Malentendido en el hotel
- publicado el 21/04/2015
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La Biblioteca – Capítulo 1
—Oye, guapa, ¿crees que podrías callarte un poquito?
La chica que se sentaba en la mesa de al lado cerró la boca y me miró con sorpresa.
—Es que eres un poco coñazo, ¿sabes? —le increpé, harto de que hablara tan alto. Ella enrojeció, y me dirigió una expresión de auténtico odio. Su amiga, que estaba frente a ella, y por tanto, a mi izquierda, se me quedó mirando perpleja.
—Perdona, pero no es para ponerse así, ¿vale? —farfulló con voz aguda. Era una cría de apenas dieciséis años, no más. Con pantalones de chándal ajustados y el pelo recogido en lo alto de la cabeza con un coletero rosa muy grueso. En mi cabeza la tenía ya etiquetada como la Poligonera, y a su amiga, a la que había mandado callar, como la Loca Bocazas.
—Mira, chavala —contesté (primer error)— estamos en la biblioteca, llevo toda la tarde estudiando, y vosotras no lleváis aquí ni cuarto de hora, y todo el rato hablando. Así que, ¿por qué no os vais a tomar por culo —(segundo error, perder la calma)— y me dejáis en paz?
Me di cuenta de que había elevado algo la voz por cómo me chistó la señora que había tres asientos a mi derecha. Pero de qué mal humor me estaba poniendo. La Loca Bocazas se levantó en ese momento, me señaló y dijo a voz en grito:
—¡Pero de qué vas, pringao! ¡Tú a mi amiga no la hablas así, que eres un mierda!
Yo, sorprendido, me levanté también. Para nada me esperaba ese pronto de la Loca Bocazas. Ahora se podían apreciar sus rollizas pantorrillas, que protegía con unos calentadores de lana de todos los colores. En la cara, una máscara de piercings la cubría. Y al gritar, inmensos perdigones de saliva eran eyectados casi a la velocidad de la luz hacia mi ser, imposibles de esquivar.
La Poligonera se sumó a los gritos de su compañera de chanzas, y me propinó un empujón con una sola mano, que sin embargo, me hizo desequilibrar y tropezar hacia atrás, apoyándome con torpeza en una de las sillas, arrastrándola y provocando aún más ruido. Mi sorpresa no tenía parangón, ya que la Poligonera era menuda y parecía bastante enclenque. Tampoco esperaba que reaccionara tan drásticamente.
—¡Acosador! ¡Pederasta! ¡Acosador! —me gritaron casi al unísono.
¿Acosador? ¿Yo? ¿¡Pederasta!? La señora que me había chistado anteriormente nos miraba incrédula e indignada. Mientras hacía esfuerzos por levantarme y sobreponerme, vi como iba a trote cochinero hacía la recepción, seguramente para alertar a la bibliotecaria de tan surrealista situación. Menos mal. Yo, sin embargo, seguí siendo abusado por las dos chifladas histéricas.
—¡Pedazo de mierda! —me escupió la Loca Bocazas, junto con una nueva ristra de perdigones.
—¡Violador! ¡Malnacido! —siguió insultándome la Poligonera, yo creo que con más aleatoriedad que sentido.
Yo, por fin levantado, y con la cara completamente roja, aún víctima de la sorpresa y de aquellas dos hienas, intenté recoger mis cosas para irme, pero las malditas me lo querían impedir, tirándome cada una de una manga, y profiriendo insultos y falsedades sobre mi ser a viva voz. Mis papeles y apuntes ya estaban esparcidos por casi todo el suelo, y mi falta de paciencia dejó paso a un enfado mayor que mi sorpresa inicial.
—¡Basta! —grité con una energía que jamás había usado—. ¡Yo me piro! ¡Que os jodan!
En ese momento entró la bibliotecaria, y vi como la indignada señora le decía algo y señalaba en mi dirección con un largo y huesudo dedo lleno de anillos. La bibliotecaria se dirigió hacia nosotros con paso decidido y el ceño y los labios fruncidos. Por fin, pensé, echarán a estas locas, las que, por cierto, seguían gritándome y zarandeándome. Nada más lejos de la realidad.
—¡Caballero! ¿Pero qué está pasando aquí? —la bibliotecaria era enjuta, apenas un ser. De unos sesenta años y el pelo teñido de negro revuelto formando una maraña disforme sobre la diminuta cabeza. Inmensas gafas de montura dorada colgaban de su cuello, sujetas por una fina cadena, dorada también ,y apoyadas sobre un pecho vacío, cubierto por un jersey muy ancho para ella, aunque probablemente fuera la talla más pequeña de la tienda—.¡Señoritas!
Las muy furcias se pararon en seco, y se escudaron:
—¡Este tío nos ha intentado acosar! —dijo la Poligonera. ¿Pero qué perra le había dado con lo del acoso?
—¡Y a mí me ha metido mano! —gritó la Loca Bocazas.
Yo no tuve más inmediata reacción que abrir los ojos hasta casi salírseme de las órbitas, casi con miedo de que salieran disparados y no tuvieran más función que la que tiene un péndulo. La bibliotecaria reaccionó más rápidamente.
—¡Caballero! Es usted un ser despreciable e indecente —era increíble lo bien y pausadamente que vocalizaba esta mujer, como saboreando cada palabra, maldita sea—. Sepa usted que voy a avisar a la policía, y que ya puede usted salir de aquí por pies, aunque de poco le servirá, pues tenemos sus datos en la ficha de la Biblioteca. ¡Largo!
—Pero… Pero… Oiga, yo… —balbuceé, víctima de mi falta de reacción. Aunque no era para menos.
—¿No lo ha oído bien? ¡Fuera! —dijo la señora que había avisado a la bibliotecaria, con un desprecio total y absoluto. La Poligonera y la Loca Bocazas me miraban con aire triunfante, y de pronto me sentí mucho más pequeño que ellas, que todas aquellas mujeres que me estaban fulminando, de una forma u otra.
Así que cogí mis cosas entre temblores, más por miedo e incomprensión que por ira, y me fui con el orgullo por los suelos. Al salir, miré hacia atrás a través de la puerta de cristal, y vi como la Poligonera y la Loca Bocazas volvían a sus asientos y hacían gestos que claramente indicaban “¡se lo tenía merecido! ¡Ja!” y la bibliotecaria y la señora iban, una hacia la puerta para cerrarla, y la otra hacia el teléfono, seguramente para hacer realidad la amenaza de la policía. Me alejé entonces estirando el cuello y con toda la dignidad que pude, que no era mucha, hasta que perdí la biblioteca de vista.
Aún en caliente, no lograba razonar cómo había sucedido esta situación, tan repentina que apenas pude reaccionar. Es entonces cuando se me ocurrieron multitud de réplicas y explicaciones que, si hubiera dicho antes, seguramente hubieran inclinado la balanza a mi favor. Pero, ¡bah! Sólo esperaba que la vieja de la bibliotecaria no cumpliera su promesa de avisar a la policía, lo último que me faltaba era que me denunciaran.
Seguí caminando hacia mi casa, donde me refugié del frío y de la humillación. Mañana sería otro día, aunque me costó bastante conciliar el sueño, víctima de los nervios, que tardaron en remitir.
Putas…
Yizeh. 24 de noviembre de 2010
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- Pues ya ve - 12/11/2021
- Petra Pérez, ciclista - 10/12/2020
Wow… está muy bien escrito… quizás un poco exagerado el comportamiento de la poligonera y su amiga, pero… me ha gustado, sí. Ahora leo la segunda parte!
Coincido con Canelón. Una historia muy chocante que para nada te esperas xD