la espía más hermosa y sagaz de la historia, no solo de Marruecos, sino del mundo entero. Estoy muy orgulloso de haberla conocido.
El falso agregado naval, estaba cómodamente sentado en el Gran café París, leyendo Das Reich, cuando oyó una melodiosa voz femenina en perfecto alemán:
—Disculpe, caballero, soy la duquesa Carlota Petrovna y estoy buscando un restaurante típico donde preparan cuscús y no sé si usted…
El aludido se puso en pie y quedó un momento perplejo ante tan incomparable aparición. ¡Una duquesa rusa hablando alemán sin acento!
—Lo siento muchísimo, señora, soy extranjero también. Pero, ¿cómo sabe que soy alemán?
—Por el periódico que está leyendo.
—Claro. ¡Qué idiota soy! Pero, ¿por qué me mira de ese modo? ¿Acaso nos conocemos?
—Quizás, quizás. ¿Qué le parece si le invito a una copa?
—Lo siento mucho, pero estoy esperando a otra dama. Deme su teléfono y la llamaré sin falta.
Haciendo caso omiso de sus tiquismiquis, la dama se irguió un poco y le susurró al oído quién era.
El hombre se echó a un lado, patidifuso, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, sin dejar de observarla, parpadeando, como quien despierta de una pesadilla.
—¡Imposible! Usted es el mismísimo demonio. Pero, ¿a qué viene este disfraz de película?
—Los rifeños somos muy puritanos, y si uno de mis hermanos me viera con usted paseando por el Zoco Chico o por el Puerto…
—Claro, entiendo. ¡El honor! —concedió el nazi, suspirando de placer y admiración—. Esta es la mejor forma de ir de incógnito. Bien, señora Petrovna, ¿adónde piensa llevarme y qué promete ofrecerme?
—Ahora le haré de guía, después iremos a comer y luego… a pasárnoslo bomba.
Dejaron la calle de la Libertad que llevaba al Hotel Minzah y Zoco Grande y caminaron por el Bulevar Pasteur hacia la Terraza de los perezosos, con su cuarteto de cañones históricos, una explanada pavimentada con vistas panorámicas sobre el Puerto, el Estrecho de Gibraltar y Tarifa. Cruzaron una calle por la parte baja y pronto apareció el Gran Teatro Cervantes. Había unos enormes carteles anunciando la inminente llegada, por separado, de dos estrellas: la mítica Josephine Baker y la legendaria Conchita Piquer, para interpretar con su gran perfección vocal las composiciones más famosas de sus diferentes repertorios. G1 avistó un bar y mostró su deseo de tomar una copa. Pero la espía tangerina lo disuadió, por ser aquel un lugar de mala frecuentación, donde acudían delincuentes, malhechores y marineros para ligar con chicos y prostitutas y fumar kif. Lo llevó, en cambio, al mítico Excélsior, frecuentado por la élite de la ciudad, europeos de ambos sexos y de diferentes nacionalidades, nativos adinerados y militares de alto grado. Acudió un camarero negro, solícito, la sonrisa mostrando su fina dentadura de caballo.
—Un gin tonic —pidió el falso agregado.
—Lo mismo —aclaró la espía—, pero por ser yo rusa, lo prefiero con Vodka.
Antes de tomar su bebida, la falsa duquesa se quitó los aros de la nariz y las almohadillas de la boca. Salieron poco después y tomaron la animada calle Marina, que lleva al puerto, pasaron por la puerta de Bab el Marsa, junto a las antiguas murallas portuguesas, y se detuvieron en el Ali Babá donde pidieron un tayín de ternera acompañada de patatas asadas, aceitunas, almendras y albaricoque, además de dos platos con fruta troceada y un servicio de té, agua y vino.
Antes de visitar el Kursaal Francés, dieron un furtivo paseo por la Casbah, rodearon el cementerio judío y contemplaron de paso la sinagoga Nahón, una de las más hermosas de Marruecos y más majestuosas del mundo. Tomaron la calle Portugal, luego la avenida España, con su legendaria Terraza Renschhausen, su bello mirador florido, rodeado de bancos de piedra, setos surtidores de agua y sus palmeras importadas de Alicante, además de la imponente estación de ferrocarril.
El Kursaal estaba concurrido a esa hora del atardecer: gente que bailaba en la pista, otros que disfrutaban del cinematógrafo, de la danza de vientre en el cabaret contiguo y de las vistas que ofrecía la terraza. Los recién llegados se presentaron al gerente como el señor Klein, de Berlín, y la señora Petrovna, de Moscú. Prefirieron escuchar música en el salón, tomando unas copas de Dry Martini, compuesto de ginebra y un chorro de vermut.
La endiablada voz de Duke Ellington inundaba la estancia y transportaba a los oyentes a los confines de la felicidad:
«Sophisticated Lady», «In a Sentimental Mood», «Do Nothing till You Hear from Me»,
«Don’t Get Around Much Anymore», «In a Mellow Tone»
El apartamento de G1 estaba a dos manzanas del hotel Cecil, frente a la playa, donde muchas familias y amigos llegaban para disfrutar del aroma de las noches marítimas, mientras que otros regresaban a sus hogares.
En cuanto entraron al salón, el nazi agarró febrilmente a la joven por la cintura y la besó bestialmente.
—Espera, Tarzán —rio ella, suavizando la tensión—, el sexo se hace con dulzura y tacto.
—Si no hay sadismo y triquiñuelas, no es sexo, querida —replicó él, estrujándole las nalgas.
—Bueno, déjame por lo menos quitarme la peluca y las lentillas de contacto —suplicó ella, zafándose y dirigiéndose al cuarto de baño, donde se quitó el disfraz, se desnudó, dejando las bragas, arrancó el esparadrapo donde tenía disimulada la cápsula, la ocultó en la mano y salió. Mientras tanto, él se había tomado varias copas de Ballantines y estaba ahora desnudo en la puerta del dormitorio, con un látigo en una mano y en la otra, unas esposas.
—¿Qué significa esto? —gimoteó la joven—. ¿No querrás hacerme daño?
—No. Solo un juego de calentamiento previo al sexo —mintió el nazi, cuya verdadera intención era asesinarla, después de follarla—. Te azotaré el culete hasta ponerlo rojo, antes de esposarte y hacerte guarradas especiales que hacemos los jefes nazis con las bellas mujeres como tú.
—Ah, vale. Me gusta. Pero antes quiero que me olisquees las bragas.
—¡Waw! Ese es mi punto débil. De acuerdo. Échate entonces en la cama y abre las piernas.
—No, mejor ponerme en cuclillas sobre ti y hacerlo a mi manera. Te va a excitar más.
—¡Vaya! Pero si eres más perversa que yo. Eres una verdadera puta cerda. Me enloquece la idea.
Él se echó de espaldas, momento que aprovechó ella, antes de montarlo, para quitarse la braguita rosa de suave microfibra con encaje, romper la cápsula con la velocidad del relámpago, empapar con el líquido la prenda y aplicársela a la nariz, primero frotando suavemente, luego con fuerza. El hombre respiró hondo el gas tóxico, sin enterarse del peligro, porque el olor del cloroformo es dulce y agradable y porque su mente estaba cegada y ofuscada por la obsesión de poseer ese demoníaco y exquisito cuerpo femenino. Ella siguió restregando con violencia la prenda íntima contra su boca, a guisa de mordaza. Minutos después, G1 tosió y empezó a sentir vértigo.
—P… p. Pero ¿qué me estás haciendo? ¡Has intentado narcotizarme! ¡Hija de puta! ¡Mora de mierda! ¡Criatura de raza inferior! ¡A mí! ¡Un ser superior! ¡Un ario! Ahora verás lo que te mereces.
