Droga.

El primer pensamiento que tuvo al abrir los ojos fue: «No tengo droga». Le asaltó con fuerza, como un golpe seco en el estómago.

La siguiente impresión fue culparse y arrepentirse de haber consumido la última dosis la madrugada anterior. Podría haberla racionado mejor, de eso está seguro. Pero estaba colocado, a gusto, y no pudo controlarse.

Estuvo pintando hasta tarde, disfrutando de unas canciones, ya repetidas hasta el cansancio. Sonreía mientras saboreaba la sustancia. Se estremecía cuando notaba la subida, la descarga de placer que invadía su cerebro…

Fue al baño. Inclinado en el lavabo se lavó la cara con un agua tan fría que hizo que le doliesen los dedos. Aquella frase devastadora de tres palabras le atormentaba. «No tengo droga.» Se rascó compulsivamente la cabeza, el cuello y la rodilla derecha. Notó un escalofrío que le subía por la espalda. Quiso chillar.

-No pasa nada. No pasa nada. No tengo droga, pero no pasa nada.

Cada sílaba sonó casi como una palabra, de tan despacio que lo dijo. En un susurro, que deseaba por todos los dioses que no se transformara en grito, ni en llanto.

Recitando mentalmente («no pasa nada, no pasa nada, no me muero, ni nada, tranquilo, no pasa nada») se dirigió a la cocina y se calentó un vaso de leche, dispuesto a enfrentarse al mundo.

Consiguió pasar el día acometido por tics nerviosos y un mal humor inestable, difícil de controlar. En el autobús, en el trabajo, y, más tarde, en su casa, le perseguiría la misma frase «no tengo droga, no tengo droga, no tengo droga», como el anunciamiento de toda catástrofe o tragedia. Su compañero le pidió que, por favor, dejara los golpecitos de la mesa, de la pared, de su pierna. Al rato se estaba mordiendo las yemas de los dedos, otra manía compulsiva más. Sobre todo, le picaba el cuerpo. Procuraba no rascarse, porque cuánto más lo hacía, en más lugares y con más urgencia le picaba.

En su piso, después de unas horas dando vueltas por las dos únicas habitaciones, después de deshacerse de los pantalones para quitarse el picor de las piernas, sobre todo de las rodillas (siempre le picaban las rodillas cuando estaba nervioso), después de sentarse en el suelo y romper a llorar, intentando calmarse repitiendo el mantra inútil («no pasa nada, no te pasa nada, estás bien, tranquilo, no pasa nada») que se mezclaba con la innata necesidad de vicio («no tengo droga, no tengo droga, joder, quiero droga, joder, necesito droga, no tengo, no tengo droga»), después de golpear sus muslos desnudos, después de correr al baño atacado por unas harcadas imaginarias y después de rebuscar en la basura restos que aprovechar de antiguas consumiciones, se rindió.

Llamó por teléfono. Bajó a la calle y se entretuvo caminando de una esquina a otra de su edificio, consciente de no poder estarse quieto, y visiblemente más tranquilo. Al cabo de unos veinte minutos apareció su camello. Hablaron menos de treinta segundos. Le pagó cuando tenía su droga en el bolsillo.

Una vez en el sofá, sacó la bolsita y la admiró. Aunque no se dio cuenta, tenía una enorme sonrisa en el rostro, y los ojos le brillaban. Abrió la caja de madera que contenía todos los utensilios y procedió a prepararse una dosis del material adquirido.

La oleada de placer que lo poseyó, por cara que se la hubieran vendido, no tenía precio.

Senda.

onanistaenamorada
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2 Comentarios

  1. reinadelamantekilla dice:

    Tiene un toquecillo a Traisnpoting de Irving Welsh o quizás a Yonqui de Burroughs, je ^^

  2. onanistaenamorada dice:

    No leí ninguno jeje, aunque sí vi la peli Trainspoting. Es un poco autobiofráfico…

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