Viajero fortuito
- publicado el 18/08/2008
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California
Lentamente entraste en mí, pequeña California, compartiendo en besos la salitre del Océano Pacífico. Lentamente me abduciste con la visión de tus angelicales rascacielos, que como puntas herían el cielo gules de los ocasos. Tú eras la suprema, la dea, la universal estela de la vida, California.
Lentamente, te desdoblaste en placeres sin límites llevándome en automóviles deportivos por el Golden Gate. Lentamente, me invitaste a pasear por el bosque de acebo y perderme en las estrellas doradas que adornaban su fama. Tú eras una guía turística sin parangón en un mundo de secretos y misterios; nada había más bonito y más intenso, California.
Lentamente, deslizaste tus dedos áureos por mi piel bronceada y corriste conmigo en las playas cuyas esquinas virginales sólo tú conocías. Lentamente, me abrazaste y me amaste y me susurraste “Eureka”, haciéndome creer que era para ti una nueva fiebre del oro. Tú eras un estado dorado y yo aquel hombre por el que habías esperado tanto, California.
Lentamente desperté. Lentamente abrí los ojos. No fui el único que cayó en tus brazos. Otros muchos te alababan y te amaban y decían de ti lo mismo que decía yo. Tan solo éramos uno más en la larga lista de vagabundos que habían pisado tus tierras, California.
Lentamente te odié y lentamente tomé la resolución de eludirte. Me extravié en los desiertos y dormí en el Valle de la Muerte, donde sólo los más estúpidos o valientes osaban a entrar. Allí, en la soledad de esa cuenca, me diste muerte, California.
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