Sin parar de toser, el nazi arrancó la prenda de las manos férreas de su agresora, golpeándola al mismo tiempo con violencia en el rostro. La joven cayó de la cama, chocando su cabeza contra el suelo. Él se irguió de prisa y saltó sobre ella, asiéndola por la garganta con sus manos como tenazas para estrangularla. Se oyó un leve rechinamiento. La espía empezó a sofocar. A agonizar, los ojos dilatados. De pronto, G1 empezó a relajarse, soltando a su presa, lo suficiente para que ella respirara la porción de oxígeno que le devolviera la vida. Empujó de lado el cuerpo del hombre, sin dejar de mirarle. Tenía la boca desencajada, el ojo sin parche, reventado. Estaba muerto. El gas había invadido las neuronas de su cerebro y este dejó simplemente de funcionar. La espía no se lo creía. El plan que tenía consistía en anestesiarlo, dejándolo sin fuerzas, y ahogarlo luego en la bañera, simulando un accidente. Para su gran alivio, el azar, o quizás una posible enfermedad cardiovascular del nazi, le había simplificado las cosas: arrastró pues el cadáver, lo metió en la bañera y, antes de abrir el grifo, levantó la cabeza del muerto y la dejó caer brutalmente contra el borde de la bañera. Mientras esta se llenaba, borró meticulosamente sus huellas, limpió el suelo por donde arrastró el cadáver, lavó las copas y las guardó, dejando a la vista la botella de whisky como prueba de que la víctima se había emborrachado antes del accidente, se vistió y se puso el disfraz, luego cerró el grifo de agua de la bañera que se había llenado. El rostro de G1, alias «la bestia del látigo», era ahora exactamente lo que parecía: el de un hombre que resbaló en la bañera, se partió la crisma y murió por inmersión. De todos modos, incluso si hubiera una probable encuesta, cosa casi imposible en tiempos de guerra, algunos raros testigos dirían que lo vieron conquistando a una turista rusa de alta cuna, muy hermosa y con cara de ángel, incapaz de matar a una mosca… Una turista que, por supuesto, nunca existió, pero que, ¡oh, paradoja!, había salvado la vida a seis personas.
La espía tangerina entró disimuladamente en un bar cercano, se quitó el disfraz en los aseos de las damas y salió, rumbo al hotel Continental.
Se duchó y se vistió todo de negro, jean, camisa, zapatillas y gorra. La duquesa rusa transformada ahora en pantera negra. Salió, llevándose un neceser y los tubos conteniendo los lienzos. Las calles empezaban a quedar desérticas. Cuando llegó al final del Zoco Chico, tomó una callejuela paralela a la del consulado alemán, por la parte trasera. Se detuvo ante el portal de un edificio. Estaba cerrado. El siguiente también. El tercero estaba vigilado por un sereno que dormitaba sentado, en compañía de una botella de vino barato. Entró como una sombra y el viejo ni se percató de ello. Llegó a la azotea y suspiró de satisfacción: la del consulado estaba en tercera posición. Pasó a la siguiente, agachándose bajo unas sábanas que se secaban a la intemperie, tendidas en cordeles de alambre, y pasó a la otra. Sacó una llave maestra, forcejeó con la cerradura de la cocina, entró, abrió la ventana que daba al rellano del piso y se deslizó, evitando cualquier ruido que alertara al agente de seguridad que se encontraba afuera. Bajó los cinco peldaños que conducían a los despachos de los jefes nazis. Brillaba una tenue luz reflejada por las farolas en el exterior. ¡Los cuadros permanecían en su sitio!
Sustituirlos era un juego de niños, porque los bastidores, que mantenían en tensión al lienzo mediante grapas y cuñas, eran idénticos. La dificultad o el peligro residía en la larga duración de la operación, teniendo en cuenta que cualquier ruido o falso movimiento pudiera atraer la atención del agente nocturno de seguridad. Sacó del neceser un mini martillo y unas pinzas y procedió a quitar las gratas en el reverso del primer cuadro, poniéndolo boca abajo. Desenganchó cautelosamente las ocho cuñas y retiró con la misma cautela la obra original, que sustituyó meticulosamente por una réplica, fijándola con las mismas grapas y tensándola con las mismas cuñas. Y así procedió con los demás cuadros. Al terminar la operación, enrolló los lienzos y los metió en los tubos de cartón.
Pasó luego a la oficina de asuntos de seguridad, abrió la puerta y empezó a microfilmar con su lápiz de labios todo lo que le parecía interesante: mapas, planos, agendas, documentos… Tuvo que encender la luz, consciente del riesgo que corría. Un mapa en particular atrajo su atención. Mostraba en rojo posiciones de operaciones militares y estrategias de asedio y combate en Marsá Matrúh, El Alamein y Tobruk. La espía se esmeró en apoyar el codo en un soporte sólido, utilizó libros, para evitar moverse a la hora de presionar el botón de disparo. Microfilmó tres documentos que detallaban dichas operaciones, con nombres de los generales, las tácticas y la ubicación de ejércitos. Oyó algunas pisadas, ¿o era su imaginación que le jugaba una mala jugarreta? No. Su oído era el de un felino. Alguien subía para inspeccionar. Era el agente de seguridad. Llegó hasta el rellano del tercer piso. Barrió la estancia con el haz de luz de su potente linterna. Proyectó el foco hacia la puerta de la azotea y la ventana de la cocina. Ambas estaban cerradas. Todo en orden. En la cocina, la pantera negra contuvo la respiración un momento, aguardó a que el guardia volviera a su puesto, luego salió a la azotea, cerró la puerta y se perdió en la noche.
5
Nadra estaba enfrascada en la tarea de la traducción cuando llamaron a la puerta. Era la nueva secretaria que, sin entrar ni saludar, le anunció, consternada, que el vicecónsul quería verla en su despacho. La actitud hostil de la auxiliar indicaba que la situación era grave para ella. Pensó que el asunto tenía que ver con el asesinato de Otto Klein o la sustitución de los lienzos. En ambos casos sintió que no tenía salvación. Tampoco podía huir y salvar su pellejo porque habrían alertado a los guardias e incluso a los empleados. Se levantó y caminó detrás de la auxiliar, con la sensación neta de que se dirigía a la silla eléctrica. Subieron al tercero. Al ver el despacho del nazi, notó súbitamente que necesitaba aire, pero sabía que no lo había, porque el sudor le resbalaba por las axilas, le escocía los ojos y el calor empezaba a asfixiarla. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca y rasposa. Pensó en la cápsula de cianuro que tenía disimulada en el brazalete de oro en su mano izquierda. Sabía cómo hacerlo en su debido tiempo. Un detalle la tranquilizó o, por lo menos, descartó el asunto de los cuadros: estos no estaban en el rellano, frente al despacho del vicecónsul. Ello significaba que Greta Bloomdfield, la «Lilith, diosa del mal», se los había llevado temprano por la mañana, destino a Berlín. La auxiliar llamó a la puerta, anunciando a la traductora, y se marchó.
—Pase, señorita Zerhuni —invitó el diplomático, con una sonrisa resplandeciente que dejó a la espía tan imperturbable e impertérrita como una ostra—. Siento interrumpir su trabajo, pero quería solicitar su colaboración.
—Usted dirá, señor Gayer.
La amplia sonrisa de la traductora borró la mueca anterior, que era la de un condenado a muerte. «Has hecho una montaña de un grano de arena —murmuró para sus adentros—, ten confianza y ya verás cómo todo saldrá a pedir de boca».
—Organizamos un viaje de ayuda humanitaria de tres días al Rif profundo; queremos sacar de la pobreza a esa población —prosiguió el nazi— y necesitamos a un intérprete nativo. Pensé en usted.
—Le agradezco su confianza y consideración, señor vicecónsul —mintió ella, adivinando las verdaderas intenciones propagandistas del nazi.
—Le triplicamos los honorarios —especificó el hombre, deseando hacer mella en ella, para tenerla secuestrada y realizar su obsesión enfermiza—. Cubriremos, además, sus gastos de la estancia.
—¿Han previsto ya el itinerario y el alojamiento?
—Todo programado. Para su seguridad y la nuestra, nos instalaremos en un lujoso Riad en Villa Sanjurjo o Alhucemas, frente al mar. Será muy romántico, créame. Por cierto, ¿me puede explicar que significa «Alhucemas»?
—En rifeño decimos «Tagsut», tierra fértil, o «Tijdit», suelo arenoso, y Alhucemas alude a lo mismo, aunque significa ‘espliego’ y lavándula, que son plantas sufruticosas.
—Gracias por esta interesante información —dijo el nazi, luego preguntó, hurgando en sus dientes con la uña del meñique, tic que la joven tradujo como una íntima y mórbida perversión—: Sé que no viene al caso, pero, aprovechando su erudición, quisiera aclarar una duda que tengo. Soy un fan del flamenco y alguien me dijo que su origen es árabe. ¿Es verdad esto?
—En efecto —asintió la traductora—. La palabra misma nos lo explica. En árabe se dice «felah mankub» que significa «campesino despojado». Se refiere a las lamentaciones a voz en grito de los musulmanes que perdieron sus tierras durante la Reconquista.
—Es usted una enciclopedia, señorita. Bien. Volvamos al tema: ¿Acepta entonces la misión?
—Claro, ya que forma parte de mi trabajo —mintió la espía, interesada por descubrir otra posible conexión con el «proyecto Orfan»—. ¿Para cuándo es?
