LOCAMENTE ENAMORADA
- publicado el 26/10/2017
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A la hora señalada. Capítulo 7.
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Capítulo 7
Cuando se despertó aún no podía explicarse qué hacía ahí pero, al menos, con él se encontraba Alímaco. Os preguntaréis que quién es Alímaco, pues lo mismo hizo él, tan desconocedor de la respuesta como el ávido lector. También son pertinentes otras preguntas: ¿Qué hacía ahí? ¿dónde es ahí?, pero estas irán respondiéndose cabe el desarrollo del relato (entiéndase cabe en su modo de preposición, no como tiempo verbal). Introduzco, en todo caso, a Alímaco para no demorar más la justificación.
Alímaco era el único, y por línea directa, descendiente vivo (y, en lo consecuente, comprenderán, último) del sobrino-nieto del último oráculo de Delfos. Como correspondía a su linaje, poseía verdaderas capacidades premonitorias pero, al ser alguien por lo demás completamente enajenado, el realizar predicciones catastróficas que a la postre se cumplían le llevó a ser acusado de peligro potencial y aser enclaustrado en una institución para enfermos mentales.
Y, con esto, interrumpo: ya tenemos el “ahí”. Ahora queda resolver el cómo del ahí.
– ¿Quién eres?- le preguntó a Alímaco.
– Alímaco, obviamente – respondió su compañero de celda.
– Obviamente – repitió, inconsciente. Tras una elongada pausa repleta de silencio e inquietantes miradas, él volvió a tomar la iniciativa – ¿No te interesa mi nombre?
– No – Alímaco se le acercó y, con su sonrisa bobalicona, le atenazó la boca del estómago.- Yo ya sé quienes eres. Tus nombres me los dijo el Viento.
– ¿El viento? – fue su primera pregunta y antes de que formulara la lógica ¿mis nombres? Alímaco explotó:
– ¡No! – la rabia se le había escapado y se acuclilló en una esquina del cuarto gimiendo.- Alímaco habla claro y el no-muerto es el sí-sordo.
Tras varios minutos de agitada incomodidad, dos sanitarios le inyectaron un calmante basado en descargas eléctricas, extracto puro de maderina y, quizá, un poco de PROZAC, que nunca viene mal. El relax subsieguiente, la explicación de los sanitarios y la recepción del equivalente relajante muscular, le sirvieron al compañero de Alímaco para reflexionar. No recordaba cómo había llegado a la institución, supuso que producto de alguna de sus crisis aunque recordaba a una mujer (¿su esposa? Él no estaba casado ¿o sí?) muerta en un sofá, pero decidió que no iba a permanecer allí más de lo necesario. Y, utilizando como premisa válida que no se consideraba loco, concluyó que eso era ya.
– Alímaco – dijo agitándolo, tras descubrir su absoluta carencia de aliados para el caso.
Alímaco, por consecuente lógica, abrió los ojos.
– Mañana escaparás – respondió, mirándole a un ojo -, y Emilio escaparás mañana – continuó, mirándole al otro, antes de que se le fugara la neblina que cubría sus pupilas. Después no se acordó de nada.
Aunque Emilio era un nombre que se le ajustaba parcialmente, le parecía que no cubría completamente toda su esencia. Quiso interrogar más a fondo a Alímaco sobre su nombre y sobre su conocimiento del futuro y sobre el de su intencionalidad, pero lo único que obtuvo fue un ininteligible farfullar, lleno de palabras grandilocuentes, aunque a todas luces inconexas.
Tras conseguir calmarlo (al descubrir que el mejor método era la aplicación de paradójicos palos sin madera), le expuso su plan sin plan. Resultaba que, como correspondía, existían en el centro una serie de medidas para impedir la huida de los reclusos, entre otras, y a saber:
– un arco de detección de metales (que podía ser fácilmente burlado con tan sólo quitarse la chapa acreditativa y la pulsera de identificación pero que, contra lo esperable, impedía cerca del noventaitantos por ciento de las fugas),
– una verja eléctrica de baja intensidad (que atraía por su morbo a otro tantos por ciento, del tanto por ciento que conseguí sortear la primera vigilancia),
– una puerta de cristal blindado con un complicado pomo esférico y,
– finalmente, un experimentado guarda jurado que se contaba ya entre los octogenarios (decían las malas lenguas que la institución no lo contrató, sino que fue construida en torno a él tomándolo como eje de referencia).
Por otra parte, tal y como Alímaco le reveló a Pseudoemilio (o Hemi-Emilio, si lo prefieren), existía una puerta de salida de emergencia que daba directamente a un callejón trasero y que, de acuerdo con la Ley y por motivos de control de los residentes, debía permanecer cerrada salvo catástrofe, pero que se mantenía abierta para que los trabajadores internos no tuvieran que atravesar todo el edificio cuando tuvieran deseo de fumar.
Así pues, aprovechando la coyuntura, Pseudoemilio/Hemi-Emilio se fugó del sanatorio mental y añadió a la policía como perseguidor de su persona (y, en lo sucesivo, de su vidente personal) en adición a arpías y muertes varias, con la correspondiente carga a largo plazo al tomarse a sí como ser inmortal y permanente.
No obstante, según escaparon del manicomio (una vez fuera, por no ofender, comenzamos a llamar a las cosas por su nombre) ante la indecisión de qué camino tomar, Alímaco se hizo con el control de la situación, para desgracia de Pseudoemilio/Hemi-Emilio, y propuso tomar un camino que llevaba a una cueva secreta donde se encontraban los textos mágicos de Alimamá (en su tesoro custodiado por cuarenta banqueros, casualmente) que permitían a las personas con inmortalidad transformarse en dioses (según las vacantes disponibles en relación con las nuevas necesidades humanas; ahí tenemos como ejemplo a Nokiöm, dios del Teléfono Transportable, padre, empero, del herético ídolo Wassá) y a la gente con el don de la videncia en gigantes que lanzaban rayos por los ojos, pero esto ya es otra historia.
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– Sí pero…¡me cago en la leche, muerte! – dijo Muerte entre la rabia, la desolación, el desconsuelo y, finalmente, el suelo, donde rompió a llorar. Bilis negra por sus cuencas oculares. – ¡Eso sí que no! Como tenga que tragar con la arrogancia de Tiempo para la eternidad…
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