Mi perro

He estado los últimos tres o cuatro días observando a mi perro. Es un mestizo de pequeño tamaño, pelo marrón, con algunos mechones blancos y hocico corto. Todo un chucho, vamos. Suele tener un comportamiento de lo más hiperactivo: es muy feliz, le gusta corretear por el jardín, persigue y ladra a los pájaros que picotean entre la hierba. Se vuelve loco cuando escucha alguna moto, como la del cartero. Y es el mejor actor cuando huele el mínimo rastro de comida, principalmente cuando soy yo quien la está preparando. Se me suele sentar al lado, observándome mientras cocino, poniendo cara de absoluta pena, echando las orejas hacia abajo y relamiéndose los labios y la nariz, negra como una trufa.

Es un auténtico canalla.

Muchas veces, cuando le paseo por el campo (eso le encanta), aprovecha algún momento en el que me despisto para ir a triscar entre la maleza, marcar con su orina (apestosa) algunos árboles y, su actividad favorita, restregar todo su cuerpo en la mayor majada de vaca que haya encontrado. El viaje de vuelta a casa es horrible, pero él es tremendamente feliz. Cosas de mi perro, supongo.

El caso es que, desde hace tres o cuatro días, como había empezado diciendo, se ha estado comportando de una forma no del todo normal. Está alicaído, pero a ratos más inquieto que de costumbre. A veces le sorprendo mirándome, fijamente, como atolondrado, y eso me asusta. Sin embargo lo que ocurrió ayer me dejó total y absolutamente sorprendido.

Eran alrededor de las siete de la tarde y mi perro, como muchas veces antes, había logrado capturar a un mirlo medianito, quizás casi adulto, aunque no creo que fuera aún muy mañoso con el vuelo. El menudo cadáver estaba junto a la entrada de la casa, como acto de ofrenda. Yo, como muchas otras veces, lo recogí y lo llevé al contenedor de la basura (suelo dejarlo en el del vecino, porque me cae mal y el camión de la basura pasa cada tres días, así que el pájaro suele terminar apestando). Me duele rechazar estos regalos. Sé que es muy común entre los perros comportarse así. Incluso algunos gatos. Pero, la verdad, no me apetecía nada mirlo muerto para cenar.

Siguiendo mi rutina, empecé a prepararme la cena. Mi perro, cosa rara, no estaba aún entre mis pies. Normalmente se ve atraído por el olor de la cebolla dulce pochándose en la sartén, y más aún por el de la carne chisporroteando. No le di más importancia y seguí a lo mío.

—Oye —dijo una voz detras de mí. Me giré sobresaltado. Vivo solo. Solo con mi perro.

En la cocina no había nadie más que él, que, como últimamente, me miraba fijamente. Será cosa de mi imaginación, pensé, así que volví a mis labores.

—Eh, ¿qué pasa?

Otra vez esa voz, sin lugar a dudas. Me volví a dar la vuelta, repentinamente. Ahí estaba él, mi perro. Me observaba con su mirada negra, inescrutable. Entonces le oí.

—¿No te ha gustado el pájaro o qué?

No podía creerme lo que veía, ni mucho menos lo que oía. Mi perro, ese chucho, estaba hablándome. Y, para colmo, tenía un marcado acento madrileño. Parecía una versión canina de Arturo Fernández. O un Maki Navaja, más bien. Era una voz de macarra, muy amenazante.

—Bueno, responde, tío, que no tengo todo el día —dijo inclinando la cabeza a un lado. Tardé un poco en responder, por lo que empezó a lamerse la entrepierna, sentado y levantando la pata trasera derecha por encima de su cabeza.

—Eh… —dije, casi sin voz. La carne, detrás de mí, en la sartén, empezaba a oler a quemado, pero poco me importaba en ese momento.

Mi perro levantó la cabeza y fijó su vista en mí, nuevamente.

—¡Arranca, hombre!

—No… No sé qué decir.

—¿Te ha gustado el pájaro o no?

—Pues…

—Es que lo has tirado. Te he visto, ¿sabes, colega?

Claro, me había visto.

—No… Verás. Es que no soy muy de aves. Me gusta más la ternera, pero… Tú…

—Bah, pasando. Eres un tolai, no sé por qué llevo tanto tiempo molestándome.

Y, tranquilamente, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta de la calle.

—¡Espera! —chillé—. ¿A dónde vas?

Con total parsimonia siguió andando y, sin mirarme, contestó:

—Me piro, tío. Ábreme la puerta. Tú y yo no nos entendemos.

Le seguí atropelladamente hasta llegar a la puerta, donde se paró y sentó impaciente, esperando a que se la abriera.

—Pero… ¡No te puedes ir! Además, ¿desde cuándo puedes hablar? ¡Esto es de locos!

—Mira, no te pongas a fliparlo ahora. Ábreme, haz el favor.

Yo no daba crédito a lo que oía. Sin embargo, no tuve más remedio que abrirle. Estaba en realidad aterrado por la situación. ¡Mi perro podía hablar! Y era muy desagradable conmigo.

Así que abrí la puerta y él, sin mirar atrás, salió y se fue. No he sabido nada de él desde entonces. Y, la verdad, no sé si quiero volver a saber nada.

Es de locos.

Yizeh Castejón. Octubre de 2012

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4 Comentarios

  1. Ladydaiquiriblues dice:

    Estos animales parlanchines… 😀

  2. Ladydaiquiriblues dice:

    Ayer lei algo sobre un amo y un perro… «Esta extraña lucidez» de Agustín Fernández Paz
    Me pareció bastante original, te animo a que en uno de tus ratos libres lo leas 🙂

  3. Javier dice:

    Me parece una actitud muy extraña para un perro.

  4. khajine dice:

    Mola, pero me imaginaría a un perro mucho más servil. Más del tipo ¿Tío, por qué me has hecho esto? Creí que éramos amigos…. y tal.

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