—Veamos, hoy es miércoles. Esté pues lista el viernes por la mañana a las 10. Desayunaremos en su hotel, antes de emprender el viaje.
Se despidieron y la traductora subió a la azotea a tomar café. Los empleados comentaban el mortal y lastimoso accidente de Otto Klein, consecuencia de su borrachera. Contaban que había sido visto en varias tabernas, con una puta rusa, borracho como una cuba. Aprobaban todos la justa decisión del vicecónsul de echar tierra sobre «aquel escándalo, por no ensuciar la imagen de la Gestapo», según decía el mismo diplomático. Greta Bloomdfield se ocupó de la repatriación del ataúd, además de custodiar el traslado de los cuadros al museo de Hitler.
Al salir del consulado, la espía fue primero a la oficina de Correos a avisar a su contacto habitual en Gibraltar sobre la venta de los cuadros y luego a entregar los microfilms a Weisman. Este se sorprendió al reconocer a la compradora de los lienzos, pero su sorpresa aumentó cuando descubrió a la espía, al intercambiar las contraseñas de contacto. La visitante optó por comprar un jarro de arcilla, en vez de seguirle a la trastienda. El viejo sabueso entendió la estratagema: había muchos clientes en la tienda y mil ojos observándolos. La joven pagó y salió. Weisman recogió las tres monedas dejadas junto a la caja de cobro. Comprendió que contenían los microfilms. «Esta chica supera en inteligencia a todos los espías del mundo», dijo para sus adentros.
El orfanato «Ibn Mundir» era un edificio de tres plantas, situado en una callejuela adyacente a la Villa Carleton, no lejos del Consulado español. Una anciana de aspecto británico, pulcramente vestida, se acercó a la institución y observó el letrero. Llevaba una falda con mucho estampado, un par de medias color marrón claro y una blusa gris. Llevaba guantes blancos finos, gafas y un gorro con flores le cubría el moño. Levantó la aldaba y dio algunos discretos golpes en la vetusta puerta de madera. Poco después le abría una joven, que debía ser la secretaria, invitándola a acomodarse en uno de los tres sillones situados frente al despacho, sin dejar de observar con secreta admiración a la anciana, porque, pese a la arrugada frente y las «patas de gallo» en la comisura de sus labios, no aparentaba su edad. La mujer se presentó como Astrid Berkeley, una filántropa inglesa, que acudía con intención de hacer un don al orfanato.
—¡Cuánto le agradecemos este noble gesto, señora Berkeley! Si hubiese acudido un mes antes, habríamos aceptado gustosos su apreciada oferta. Como usted misma puede ver —aclaró la secretaria, mostrando el nuevo y moderno mobiliario—, una empresa alemana se encarga actualmente de subvencionar el orfanato a todos los niveles, manutención, ropa, educación e incluso sanidad, ya que muchos de nuestros niños enfermos tendrán pronto y por primera vez la posibilidad de ir a Alemania a recibir tratamiento.
—¡Qué suerte tienen estas pobres criaturas! —exclamó la anciana, poniéndose en pie—. ¿Cuántos hay aquí?
—Treinta niños y veinticinco niñas. Tenemos dos enfermeras, dormitorios para cinco individuos, dos salas de estudio y un amplio jardín para el recreo.
—Bien, bien. Iré pues a prestar ayuda a otros centros que lo necesiten. Gracias por su acogida.
Astrid Berkeley salió y se dirigió a su coche, un impresionante Lagonda V12, que había sacado por la mañana porque tenía que realizar varios desplazamientos, entre ellos, la visita a Frieda Von Uwe, ya entrada la noche. Condujo hasta el barrio San Francisco y se detuvo en una plaza poco concurrida. Se aseguró de que la capota de lona y las ventanillas estaban bien subidas y procedió a quitarse el disfraz para volver a ser lo que era en realidad, la espía tangerina más audaz del mundo. El disfraz o camuflaje está en la misma naturaleza, utilizado tanto por las plantas como por los animales que adquieren el color del ambiente en que están para atacar o burlar a posibles predadores. Los humanos, regidos por el mismo instinto reptiliano de supervivencia, se sirven también de ello como medio de realizar sus propósitos. En la vida o cazas o te cazan. O eres predador o presa. Bien es verdad que hay una excepción a esta ley de la jungla: una minoría obra por una causa justa o por el bien de todos, y Nadra pertenecía a esa minoría.
Ahora tenía la absoluta certeza de que el hospicio era una tapadera para el «proyecto Orfan», el laboratorio previo a la germanización de los niños rifeños. Sabía también quién presidía el macabro proyecto. El enigma consistía ahora en saber cuándo y desde dónde embarcarían a esos niños catalogados de «enfermos» para esquivar el control aduanero y ocultar el verdadero destino inhumano de esos desdichados expósitos. Sacó del bolso toallitas desmaquillantes y dos frasquitos, uno de agua micelar y el otro, un tónico facial casero y, mirándose en el espejo del retrovisor, empezó a desmaquillarse. Puso todos los elementos del disfraz en una bolsa de plástico que tiraría más adelante en un lugar adecuado, arrancó y bajó al Bulevar para almorzar. Aparcó cerca de «Sindibad, el Marinero», el mejor especialista en pescado a la plancha. Cruzó la calzada y entró al restaurante.
Dos hombres, que salían en ese momento, le sonrieron, lanzándole atrevidos piropos. La mirada de la espía se clavó súbitamente en la boca de uno de ellos y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para ocultar su espanto. El individuo tenía dientes de conejo. Era alto, coloso y de rostro amelonado. El asesino que había degollado al agente de Sir James que ahora ella sustituía. Llevaba esta vez indumentaria europea. La joven fingió indiferencia, caminó hacia una mesa y, en vez de sentarse, retrocedió y salió del local, dispuesta a seguir al coloso para saber dónde vivía o qué haría, antes de informar a Sir James. Lo observó de espaldas. Su silueta era imponente. Cruzó la calzada y, con el paso presuroso de alguien que tuviera una cita, caminó por una de las callejuelas que llevan a la playa. Se detuvo para encender un cigarrillo, luego continuó su marcha. Nadra le pisaba los talones a poca distancia. Se detuvo de nuevo al ver que un mendigo le tiraba de la manga con desesperación, rogando caridad, y por limosna recibió un violento empujón que lo echó de bruces contra el suelo. Al tomar una nueva callejuela a la derecha, una pendiente con tiendas a cada lado e intersecciones hacia el Zoco Chico, el coloso se giró para ver si lo seguían, pero ella tuvo un reflejo relámpago para volverse y fingir entrar en un chiringuito. Esperó unos minutos y, antes de continuar la persecución, ayudó al viejo agredido pordiosero, acompañándolo al chiringuito donde le pagó el almuerzo y le dio una generosa limosna. Echó varias monedas en el tarbush rojo de un viejo sabio que leía el mektúb mediante huesos a un grupo de mujeres melancólicas sentadas en cuclillas haciendo corro. La espía no era supersticiosa ni creía en cosas sobrenaturales, pero la injusticia y la miseria que azotaban a sus semejantes le partían el corazón. Dobló la calle, bajando por el trecho de escaleras de piedra de la pendiente, y por suerte vio cómo desaparecía el asesino. Con apremio y angustia, la espía llegó a la boca del callejón y se asomó para evitar encontrarse cara a cara con una desagradable sorpresa. El callejón corría muy largo y angosto y, hecho insólito a aquella hora, estaba desértico y silencioso. Apenas el zumbido de algunos insectos. «Los habitantes, pensó la espía, habían sido obligados a abandonar el lugar porque las viviendas amenazaban con derrumbarse». Vislumbró dos puertas vetustas de madera, color azul. Una cercana y la otra, al fondo. El coloso tenía que haber entrado por una de ellas porque el sendero era larguísimo y ella lo habría visto caminar. Se acercó a la primera puerta y pegó el oído para acechar, conteniendo la respiración. En una fracción de segundos, la puerta se abrió bruscamente y unas manos como tenazas aspiraron a la joven hacia dentro, cerrando luego la puerta a cal y canto.
—¿Para quién trabajas? —estalló con furia el villano de dientes de conejo, echando al suelo a la joven espía, montándola y apretando su garganta con sus enormes manos para estrangularla.
