¿Quién pudiera madrugar más?

Me gustaría levantarme más temprano cada mañana para coger el tren y no utilizar el coche. Así podría cerrar los ojos bajo el agua caliente de la ducha, afeitarme y vestirme antes que hoy. Podría desayunar media hora antes, escuchando las mismas memeces de siempre con mi cerebro nublado por los velos del sueño. A pesar de que mis ojeras me lo agradecerían, no se trata de un extraño instinto masoca. Confieso que despegar cada mañana la cabeza del calor de mi almohada me parte el corazón.

Distintos factores geográficos y estratégicos me obligan a coger mi utilitario para desplazarme a la facultad. El tren no es una opción, no puedo madrugar más y acercarme a la estación. Digo que no puedo no por capricho o comodidad, lo digo porque realmente no hay estación. Aunque la hubiese, tampoco hay raíles lo suficientemente cerca como para que algún vagón se deslizase por ellos.

Recapitulemos, en un radio de 45 kilómetros no hay ni tren, ni raíles, ni máquina para sacar billetes y no digamos ya revisor, especie extinta en el nicho de los trenes de cercanías, así que mis opciones se restrigen a:

a) Vehículo automóvil particular, con cuatro ruedas y radio-casette.
b) Autobús del Averno, (también conocido como autobús del Apocalipsis Termonuclear o la Gua-gua Inexorable).
c) Burro-taxi, con simetría bilateral, frecuenta hábitats rurales y “typicall spanish”.
d) Teletransporte (aún en fase de pruebas).

Seguro que la opción a suena apetecible, incluso óptima, es más, quizás alguien piensa que estoy gilipollas por querer ir en tren y no en mi estupendo coche. Mi idiotez, al menos en lo referente a este tema, tiene explicación.

No son los atascos, ni los frenazos, ni los radares, ni las rotondas, ni los puñeteros badenes revienta cervicales, ni siquiera los chimpancés por puntos que andan sueltos lo que me llevan a preferir el tren al vehículo automotor. No.

Yo hablo de otra cosa.

Estoy rodeado de miradas ojerosas, tristes o resignadas, perdidas en la lejanía o centradas en algún punto del vacío. En Atocha un océano de cabezas me rodea. Los giratrenes se vuelven hacia su sol, un flamante tren Civia de Cercanías Renfe. Nadie ha ensayado los pasos, pero todos seguimos un caótico baile de autómatas que nos lleva al interior del gusano de metal. Asientos duros y grises nos enfrentan con amigos y desconocidos de toda condición. Se nos ofrece la posibilidad de evadir miradas indiscretas con un cuadro que cambia a cada instante a través de las grandes ventanas.

La única música es el silencio y el sereno rumor del acero deslizándose sobre acero, el chirrido y el traqueteo, los dulces compases de una melodía corporativa de la compañía ferroviaria. Algunos destacan por encima de los demás, pero casi nadie osa romper la armonía, el silencio pactado por todos nosotros, un puñado de personas anónimas que comparten algunos metros cúbicos de aire. Bajo esa música, decenas de acordes se suman para representar apenas un suspiro de la respiración de la ciudad. Risas, palabras que vuelan de acá para allá, el murmullo de algún I-pod, el relato de alguna historia de amor, de política o bien, alguna ley natural, vuelan en esta nube de algodón que es nuestro cercanías.

Los metros se suceden como segundos en un metrónomo, y mi mirada vaga tranquila por fábricas, torres de cristal o graffitis de colores imposibles. Las vistas son hermosas, pero los ojos de las personas que se sientan cerca mía relatan historias que merecen ser conocidas. Todos y cada uno de ellos se mueve y sonríe de forma única, todo lo que sienten, piensan y opinan es un misterio insondable, protegido por una muralla de anonimato y silencio. Pero estoy frente a ellos, unidos a veces nuestros ojos por una línea imperceptible que rompe las únicas fronteras que existen, aquellas que separan los universos en los que cada persona se ha convertido.

No sé cómo, pero a veces puedo comunicarme con ellos sin despegar los labios, puedo entrever su sonrisa o su mirada de mutuo entendimiento. Sus gestos y acciones son mensajes codificados que apenas dejan vislumbrar un atisbo de su alma. A veces estos reflejos son al menos tan hermosos como el cuadro que se desliza por la ventana.

Schopenhauer dijo que cada día es una vida en pequeño. Madruga y disfruta de la caótica sucesión de pequeñeces que el día te tiene preparada.

Gonzalo López Sánchez
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5 Comentarios

  1. xplorador dice:

    No sé muy bien por qué publico este engendro bicéfalo. En parte es porque me daba pena cortarle por la mitad al pobre y, por otro lado, es porque me ha salido así, cual cagada recién hecha.En todo caso lo he escrito gracias al relato de carretero, y básicamente, por mero azar, ya que últimamente no se me ve el pelo por aquí.Asias carretero y un saludete, ¿Qué tal Sod?

    Podría hacerlo coherente,seguramente quedaría mejor, pero la cuestión es: ¿podría molar hacer alguna cosilla así, (mejor hecha claro), en la que se cambiase bruscamente de tono y contenido?

  2. champinon dice:

    Realmente podrías hacer algo que molase si te lo planteas desde muchisimos otros puntos de vista. ¿Por qué no tratar de ser negativo ante la perspectiva de viajar en el tren? ¿Acaso todo el mundo lo vive de la misma manera?. ¿podría escribirse un relato de historias entremezcladas de lo que cada uno de ellos piensa?, al fin y al cabo «sus ojos relatan historias que merecen ser conocidas»

    No se, te lo dejo ahi… podría suponer un pequeño desafío, ¿no? 😛

  3. Anónimo dice:

    Pues sí, no sería mala idea. Hace algún tiempo se me ocurrió algo parecido,ya que pensé en relatar la muerte de un soldado en el campo de batalla desde varias perspectivas; la dramática, la cómica, la existencial, la azarosa…

    Ahí quedó la cosa. Si hay inspiración, me pongo a ello.

  4. champinon dice:

    Mas te vale ¬¬

  5. Lascivo dice:

    Creo que este relato es simplemente perfecto. Tiene un cambio de ritmo sustancial que le da vida. «Bicéfalo», ¿eh? Está genial. Hecho de menos el tren…

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