Contrapicado

Querida mía.

Desde que te vi, sobre el piso seiscientos, me quedé prendado. Estabas unos cuantos metros por debajo de mí, cayendo a más velocidad que yo, sólo ligeramente. Pegando mis brazos al cuerpo y estirando las piernas, logré minimizar la fricción y ponerme a tu altura. Eras bella. Joder, lo suficiente como para no querer morirme nunca.

Pese al ruido ensordecedor del aire, pudimos hablar, casi a gritos. Enseguida me gustaste. Al principio parecías un poco asustada por mi presencia. Pero pronto te relajaste. Bromeamos un poco con la situación y nos reímos. Nos vino bien aliviar la tensión. Al fin y al cabo, era un suicidio.

A nuestro alrededor, algunas personas nos sobrepasaban a distintas velocidades, a otras las rebasábamos nosotros. La mayoría mostraban lividez y espanto. Tú no. Tú veías nuestra situación como algo natural. Supongo que por eso me terminaste enamorando. ¡Una mujer con las cosas tan claras! Me diste la suficiente confianza como para declararme. Después de todo, ya nada importaba. El miedo al rechazo era absurdo, y una extraña euforia se había instalado en mis tripas.

Aún quedaban más de cuatrocientos pisos. Oíste mi propuesta y enseguida sonreíste, de oreja a oreja. Qué sonrisa tan clara, tan pura. Nos abrazamos y besamos. Fue difícil al principio, con el soplo fuerte del aire contra nuestras caras, pero nos apañamos como pudimos. Tu pelo, castaño, liso, se escapaba de entre mis dedos, azotado por el viento, y nuestras bocas, inicialmente secas, se lubricaron mutuamente. Era maravilloso. Empezaba a captar tu olor, por la cercanía. Afrutado, avainillado, cálido. Maravilloso.

Varios objetos caían, además de personas. Relojes, incluso alguno de pared, cuadros, carteras, llaves. Vimos caer hasta un armario ropero. Unos cuantos pisos más abajo, para nuestro deleite, nos cruzamos con una cama. No era una cama de matrimonio, pero tenía todo lo necesario: el somier, el colchón, las sábanas, mantas. Hasta la almohada había aguantado junto con la cama durante Dios sabe cuántos metros de caída libre.

No nos lo pensamos más. Estábamos henchidos de amor, y la euforia loca de los amantes recientes nos embargaba. Nos metimos, no sin serios aspavientos, en la cama, tapándonos con las sábanas, y nos desnudamos, arrojando las ropas al aire, las cuales rápidamente disminuyeron su velocidad, quedando tras nosotros, perdiéndose. Hicimos el amor. Hicimos el amor durante una eternidad, aunque sólo cayéramos durante unas decenas de pisos más. Hicimos el amor bajo ese manto inesperado, abrazándonos fuerte, sudando, mezclándonos. Creo que otro suicida pasó a nuestro lado y nos gritó algo. Ni idea, estaba totalmente ensimismado en ti, cerrado al grávido mundo exterior.

Todavía quedaban más de doscientos cincuenta pisos. Tu aspecto era relajado. Me mirabas con ternura. Tus ojos grandes, ¡qué ojos!, me encantaban. Yo apenas podía articular palabra, pero logré decirte cuánto te amaba. Me volviste a sonreír. Mi corazón bailaba en mi pecho. Pero tu sonrisa se tornó en preocupación. Mirabas hacia abajo. El suelo, imponente, aún era apenas apreciable. Mas tú no podías evitar que algo así te afectara.

De repente habíamos vuelto a la realidad. La cama hacía tiempo que se había quedado atrás. Sólo estábamos tú y yo, desnudos, mirándonos con preocupación.

“No puedo”, me dijiste. Yo no comprendía. Quería estar contigo hasta el final, pero tu rostro enmarañado de rastros rectos de lágrimas huidizas me decía que nuestro amor era imposible. Que no podía ser perenne, que tarde o temprano tendríamos que seguir nuestro propio camino.

“No”, dije yo, “no te vayas, por favor”. Intenté agarrarte, pero fue inútil. Dejaste tu cuerpo esbelto lo más recto y vertical que pudiste y, mirando con tristeza atrás, saliste disparada hacia delante. Intenté imitarte, pero tu figura presentaba una aerodinámica que yo no podía siquiera alcanzar. Quedaban más de ciento cincuenta pisos y ya te había perdido de vista.

Me pasé los siguientes cincuenta llorando y lamentándome. Todavía sentía el sabor de tus labios, el olor de tu pelo, el tacto de tu piel, la estrechez de tu espalda, el calor de tu interior. Miré a mi alrededor. Seguían cayendo personas y objetos. Pronto encontré esta libreta, con un bolígrafo amarrado, y decidí escribirte esta carta.

Apenas me quedan unos metros. El aspecto sangriento de la calle, con multitud de cadáveres destrozados y objetos rotos, no me parece una mala perspectiva. Sé que tú estás ahí, aunque me cuesta imaginarte de esa forma. Espero unirme pronto contigo. Ya no tengo miedo, porque he podido amar, enamorarme, algo que nunca había experimentado. Algo que me había llevado al suicidio.

Ya no tengo miedo. Te amo.

Sinceramente tuyo,

José Luis

Yizeh Castejón. Marzo de 2013

La imagen es del cómic «El Incal», de Jodorowsky y Moebius.

Yizeh Castejón
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5 Comentarios

  1. Yizeh dice:

    Escribir este relato ha sido una auténtica catarsis, como quitarse una angustia de encima. Sentí un calor y un rubor nada despreciables mientras lo escribía, cosa extraña. Ha sido como sacarlo de las entrañas.
    Espero que os guste.

  2. Joanna dice:

    Me gusta como has utilizado el tiempo en esta historia, no cabe duda que el tiempo es relativo, interesante como floreció el amor, en medio del caos. Muy romantico, me encanto, gracias por compartirlo.

    1. Gracias, Joanna, por tu aprecio y gentileza. ¡Da gusto tenerte por aquí!

  3. khajine dice:

    Creo, y creemos (X y yo), que es uno de los mejores cuentos de Yizeh. Mis enorabuenas (viticultores de Rabuena unidos).

    1. Serían enorrabuenas, ¿no?
      Gracias, my friend. Siempre es un placer.

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