La tenía sujeta e inmovilizada con la presión de sus rodillas en los costados. Nadra sintió cómo la vida se le escapaba de entre las manos. Empezó a sentir que se quedaba sin oxígeno, notando cómo su cerebro comenzaba a embotarse. Encima de ella el cruel y crispado rostro amelonado seguía repitiendo con sus gruñidos la misma pregunta, sin dejar de agarrotar su garganta. La joven forcejeó desesperadamente y, al hacerlo, su pecho enhiesto quedó a la vista del coloso que, tomado por sorpresa, se olvidó de su enemiga e instintivamente y con deleite acarició con sus fuertes y viriles manos los generosos senos, la saliva brotándole de la boca. Al inclinarse a besar con furia sus labios y al sentir su cuerpo duro y ardiente contra el suyo, pidiendo sexo, la espía gritó con desesperación, forcejeando. A guisa de mordaza, él alzó la mano que cerró en puño de acero y le descargó un golpe en plena cabeza, fulminándola al instante. Los párpados de la joven se cerraron, pesados, y la oscuridad la engulló. Momento que él aprovechó para levantarle la falda y arrancarle las braguitas. «Mujeres como estas, pensó, tienen que ser violadas, antes de ser asesinadas». Empezó a bajarse el pantalón y los calzoncillos, dispuesto a embestirla con frenesí, cuando alguien llamó a la puerta. «¡Maldita sea!, murmuró el coloso, es mi compañero de piso que regresa de trabajo. Le diré que vuelva una hora más tarde». Fue a la puerta, subiéndose los pantalones y, al abrirla, recibió en plena barbilla lo que en boxeo se llama «gancho», un tremendo golpe lanzado desde abajo hacia arriba. Se oyó un crujido de huesos que se rompen. El coloso se echó atrás, sin perder equilibrio, aturdido y aterrado al ver que escupía los dos únicos dientes de conejo que le quedaban. El hombre del traje marrón vio a la mujer tumbada, inconsciente, cerró la puerta y se abalanzó sobre su rival, dándole otro golpe seco y fuerte en pleno estómago que lo derribó al suelo. Asombrosamente, recuperó sus fuerzas y se irguió, dispuesto a atacar a su contrincante. De nada le sirvió: este le golpeó con el pie derecho en el bajo vientre, y el villano soltó un bufido de dolor. En ese momento la joven volvía en sí y miró a ambos hombres, presa del más grande espanto.
—No tenga miedo. Ambos perseguíamos al mismo individuo —explicó el intruso, señalando al vencido coloso. Se presentó, mientras la ayudaba a levantarse.
—Gracias por salvarme la vida, señor Adil —dijo la joven, poniéndose en pie para estrechar la mano de su auxiliador.
—Déjenme irme. Yo no sé nada —farfulló el villano, una mano en la entrepierna y la otra en la boca, mirando ora a la mujer, ora a su atacante, sin comprender.
—Con que no sabes nada, ¿eh?, traidor asqueroso —ironizó el joven, acusándole con el índice—. El servicio de contraespionaje marroquí sabe que trabajas para los nazis, traicionando a tus propios hermanos. No te detuvimos antes porque queríamos que nos guiaras a descubrir a otros como tú.
—Podemos liberarte con dos condiciones —intervino la espía, en actitud conciliadora—: que nos des la lista de tus colegas y nos digas dónde está la máquina antirradar que arrebataste al agente que asesinaste hace cuatro días.
—No sé de qué me está hablando —carraspeó el aludido, aún en estado de shock.
—¡Sí que lo sabes! —insistió la espía, sacando del bolso un inofensivo cepillo para el cabello. Apretó un botoncito y paralelamente a las cerdas apareció un agudísimo y largo estilete de acero, tipo bisturí, que dejó anonadados a ambos hombres.
—¡Habla de una maldita vez, cobarde! —le espetó la espía, rozándole la yugular con la punta del bisturí, mientras su compañero lo mantenía inmovilizado. Forzó la presión al ver que no respondía.
—No, por favor, no me maten —suplicó finalmente—. La máquina está acoplada a una parabólica instalada en el tejado de la iglesia San Andrés.
—¡Menuda chusma y gentuza sois! ¡Profanar un lugar sagrado! —exclamó la espía, con repulsa.
—¡Y ahora la lista! —ordenó el contraespía, sacando una libreta y un bolígrafo.
Cuando terminó de dictar, el aludido pidió clemencia. Nadra miró a Adil y este asintió. Su mirada quería decir «no perdonar a los traidores de la patria». El estilete se hundió entonces profundamente en el cuello del hombre, atravesando la garganta como si entrara en un paquete de mantequilla.
—Esto por tu traición y por los compatriotas que asesinaste —sentenció la espía, retirando luego la hoja sangrante para limpiarla, antes de salir de ese macabro callejón.
Bajaron precipitadamente al puerto y acabaron entrando inesperadamente al hotel Continental.
—Me hospedo aquí —comentó la espía, con entusiasmo—. Te invito a almorzar para celebrar este encuentro, pero primero he de subir a cambiarme.
—Muchas gracias. Yo me asearé en el lavabo del hotel.
—Vale. ¿Pedimos antes el menú?
—Elige tú para los dos, así me darás una sorpresa —concedió el joven, con una sonrisa gatuna.
Media hora más tarde, la pareja estaba sentada a la mesa, disfrutando de unos platos de pollo estofado con pasas, albaricoque, sémola y almendras. Él tenía un hambre canina, pero la belleza de la joven y su forma de comportarse contrarrestaban su voracidad. La contempló un momento y por primera vez en su vida comprendió lo que era enamorarse. Llevaba un jean estrecho y una camisa de manga larga a rayas en verde y blanco, el rostro radiante, ojos y labios de ninfa, el cabello recogido en trenza lateral. Llegó el postre, unas exquisitas tartas de manzana, té a la menta para el caballero y café solo para la señorita.
En el rincón cerca del bar, el viejo Mac Anderson y su nueva orquesta interpretaban algunas de las canciones de jazz más famosas: Frenesí, de Artie Shaw; I’ll Never Smile Again, de Frank Sinatra; Perfidia, de Xavier Cugat; When You Wish Upon A Star, de Cliff Edwards; Amapola, Jimmy Dorsey; Our monday date, de Louis Armstrong…
—Bueno, yo ya te conté lo imprescindible sobre mí —apuntó la joven, tomando su café con delicadeza y sin sorber—. Ahora te toca a ti, mi querido salvador.
—Nada fuera de serie —contestó el joven—. Soy de Rabat, estudié ingeniería industrial y hace un año ingresé en el servicio secreto marroquí de contraespionaje para cazar a los enemigos de nuestra patria y sus instituciones. Sabemos de una misteriosa mujer que ayuda a la Resistencia y hoy, gracias a ese desgraciado coloso, la he conocido en persona. Es un verdadero honor ver que nuestras respectivas misiones tienen la misma meta.
—Honor compartido, estimado colega —indicó ella, añadiendo a continuación—: ¿podemos coordinar nuestras operaciones?
—Claro que sí. ¿Tienes una radiotransmisora?
—No.
—Te doy la mía. Yo tengo otra en casa —dijo, sacando del bolsillo de la chaqueta una mini radio—. Es pequeña, pero muy potente.
—¿Es fácil de manipular?
—Sí. ¿Ves estos dos botones? —explicó el joven, mostrándolos—, este de arriba es de llamada y el de abajo, es de recepción. Así que para llamar, aprietas el primero, y para escuchar, aprietas el segundo, después de oír los zumbidos «bip, bip, bip, bip». La radio tiene la misma onda clave que la que tengo en casa. ¿Está todo claro?
—Más claro que el agua.
—Bien —concluyó el contraespía, poniéndose en pie, satisfecho—. Ahora me toca a mí ir a cambiarme y descansar. Ha sido un placer conocerte.
—Igualmente, estimado colega. Hasta pronto.
