He aprendido a valorarte
- publicado el 09/01/2014
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TRES ATARDECERES_capítulo segundo
Capítulo segundo
Fue necesario formar una comisión judicial. La empleada que tres días a la semana, en exacta rutina, cubría las necesidades de orden y limpieza en el hogar de don Roberto Ledesma descubrió, llena de sorpresa, a su Señor en descuidado escorzo en uno de los sofás del salón. Se acercó a él abrumada por la más sombría de las intuiciones femeninas. Le llamó al principio suave y luego más enérgica. El ni respondió ni hizo el más mínimo ademán de pretender hacerlo. Su sueño era tan pausado y profundo que se presentía eterno. Ella-mujer decidida y constatadora de presentimientos-no se conformó y, más osada por considerarlo necesario, comprobó la frialdad de aquel cuerpo y que en él o de él ya no salía ningún hálito. Certificó, a su manera, que su Señor estaba muerto. En ese instante fue más consciente y, su natural femenino dictando, creyó conveniente salir despavorida y aullando. Salió corriendo, gritando, rota en lágrimas y presa de angustia y miedo. Después se creó gran alboroto, mucha alarma vecinal… Hubo muchos ¡Ay Dios mío! y, como ya se dijo, fue necesario conformar esa comisión judicial que acudió presto-es un decir-al domicilio del finado don Roberto Ledesma, ínclito profesor en ejercicio, todo un señor, un caballero muy cabal.
El juez, el secretario, el forense y la policía judicial se personaron en el lugar. Fueron lo más discreto que es posible pero no consiguieron hurtarse a la más febril curiosidad general. Una muerte no anunciada y con claros indicios, al menos, de suicidio no es cosa de todos los días, es algo extemporáneo y singular: muy extraño.
Más acostumbrados al hecho, los intervinientes, fueron profesionales y precisos. El doctor certificó, de forma más oficial que aquel primer pálpito de Braulia, la muerte de don Roberto, la policía, tras ardua y meticulosa investigación, constató que frente a aquel ya cadáver oficial, en una mesa baja, frente al sofá, se encontraba un sobre que publicaba destinatario-SEÑOR JUEZ DE GUARDIA o a quien proceda-y remitente-Roberto Ledesma-manuscrito con vigor, en su cara, con letra elegante y muy clara. Dieron, los policías, diligente traslado de su hallazgo al señor juez. El señor juez lo constató y tomó cuenta de aquel sobre y su previsible contenido. Dio por concluido el acto y ordenó levantar aquel ya cadáver. El secretario, celoso de su oficio, de todo ello dio fe y levantó mental y manuscrita acta que, más tranquilo, después transcribiría al papel. A seguir, los trámites de siempre, el traslado y un proseguir de más meticulosa inspección, ya a solas, de los de la judicial.
Hoy es día tranquilo y de vuelta en su despacho, el señor juez anuncia al secretario que va a proceder a abrir el sobre que a su atención, sin duda en postrer deseo, dirigió don Roberto Ledesma. Con cuidado y la ayuda de un sofisticado abrecartas-regalo de un allegado-rasga en su lado adecuado el citado sobre. Su interior se presenta inusitadamente abultado: seis cuartillas bien dobladas de un papel que presenta un curioso anagrama-Borde de agua, café bar-y una escritura densa y abigarrada. No es nada usual en una nota ordinaria de suicidio. Se produce una cierta alarma, una inquietud flota entre las miradas cómplices y acostumbradas del juez y su secretario. Con algo de inquietud y cierta curiosidad ansiosa, morbosa y tal vez malsana el juez despliega aquellas hojas sobre su mesa. El secretario, curioso, observa. Es ritual mil veces repetido y a la vez diferente. Es como casi siempre pero algo raro.
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