Retazos.

Envidia. Andaba saboreándola yo en aquella indiferente mañana de abril. Envidia. Bailaba entre mi paladar y mi lengua, entre suave y afrutada. Advenediza. Una pizca desvergonzada, la envidia. Compañera de cama. Y después, de fatigas. Casi tiene gracia.

Todo me sabía a ella y no quería tentar a la suerte, con lo que pasé de largo el comedor con rapidez y me hallé en la terraza. Me apoyé en la baranda, pensativo. Amanecía, y más allá la estepa castellana amanecía conmigo. Estaba desnudo, pero era incapaz de experimentar sensaciones aisladas. Frío o calor, tanto daba. Lleno o vacío. Supongo que tenía la cabeza en otra parte, si entiendes lo que quiero decir.

Y creo que fue entonces cuando decidí matarla. Claro que no fue algo consciente. Actos así no se piensan, en realidad. No se deciden. Pero algo cambia dentro de ti, algo hace que suene la queda en tu interior y todo lo que haces y piensas y sueñas, toda ficha que hueles y mueves a partir de ese instante te conduce inevitablemente hacia un final que ni siquiera habrías imaginado.

Me volví con cierta desgana y encaré el salón tras la cristalera. No di un paso, pero mis ojos vagaron de aquí para allá por la habitación. Los restos de la cena. Las secuelas de la pasada noche como lo que se resta tras una reñida batalla. Puertas entreabiertas y jarrones quebrados. El resto de la casa no tenía mejor aspecto. Ni yo.

Envidia. Traté de evocar en mi mente algún recuerdo de la velada, traer a mi retina alguna imagen cierta, algo fijo a lo que aferrarme. Quería algo racional, lo que fuera, pero sólo encontré sensaciones. Y desde que sonó el timbre hasta que se cerró la puerta, ya de madrugada, una de ellas dominó sobre todas las demás.

Suena, se abre la puerta y ella entra y me saluda y me besa. Estás en tu casa. Lo sé -siempre lo ha sabido-. Se sienta y cruza las piernas. ¿Qué cenaremos? ¿De beber? Todo me suena a burla, pero soy incapaz de responder. No sé si es su tono o sólo una mala pasada. Sólo suspicacia. Entro en la cocina, busco copas, una botella. Mi reflejo me devuelve la mirada: reproche. Me reprocha los últimos días, meses. Me reprocha llamadas sin vuelta y sonrisas mansas fuera de tiempo. Tantos vaivenes. Giro la botella y ahora sólo veo una etiqueta. Artificial, sin caras malsabidas. Y vuelvo al salón. Aún queda la esperanza de que un día tú me quieras, dice Julio Iglesias. Algo de nieves que se derriten.

No fue hasta que empecé a tiritar que volví a entrar en el comedor. Fuera rompía el alba, pero la habitación seguía en penumbra, o eso me parece recordar. Olía a almizcle. Platos aquí y allá, tanto en la mesa como en el suelo, nuestro testimonio particular de que de la gastronomía al sexo no hay ni medio paso de distancia. Y las copas.

Burbujea el líquido sobre el cristal y ella chispea, brilla. Realmente brilla. Cierra la noche sobre la habitación y nosotros jugando al ratón y al gato. Sin complejos. Sin preocupación. Casi ingenuamente. Ambos sabemos cómo funciona. Una broma fácil, un comentario ingenioso. Una cama hecha a fuego lento. Y ella ríe y apenas sí roza la copa con los labios, sin dejar de mirarme. No es una mujer atractiva, ni siquiera guapa, pero a veces es tan hermosa que duele mirarla.

Envidia. Recogí un par de cubiertos, tal vez tres, y hasta empecé a doblar el mantel por una esquina, pero pronto desistí. No tenía mucho sentido. Dejé los cuchillos sobre el estaribel, me senté en el sofá y la miré.

Todo es un mero trámite, por supuesto. Ambos sabemos de sobra cómo acabará la noche. Como tantas otras. Pero tenemos que fingir, incluso ante nosotros mismos, que esto sigue unas reglas, que hay un porqué al final de la escalera, que no estamos tan solos ni somos tan miserables. Y quizás ella es la única que finge. No sé dónde me deja eso a mí. Ni quiero. Porque ahora ella es tan hermosa que duele mirarla, y lo sabe. Todas lo saben, cuando llega el momento.

Sin moverme del sofá, la cogí de la mesa y continué mirándola, ahora muy de cerca. Me bastaron dos vueltas para ponerle nombre a aquella sensación. Aquel sentimiento. Resignación. No ira, ni tristeza. Resignación.

Abre la puerta del dormitorio y se gira para  mirarme. Sonríe, traviesa. Siempre le encantó jugar. Tiene una de mis corbatas en la mano. La cuelga en la manilla y entra, dejando libre tan solo una sinuosa rendija de luz, cargada de advertencias y promesas vagas. Y yo la sigo, claro, y entro. Es una guerra condenada, pero quizás es que el amor consiste precisamente en eso: personas solas y batallas perdidas. En que fuera hace siempre demasiado frío.

Pude por fin sonreír con la copa en la mano. Su carmín aún parecía resbalar, gota a gota, segundo a segundo. Como si estuviera burlándose de mí. Aquella noche le hice el amor con auténtica desesperación, con necesidad, con codicia, con celos y violencia. Avaro, quise retener cada centímetro de su piel en la mía, cada gota de sudor, cada arañazo, cada gemido. Todo. Pero no lo conseguí. Porque ella se vino, se fue, y en ambos casos me dejó solo, frío y rodeado de nada. Y fue en aquel cristal donde quedaron sus labios, su carmín, su delicadeza y su ternura. Sus besos. Y sentí envidia.

Me levanté de un salto y arrojé la copa contra la pared. Estalló en mil agudos retazos, que quedaron esparcidos por el suelo y los muebles de la habitación. Yo la maté, sí. Y para serte sincero, aún no he conseguido arrepentirme.

La llamé dos días después, pero no quiso cogerme el teléfono.

Meronimia
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4 Comentarios

  1. Laín dice:

    Me gustó el escrito, sobretodo en cómo describes que el personaje no está seguro de nada, jajja es paradójico aquello; pero dada la situación, pienso que es perfecta esa ambiguedad sentida.
    Despuès de todo son retazos de vida, no? y eso ha de ser difícil volver a armar, pienso.

    Bueno, bueno!

    salu2

  2. Meronimia dice:

    Creo que algo así intentaba al mezclar tiempos. Gracias 🙂

  3. sibisse12 dice:

    Muy bueno. Entretenido e interesante 🙂

  4. Meronimia dice:

    Gracias 🙂

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