Poco después, Nadra cogió un taxi para recuperar su flamante coche. Condujo luego rumbo al Bosque Diplomático que se hallaba a la salida de la ciudad, ruta de Rabat. Tomó el camino de Cabo Espartel, dejando al noreste el famoso Faro dónde el mediterráneo se convierte en océano. Anochecía y como el trayecto se anunciaba largo, la espía encendió el radiocasete del coche. ¡Qué maravilla escuchar Las Cuatro Estaciones, de Vivaldi! El itinerario, la vegetación, todo adquiría nuevos matices mágicos y enternecedores. Llegó al cruce Idarán, dejó a la derecha la ruta de las Grutas de Hércules y circuló a la izquierda, por la de La Playa de Robinson. Eran casi las nueve de la noche cuando llegó a la boca del Bosque. Vio la pequeña explanada que servía de estacionamiento, aparcó y apagó el motor, las luces y el radiocasete. Escrutó los cinco vehículos aparcados. Reconoció el Packard súper 8 de Frieda Von Uwe. El Lincoln Zephyr Cupé, de Karl Zimmerman, no estaba. El lugar parecía desértico, con apenas algunos pequeños chalés alrededor, autónomos y bastante apartados, construidos por una empresa española para las autoridades de alto rango. La espía localizó al instante el chalé alquilado por la pareja nazi cuya relación no era sentimental, sino puramente profesional. La vivienda estaba en la segunda posición. Constaba de dos plantas y estaba ubicada en el centro de un jardín vallado, con un reducido parking bien diseñado a un lado del porche. La espía empujó la verja y entró en el recinto. De repente se quedó petrificada al ver a un enorme dóberman plantado ante ella, cerca de la puerta. Su espantosa boca abierta estaba provista de unos largos y afilados colmillos. La joven sabía que no tenía que moverse ni llamar a Frieda si quería evitar que el felino saltara sobre ella y le clavara sus garras en su pecho, antes de hundir los espeluznantes colmillos en su garganta. Tenía la cabeza enorme y ancha, las mandíbulas fuertes, la boca robusta y profunda, el cuello corto y musculoso. Mostró los dientes a la mujer, las orejas levantadas, la mirada fija y el cuerpo alargado, ágil y vigoroso. El horror empezó a hormiguear bajo la piel de la espía cuando el animal emitió un rugido de amenaza, alzando su zarpa derecha, listo a saltar. ¿Cuántos niños judíos había despedazado ya? ¿Cuántas mujeres, jóvenes y ancianos había desmembrado y mutilado ya? Unos escalofríos le picotearon la nuca al imaginar ser su presa. La sangre se le agolpó en las sienes, el sudor, recorriéndole la espalda. Tenía ya sacado del bolso el bocadillo de carne adulterado con estricnina. Lo desenvolvió y echó sin brusquedad a dos metros de distancia. El animal miró a la joven, irresoluto, como si leyera su intención de dañarle. Pero su olfato era más fuerte que su vista. Entre saltar y descuartizar a la joven, prefirió mordisquear y saborear el manjar que ella le traía. Muy pronto empezó a mostrar sumisión, relajando las orejas, entrecerrando los ojos y agazapándose para parecer inofensivo. Luego aparecieron los síntomas de parálisis bulbar e hipoxia cuando empezó a jadear, a perder paulatinamente la respiración, para quedarse finalmente inerte. La espía lo arrastró entonces y lo dejó oculto en la parte trasera del jardín. Pulsó luego el timbre varias veces hasta que acudió Frieda en persona a abrir.
—Mi querida amiga, ¡pero qué grata sorpresa! —expresó la nazi, dándole un beso en la mejilla—. Llegas a la fiesta cuando todos se han marchado. Pensé que no vendrías y me puse el pijama para ir a dormir. Supongo que es a causa del tráfico. Pasa, pasa, querida.
—En efecto. Hubo un accidente en el monte —mintió la espía.
—¿No te cruzaste con Argos? —inquirió sorprendida la nazi, luego añadió, al ver el ceño fruncido de su invitada—: perdona, es el dóberman de mi compañero de piso, el señor Zimmerman.
—Ah, No.
—Entonces habrá ido al bosque por su habitual paseo de predador. Mi compañero fue a llevar a casa a nuestras criadas. No duermen aquí por estar casadas y tener hijos.
Nadra observó la estancia. Estaba amueblada al estilo español. En el salón destacaban los tres sillones de cuero, una alfombra estampada, las figuras de porcelana sobre la repisa de la chimenea, algunos grabados de arte y una vitrina donde reposaban en los estantes platos, copas y tazas. Una televisión de pantalla grande estaba atornillada a la pared, con el comedor a la izquierda, dando a la cocina, por donde se pasa al jardín.
—Todo muy bonito, limpio y cómodo —comentó la invitada.
—La fiesta sigue, querida, y la noche está hecha para nosotras dos. Mi compañero estará rendido y subirá a su cuarto en cuanto vuelva. Voy por el champán.
Frieda fue a sacar una botella del frigorífico, y al volver al salón, retiró con cuidado el precinto, aflojó el alambre y, sosteniendo el corcho con el pulgar, lo hizo girar lentamente hasta sacarlo. Vertió el licor en dos copas que ambas mujeres levantaron para proponer un brindis.
—¡Por nosotras y los triunfos que nos esperan! —lanzó la nazi, haciendo chocar las copas y, tras beber un sorbo, añadió—: ¿Qué tal el champán?
—Mmm, tiene la temperatura ideal. Ni demasiado fría ni templada —concedió la espía, cogiendo la copa por su tallo y llevándosela a los labios. Luego de tomar un sorbito del ardoroso licor, añadió con agrado—: La efervescencia es perfecta, los aromas exquisitos, una delicia para las papilas gustativas.
—Veo que eres una sibarita, querida —reconoció la nazi, cogiéndole la mano que tenía libre para darle un beso intenso.
—Hice mi carrera en Londres y sé al dedillo las normas de etiqueta y protocolo mundanos.
—¡Enhorabuena! Pues esta noche vamos a celebrarlo descorchando botellas de champán lo suficientemente como para bañarnos en una piscina.
Hubo un silencio. Apuraron el contenido de sus copas y la nazi volvió a llenarlas, invitando a su amiga a acomodarse en el sofá de cuero.
Antes de sentarse, y para el espanto de la espía, se quitó la bata de seda, dejando al descubierto un mini camisón transparente de satén rosa, que no le cubría las bragas. Tenía tatuada la cruz gamada justo bajo la ingle. Nadra adivinó de sobra sus eróticas intenciones. Aquella rubia, con cara de ángel, de hermosos cabellos ondulados y ojos claros, estaba simplemente loca por follar ahora con ella. Su libido parecía una olla a presión. Se notaba en la forma con que la devoraba con los ojos, deseando irrefrenablemente acariciarla y besarla. Se acercó para hacerlo, posando una mano en el muslo de la espía e inclinándose hacia los trémulos labios para morderlos.
—¿Y la música? —solicitó la joven, esquivando el beso—. ¿No es mejor hacerlo con música?
—¡Ay! Perdona, amor mío. ¡Qué descuidada soy! Ahora mismo.
Se levantó y se acercó a la pequeña biblioteca para poner un disco en el gramófono. La espía aprovechó el instante para sacar la tableta de cianuro que tenía oculta en el brazalete y vaciar las letales sales blancas en su copa. No tuvo tiempo porque la nazi se giró y volvió a sentarse, tras poner la música.
—Tengo un proyecto para ti, querida mía. ¿Qué te parece trabajar en Berlín con un triple salario y sin pagar alojamiento, ya que te instalarás en mi chalé?
—Y ahora nos falta lo más importante —aseveró la espía, haciendo caso omiso de la pregunta, buscando otro pretexto para actuar.
—¿El qué, amorcito?
—¡Golosinas! Yo nunca tomo champaña sin bombones, postres helados o fresas. ¿Tú, no?
—Una vez más me has pillado en flagrante delito de descortesía, cariño. Voy a traerlas, pero antes, vaciemos las copas. Te prometo una vida repleta de golosinas y de exquisitas emociones.
Las apuraron de un trago y la nazi las rellenó, antes de desaparecer en la cocina y reaparecer con un recipiente de cristal cóncavo, lleno de exquisiteces.
La espía tuvo suficiente tiempo de hacer lo que tenía que hacer en esa breve ausencia.
Frieda cogió un caramelo de chocolate negro, despegó el envoltorio y se lo llevó a la boca de su invitada, quien asintió, abriendo los labios, sin mostrar su repugnancia. Levantó su copa hacia la lesbiana, como para brindar. Esta le correspondió, vaciando la suya de un trago.
—Subamos ya al dormitorio, corazoncito, me has puesto muy cachonda y no puedo resistir más. Te haré cosas que nunca has imaginado.
Se pusieron en pie, entrelazando las manos. La nazi sonrió un momento, feliz, pero pronto sus labios perversos se crisparon y su rostro adquirió repentinamente un aspecto cadavérico. Su agudo olfateo detectó un instante el característico olor a almendras amargas del veneno, pero no tuvo tiempo de comprender. Lanzó primero un profundo suspiro, buscando aire. Sintió luego un intenso dolor en el cerebro y su ritmo cardíaco se aceleró de tal forma que le provocó lacerantes convulsiones que terminaron matándola. Se relajó y se derrumbó en el sofá, donde se quedó grotescamente sentada, como un payaso. La espía nazi, conocida como especialista en sabotajes, asesinatos en campos de concentración y en atroces e inmundas prácticas sexuales, la S3, había dejado de representar un peligro para Tánger.
