Una frágil línea

Hacía mucho frío. Demasiado frío. No había nada que permitiera aislarme de tanto frío.

 

No sabía dónde ir. No tenía con quien ir. Comencé a andar. La calle terminó y creo que no sabía dar la vuelta. Recorrí el mismo tramo, la misma distancia, por lo menos quince veces. Mis movimientos eran compulsivos, guiados por la histeria. Me giré y salí a la avenida principal. Debían ser más de las tres de la madrugada. Llovía, llovía mucho y hacía mucho frío. Un frío desolador.

 

Seguí caminando y llegué a un gran edificio blanco coronado por grandes puntos de luz. Era muy grande, un edificio muy muy grande. Olía a tristeza. Olía a enfermedad. Olía a sufrimiento. Una vez más aquella maldita cruz roja. Empecé a recorrer la manzana sin quitarle la vista de encima. Miraba las ventanas por las que asomaba un rastro de luz. Trataba de imaginar la situación que allí se viviría. Gritos, dolor, desesperación. La piel se me erizaba y continuaba caminando. En la séptima planta vi alguien asomado. Era una mujer delgada, muy delgada, muy muy delgada. Y blanca, su rostro carecía de un atisbo del color que define a los vivos. Le saludé con la mano, pero sus ojos, perdidos en un horizonte desconocido, no hicieron muestra de advertir mi gesto.

 

Seguí caminando, daba pasos grandes, descompasados, arrítmicos. ¿Se encontraría allí dentro? Entrar o no entrar era la gran decisión. La decisión que podría cambiar mi destino. A lo lejos vi las luces azules. ¿Venían a por mí? Las bajas nubes y mi cansancio soporífero me impedían ver con definición las siluetas que bajaron del coche. Intenté esconderme en los contenedores. Olía mal, pero el aroma de la inmundicia era más suave que aquél que me había convertido en esa piltrafa humana.

 

Una valla. Una pared. Un cristal. No había más de por medio. Una línea, una frágil y fina línea. Una cuerda de equilibrio inestable, un pie mal cruzado, un giro indebido y pasaría de un estado a otro.

 

Escuché pasos muy cerca. “Por aquí no hay nada. Falsa alarma, sube al coche que te vas a resfriar”. Y oí cómo los pasos se alejaban. Ellos volvían a su coche, su emisora, su jornada de trabajo y yo tenía que resolver mi difícil decisión: cruzar la línea, probar a pisar en el sitio correcto de la cuerda, entrar, buscarla, oler de nuevo ese olor: dejar de ser yo para siempre.

 

bertcarfer
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1 Comentario

  1. Sergio dice:

    ¡Fantástico, absolutamente fantástico! Te animo a que sigas escribiendo y tu imaginación siga dando buenos frutos.

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