La vivienda quedó en un silencio sepulcral, interrumpido por el leve sonido de la aguja del gramófono que seguía deslizándose por los surcos del disco. Nadra fue a parar la marcha del aparato y subió a los cuartos de los nazis a husmear. Encontró sin dificultad los documentos que andaba buscando. Una lista incompleta de los mercenarios ya reclutados por Frieda y una carpeta con fichas de los vendedores al por mayor a los que Karl Zimmerman doblaría el importe para desviar a Alemania el avituallamiento destinado a Tánger, dejando en hambruna a la ciudad. Guardó los documentos en el bolso y buscó en los armarios. Encontró dos enormes maletas negras de viaje. Tiró de la cremallera de la primera y levantó la tapa. Se quedó petrificada y tuvo que frotarse los ojos para disipar una posible alucinación. Abrió la otra maleta y tuvo el mismo sobresalto que casi la dejó desfallecida: ambas contenían grandes fajos de billetes de cien Reichsmark. La espía supuso que era el dinero destinado a pagar a los mercenarios y los distribuidores mayoristas ya citados que, sin él, no harían lo que se les pedía. La espía decidió repartir esa fortuna en tres partes: una para la Resistencia, otra para las familias más necesitadas de la ciudad y la tercera para ella, en términos de honorarios de su misión. Aguzó el oído. Un coche entraba al porche. ¡Era Karl Zimmerman! La espía cerró precipitadamente las maletas. Ahora se iba a enfrentar a «las garras de la muerte» y no tenía tiempo de andarse con chiquitas. Hurgó en las cosas de la muerta y encontró lo que necesitaba para defenderse: una pequeña pistola de bolsillo, una Liliput semiautomática de calibre 32. Se sorprendió al ver que le cabía en la palma de la mano. Ni sabía cómo se disparaba, ni cómo empuñarla. Pero en situaciones como esa, y por salvar su pellejo, una tenía que arreglárselas como fuera. Imitaría a los gánsteres de las películas. Oyó girar la llave en el cerrojo, seguido del ruido que hace una puerta al abrirse y cerrarse. Bajó las escaleras y se detuvo en medio, a poca distancia del hombre más peligroso del mundo que, tras descubrir el cuerpo inerte de Frieda, la estaba ahora mirando con absoluta consternación y estupefacción. Era igual que en la ficha consultada: alto, rubio, maduro, esbelto y seductor. La elegancia personificada de un asesino sin par. Llamó al dóberman, con furia y desesperación. Nada. Silencio absoluto.
—Se puede saber qué está ocurriendo aquí, y quién diablos es usted —carraspeó en alemán, avanzando hacia ella, amenazador.
En vez de contestar, Nadra empuñó la pistola con la mano derecha, extendió el brazo, le apuntó al pecho, sosteniendo con firmeza el arma, y efectuó el disparo. El nazi se detuvo en seco, sorprendido e incrédulo por el gesto de esa misteriosa criatura. La miró casi sin respirar, como sumido en un hechizo, los ojos como platos. La bala se desvió, sin rozarle, debido a que el disparo hizo retroceder violentamente a la espía, provocándole un agudo dolor en la muñeca y en el brazo. El nazi aprovechó ese instante, llevó la mano a la axila izquierda, sacó su pistola, apuntó a la cabeza de la joven y apretó el gatillo para matarla. Tampoco dio en el blanco porque, al ser alcanzado en plena frente por la joven, su brazo se relajó, haciendo que el disparo se desviara. Dobló repentinamente las rodillas y rodó por el suelo. Sus pies se agitaron convulsivamente un momento, luego quedó inmóvil. El asesino que iba a dejar en hambruna a Tánger, el que fusiló a miles y miles de judíos y dejó que su perro desmembrara a centenares de víctimas inocentes, el G2, estaba ahora bien muerto.
Tras lo cual, y en cuestión de minutos, la espía maquilló la escena en un robo organizado. Para simular un allanamiento de morada con efracción, rompió el cristal de la puerta de la cocina que daba al jardín, recogió varios objetos de decoración, gran parte de la vestimenta de la pareja y lo metió todo en una bolsa grande que tiraría al lago más cercano. Imprimió las huellas del muerto en su copa, después de borrar las suyas y, antes de guardar la pistola en el bolso, se acercó al cadáver de la mujer y le disparó a quemarropa en la nuca, derribándolo al suelo. Luego fue a acercar el coche a la vivienda para subir el equipaje, arrancó y abandonó el siniestro lugar, haciendo chirriar los neumáticos, rumbo a la Iglesia San Andrés para desmantelar la máquina nazi antirradar. Encendió la radio, sintonizó una emisora árabe y se deleitó escuchando las voces de los genios e inimitables cantantes Farid El Atrach y Asmahan.
Cuando llegó, vio que nadie circulaba alrededor. A esa hora de la noche, Tánger dormía como un ceporro. Los párpados de sus mil ojos estaban ahora cerrados, delegando la función de espiar a las estrellas que resplandecían en lo alto. Sacó del maletero unas zapatillas para sustituir sus preciosos zapatos de tacón bajo, saltó luego por la verja trasera y trepó como un jaguar por un árbol que utilizó para alcanzar el tejado. Luego, como los felinos, anduvo de puntillas, colocando los pies en el suelo con el empeine estirado. Era una verdadera funámbula. La operación fue coser y cantar. Sacó una llave inglesa del bolso y, a la luz de la luna, desmontó la misteriosa máquina que, por muy diminuta que fuera, provocaba entropía en las comunicaciones de los aliados.
6
Al día siguiente, Nadra aparcó el automóvil frente a la entrada de la Mendubía, se apeó y se dirigió al consulado. Vestía esta vez un elegante traje de chaqueta gris, el pelo recogido en espiral y llevaba unas gafas de cristal coloreado. Su silueta grácil no dejaba indiferentes a los empleados que se paraban para expresarle su admiración. Se sorprendió al encontrar a la nueva secretaria en su despacho. Esta vez su actitud ni era hostil ni desconfiada. Sus ojos azules reflejaban más bien un gran cansancio y su tez estaba tan pálida como el yeso.
—Le ruego disculpe esta intrusión, señorita Zerhuni —dijo la nazi, estrechando cortésmente la mano de la joven—. Quería informarle que, debido a un acontecimiento de fuerza mayor, el viaje al Rif ha sido aplazado hasta una nueva fecha.
—¿Por medidas de seguridad en la zona? —preguntó la espía, con una ligera mueca de extrañeza en los labios, aunque adivinaba la verdadera causa.
—No. Ha habido un atraco a mano armada en casa de dos de nuestros oficiales que fueron asesinados durante el robo.
—¡Cuánto lo siento! —mintió la espía, fingiendo sentir compasión—. ¿Detuvieron a los ladrones?
—No, pero la mejaznía rural, alertada por los criados muy temprano esta mañana, está investigando la pista de una banda de ladrones que vienen aterrorizando las aldeas desde que estalló la guerra. El señor vicecónsul y la policía urbana se han desplazado ya al bosque diplomático donde ocurrieron los hechos. Bueno, la dejo que continúe con la traducción. ¿Le queda aún mucho?
—Termino precisamente esta tarde. Solo me queda ahora revisar y corregir.
—Muy bien. Entonces cuando acabe, entrégueme el trabajo y pase al servicio de contabilidad para cobrar sus honorarios.
Eran casi las 14:00 cuando la espía abandonó el consulado. Se dirigió al coche, sacó del maletero la bolsa que tenía que entregar a Weisman y caminó en dirección al Zoco Chico. Antes de entrar por el mítico portal arqueado, vio aparecer por la calle a su derecha a dos coches, el Cadillac 62, de Sophía Merkel, la rusa al servicio de Hitler, la mujer de la cara abrupta y angulosa, encargada del proyecto Orfan, y el Mercedes 770, de Hans Müller, «el cirujano del hacha», el verdugo de la cicatriz en la barbilla, el cerebro de la operación Galút. Sabía que volvían de la playa, donde solían almorzar, para seguir trabajando en el consulado hasta las 17:00. Se detuvo un momento y siguió con la mirada el trayecto de los vehículos hasta que aparcaron a pocos metros de su propio coche. Reanudó su camino y bajó por la calle Siaghín. El ambiente era agitado, como de costumbre: las mesas de las terrazas llenas, voces en múltiples idiomas y vendedores ambulantes con sus habituales ofertas. Faltaba poco para llegar a la tienda de antigüedades cuando Nadra tuvo una súbita corazonada. Intuyó que la seguían a una distancia prudente porque, después de transitar por dos calles opuestas, dar algunas vueltas sin rumbo, tomar una Schweppes tónica en la Esmeralda y otro en el Club Vincent, se dio cuenta, mirando siempre a hurtadillas, de que las dos siluetas le estaban pisando los talones. Se detuvo finalmente ante un escaparate para observarlos de cerca en el reflejo. Se habían inmovilizado al otro lado de la acera, fingiendo discutir. Ambos vestían ropa indígena usada. Uno era corpulento, de aspecto desagradable y resentido, el rostro arrugado como una pasa, la barba tupida. El otro, muy delgado, de cabeza enorme, cejijunto y ojeroso. Parecía una escoba invertida. Tenían las manos hundidas en los bolsillos de sus zaragüelles, listos a blandir un arma. ¿Quién los había contratado para seguirla? ¿Y qué sabían sobre ella? ¿La vinculaban con los nazis que acababa de ejecutar? De una cosa estaba segura: planeaban liquidarla.
Cruzó la calle sin volverse y entró en una tienda de ropa. Compró una tela larga rectangular de color blanco y rojo, un grueso cinturón de lana trenzada y una manta que se lleva sobre la espalda para cubrir la cabeza y la boca. Pagó a la dependienta y le pidió dónde podía cambiarse. Esta le indicó el baño, atónita, las cejas enarcadas.
—Es para poner los cuernos a mi marido —le murmuró la espía, guiñándole un ojo para distender su estupefacción.
En un viejo gramófono sonaba la voz inconfundible del divino Mohammed Abdelwahab, el inventor del tango oriental, entonando algunas de sus canciones más incendiarias: «Sahirtou»; «Eh enkatebli»:
Me quedo despierto por las noches / Tu amor es mi supervivencia
Tu ausencia es mi muerte / Un corazón sin amor es un cuerpo sin alma.
Oh, amor; oh, amor… ¿Por qué me torturas con tu abandono?
Poco después, la joven salió de la tienda disfrazada de mujer bereber, vendedora callejera de hortalizas, la barbilla y la frente tatuadas superficialmente al estilo de la sacerdotisa egipcia Amunet. En la cesta de mimbre para hortalizas llevaba la máquina antirradar y los documentos confidenciales robados a S3 y G2. Pasó cerca de sus perseguidores sin despertar ni la mínima sospecha. Aquellos espías de pacotilla eran de los que no daban pie con bola.
El viejo anticuario tampoco la reconoció. Al principio pensó que era una vendedora ambulante. Luego se llevó la sorpresa más grande y más feliz de toda su vida cuando ella le dio la contraseña consabida, pasando luego a la celosía, donde se quitó el disfraz y le reveló el contenido de la cesta de mimbre. Le rogó que se quedara con el disfraz y salió, dirigiéndose a su hotel para comer y cambiarse.
Una hora después estaba ya en su coche, acechando discretamente los vehículos delos nazis. Estos llegaron a las 17:15 y se metieron en el Cadillac 62. Conducía ella. La espía arrancó y los siguió procurando no despertar sospechas. Salieron del Zoco Grande, en dirección al barrio San Francisco, tomaron la calle del Consulado Español, girando a la izquierda y no pararon hasta llegar al orfanato Ibn Al Mundir, donde entraron y quedaron más de media hora. Al salir, desanduvieron el camino para enfilar la zigzagueante carretera que lleva a la Montaña Vieja. El sol empezaba a ponerse templadamente. La espía tuvo un presentimiento que pronto se reveló ser exacto. Los nazis se dirigían al Mirador Perdicaris, una suntuosa vivienda conocida, además del nombre de su constructor, como Plaza de los ruiseñores. En efecto, y casi una hora más tarde, apareció una villa pintada de blanco. Se alzaba casi invisible entre los tupidos árboles donde el cerro se elevaba abruptamente y terminaba en un barranco con una pendiente apretujada de árboles que desembocaba al mar. El chalet tenía muchas hileras de ventanas, con persianas de madera pintadas de azul, resaltaban vivamente. Nadra se preguntó si los nazis vivían allí. Había razones para creerlo. Antes de llegar al chalet, a unos quinientos metros al sur, se extendía un improvisado estacionamiento en torno a un café-restaurante, una vivienda vetusta de madera prefabricada. Había razones para creerlo. Aparcaron y apagaron el motor, ella haciéndolo a varios metros de distancia. La noche y el silencio empezaban a instalarse de forma espectacular. Se podía oír el rumor del mar, los pájaros y la música que emanaba del bar. En el estacionamiento había cinco coches en total. La espía esperó algunos minutos antes de seguir a la pareja al restaurante. Examinó con discreción la estancia. Había, además, dos parejas sentadas a sus mesas. Una de jóvenes enamorados, tomando unos bocadillos con Coca-Cola en una esquina y la otra, visiblemente un matrimonio, cenando pescado variado con ensalada y agua mineral. Los nazis pidieron café. Ella, un zumo de naranja. Los observó discretamente. Hans Müller estaba de espaldas; Sophía Merkel, enfrente. En un momento dado, quizás en una fracción de segundos que a la espía parecieron durar varias horas, las miradas de ambas mujeres se cruzaron. Los ojos de la nazi tenían un brillo asesino. Encerraban una combustión de odio implacable. Seguía mirando fijamente con unas pupilas dilatadas de rabia. Entonces un pavor desmesurado se apoderó de la joven, aturdiéndola. Sintió como si una aguja de hielo atravesara su pecho: conocían su misión de espía y fingieron no saber que los perseguía. Le habían tendido simplemente una trampa y ella acababa de picar el anzuelo. Sabía que no se trataba de ningún tiquismiquis ni de triquiñuelas. Corría un peligro mortal. ¿Qué hacer en una situación como aquella? ¿Huir? ¿Salvar su pellejo? No podía hacerlo. Tenía que descubrir qué se traían entre manos. Algo siniestro, sin duda alguna. Una ojeada furtiva al reloj le permitió observar que eran las ocho menos veinte. Calculó que ese era un buen momento para actuar. Pidió la cuenta, pagó, cogió el bolso y se dirigió hacia el fondo del local, a los servicios. Oyó de pronto unos pasos tras ella. La S2, la rusa tildada de «inhumana» por matar de inanición a cientos de miles de niños, la mujer de cara abrupta y angulosa, entraba ahora con ella al lavabo. Se sonrieron siniestra y maliciosamente. Nadra entró en una de las cabinas higiénicas, como quien se dispusiera a realizar una función fisiológica, y se encerró. El ruido del agua del grifo cesó de oírse afuera. La espía oyó el taconeo de los zapatos de la rusa acercarse a su puerta, en vez de alejarse. Y, tal como se lo había imaginado, S2 no entró en una de las dos cabinas libres contiguas, sino que se acercó a la suya, conteniendo el aliento. La espía barajó todas las opciones. La rusa llevaría en la mano un arma letal. Desde un cuchillo, hasta una bomba, incluida una pistola. Estaría planeando atacar a bocajarro, creyendo encontrar a la espía sentada en la taza del inodoro. La rusa levantó el pie derecho y, con la suela del zapato, dio un fuerte golpe en la cerradura de la puerta que cedió y se abrió hacia el interior, a la izquierda, provocando un estruendo al chocar contra la pared. Pistola en ristre, la nazi lanzó una obscenidad, quedando atónita, un instante. Nadie en la taza del inodoro. Nadie en la cabina. Nadie detrás de la puerta. Adivinó pronto que la espía estaba de pie, apretujada en el pequeño hueco lateral derecho de la puerta. Orientó rápidamente el arma hacia allí, lista a disparar. Pero Nadra fue más veloz y contundente. Un golpe demoledor y seco con su mano en la muñeca de S2 hizo soltar la pistola, que fue a parar al suelo. Seguidamente, cogió a la rusa por la cabellera y la arrastró dentro de la cabina, con tal violencia que su cabeza chocó contra la taza del inodoro. El golpe la aturdió, echándola al suelo. La joven aprovechó ese momento para acabar con ella. No tenía tiempo para peleas ni violencias. Sacó el cepillo para el cabello. Apretó el botoncito y la hoja de acero apareció aguda y afilada. Levantó a la rusa y la dejó sentada en el retrete, procurando que no cayera. Con su mano experta le clavó entonces el estilete en el cuello, seccionándole la arteria carótida común derecha que lleva la sangre y el oxígeno desde el corazón hacia el cerebro, matándola en el acto.
—Vuestro credo de higiene racial decreta que hay que exterminar a todos los que no merecen vivir —murmuró la espía, mirando con asco al cadáver—, pues bien: ¿nunca os ha ocurrido pensar que podríais estar también incluidos en esa lista?
Procedió a registrar su bolso. Desplegó dos hojas dobladas y lo que leyó le heló la sangre en las venas, dejándola estupefacta. Se trataba de los proyectos Orfan y Galút, a cargo de Sophía Merkel y de Hans Müller, respectivamente. Detallaban el itinerario del embarque, la lista de los pasajeros incluida. La espía sintió un mareo, pero respiró hondo y puso en orden sus pensamientos. Sacó de su bolso la radio de bolsillo que le prestó Adil y apretó el botoncito de emisión, acercando la radio a su rostro.
—¿Oiga? —susurró—. Aquí ZN1. Estoy en el Mirador Perdicaris. Sé lo de Orfan y Galút.
—Bip-bip-bip-bip…
—¿Me oye? Informo sobre el embarque de niños y judíos secuestrados, hoy a las 20:30. Bajando la pendiente oeste del Mirador se llega al pie del acantilado, donde aguarda un yate.
—(…)
—¡Adil! Contesta por favor. Avisa a la policía y al cónsul británico. Diles que hay dos nazis que aguardan la llegada de dos camionetas transportando a esta pobre gente. ¡Que acudan pronto! La vida de muchas almas, incluida la mía, está en peligro de muerte.
—(…)
Desesperada y al borde de estallar en llantos, Nadra manipuló varias veces la radio. La cogió y la acercó a su oído. No se oía nada. Nadie al otro lado de la línea. La guardó finalmente, recogió la pistola de la muerta, los dos bolsos y salió de la cabina, cerrando la puerta, y luego de los servicios, por la parte de atrás, para despistar a G3. Contornó el local y se colocó en un ángulo desde el cual podía observar el estacionamiento, alumbrado por la luz de una farola, sin ser vista. La placeta estaba ahora desierta. El nazi estaba en su coche, sentado ante el volante, fumando y esperando visiblemente la llegada de su colega. Pero pronto empezó a impacientarse al no verla aparecer, e hizo lo que uno haría en estas circunstancias: salió del coche y entró al restaurante, del que salió poco después, el rostro descompuesto por la rabia y el espanto. Miró a su alrededor. El coche de la espía seguía en su sitio, desocupado. «La hija de puta ha puesto pies en polvorosa, tendré que avisar al vicecónsul», dijo para sus adentros. Regresó a su coche, se sentó ante el volante, dio el encendido y fue a aparcar junto a la villa, en el porche. Se apeó y entró en la vivienda. Los dos guardianes alemanes a su servicio no daban señales de vida. Llamó. Nada. Volvió a salir y entonces vio, presa de terror, la pistola que apuntaba a su pecho.
—Levante las manos —ordenó la espía—. Y no se pase de listo, si quiere seguir vivo.
G3 obedeció, consciente del peligro que corría. Vio al mismo tiempo cómo uno de los guardianes se movía cauteloso detrás de la espía para asestarle un golpe en la cabeza con la culata de su pistola.
—Está bien —espetó el nazi, queriendo mantener desviada su atención—. Le diré lo que me pida.
—No me diga nada. Lo sé todo. Enséñeme solo dónde está el teléfono.
La joven intuyó súbitamente que algo iba mal, pero no tuvo tiempo de reaccionar. El golpe la derribó al suelo, donde cayó inconsciente.
—¡Rápido! —ordenó G3 a su subordinado—. Ayúdame a meterla en mi coche.
La levantaron y subieron al automóvil que empujaron hacia el borde de la pendiente del barranco. No era necesario arrancar el motor. Bastaba con soltar el freno y las ruedas se deslizaron hacia la nada. El mar rugía abajo. Se oía cómo las olas se estrellaban contra las rocas. La zona, en todas direcciones, continuaba desierta. Dieron el empujón final. El coche perdió el equilibrio y zigzagueó, cruzando la pista en diagonal, hacia el abismo, a un centenar de pies debajo de ellos. G3 vio cómo se acababa allí la misión de la espía más sagaz de la historia.
Volvieron al chalet en el momento en que llegaban dos camionetas transportando a los niños y judíos secuestrados. El plan transcurría como bien lo tenía programado el vicecónsul alemán. Sin embargo, antes de que se dieran órdenes para que los secuestrados bajaran y se dirigieran a la pendiente del acantilado, se oyó, en la lejanía, la estridente sirena de un barco. Era una fragata inglesa que llegaba de súbito para inmovilizar al yate atracado a pie del acantilado y arrestar a su tripulación. Al mismo tiempo, un helicóptero planeó de repente sobre el parque Perdicaris, iluminando la zona con unos enormes proyectores y, tras algunas maniobras, de incómodos rebotes, rodó por el terreno de la explanada y se detuvo. Se abrió una puerta y tres hombres saltaron al suelo. El cónsul británico, Adil y el gobernador de la ciudad. Tronaban al mismo tiempo los rugidos de las sirenas de cinco motoristas y tres coches de la policía española e indígena, que llegaban para detener a los conductores de las camionetas. Se oyeron portazos de coches y ruidos de pasos. El gobernador dio estrictas y perentorias instrucciones, destacando la siguiente:
—Hay un coche atrapado entre dos árboles allí abajo, con una mujer dentro. ¡Vayan a socorrerla!
Adil y tres mejaznías bajaron por la pendiente a sacar del coche a la espía. Aquellos árboles le habían salvado en efecto la vida: cuando rodó el coche cuesta abajo, el parachoques topó violentamente contra una gran piedra, haciendo que el vehículo se desviara y chocara lateralmente contra los robles que lo estancaron, evitando su caída libre. La joven abrió en ese momento los ojos, volviendo en sí, y vio al joven contraespía que le estaba frotando las sienes para que se espabilara.
—Intenté varias veces contactar contigo. ¿Qué le pasó a tu radio?
—Yo escuché tu conversación —explicó el joven, ayudándola a incorporarse—, pero tú no pulsaste el botón de admisión para escuchar la mía.
—Ah, claro, ¡pero qué idiota he sido! —reconoció ella, saliendo del coche.
—No importa, cariño. Estoy aquí y ya estás a salvo.
Al oír la palabra «cariño», la mujer le echó los brazos al cuello, levantó la cabeza y le ofreció los húmedos labios; él se inclinó y los aprisionó con loca fuerza. Se besaron en la boca, tiernamente y sin importarles los ojos que los miraban, fascinados por aquel beso de cine.
Cuando subieron y llegaron a la terraza del chalet, encontraron solo a Sir James, el gobernador y los agentes de policía estaban ocupados en arrestar a los criminales nazis y a liberar a los secuestrados. El británico extendió las manos para estrechar calurosamente las de su heroína.
—Pensamos informar a sus majestades los monarcas de sus hazañas —carraspeó, con una sonrisa infantil llena de admiración.
—¿Los monarcas? —inquirió la joven, atónita, tironeando el lóbulo de la oreja.
—Sí. El nuestro y el suyo. Su exitosa misión ha cambiado definitivamente el curso de la guerra, siendo además fundamental en el inicio de la futura operación Antorcha. De común acuerdo con España, hemos decidido cerrar el consulado alemán y expulsar a sus espías. De hecho, acaban justo de informarnos que el vicecónsul alemán, el señor Gayer, se ha suicidado en su despacho, por evitar ser ejecutado por tráfico de menores y deportación de judíos marroquíes. Gracias a ti y a Adil, ahora sí que vamos a recuperar nuestro poderío y nuestra dignidad perdida. Tánger vuelve por fin a ser la ciudad que enamora y embruja, ahora vuelve respirar, sin esos mil ojos ignominiosos y siniestros clavados en ella.
—¡A buen fin no hay mal principio! —exclamó Nadra, citando a Shakespeare, luego preguntó—: ¿Y Hans Müller?
—Intentó escapar por el acantilado, pero fue abatido por varios disparos —explicó el diplomático, luego, cambiando de tema, añadió, guiñando un ojo a la joven—: necesitamos a espías sagaces como usted, como la duquesa rusa Carlota Petrovna o la filántropa inglesa Astrid Berkeley.
La aludida entendió y, sonriente, le devolvió el guiño cómplice, momento que aprovechó él para sacar un sobre doblado del bolsillo de su chaqueta.
—El capitán Hartman me ha instado a que se lo entregara en persona.
—¿Qué es?
—Dos billetes de vuelo abierto con destino a la isla Paradise, para unas vacaciones de lujo, todo pagado y lejos de la guerra.
FIN
Por Ahmed Oubali
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