El loro de Flaubert
- publicado el 19/12/2013
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Recuerdos
Descubrir el mundo, descifrarlo con nuestras primeras conjeturas, vislumbrar la delicada trama de las relaciones sociales, las desilusiones y las sorpresas, los colores, las texturas, los sabores. Aprender a amar, a corromperse, a saber que el universo nos ha vencido o que todos nos vamos a morir. Las máscaras se caen y las ilusiones se marchitan tras límites sutiles pero infranqueables. Al final de nuestras historias, de nuestras vidas, más cortas o más largas, somos lo que recordamos. La memoria nos identifica; nuestros credos, engaños, padecimientos… Nuestros miedos.
Tengo miedo del miedo, miedo a lo que me dicen y a lo que creo. Miedo a las tergiversaciones de mi mente. Miedo a la ausencia de mi alma. ¿Soy humana? ¿Qué es ser humano?
Decía un filósofo eterno “pienso luego existo”. Los animales piensan pero no tienen semejante profundidad en su reflexión. Un ser humano siente, sufre, ama, cree como resultado de sus experiencias. Sus actos le enseñan a sentir, a padecer, a vivir. Sus recuerdos marcarán quién es. Yo siento todo eso, yo quiero creer…
—Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
Duerme mi niña.
Sigue tu estrella,
el sueño más bello,
mientras yo te velo.
La vida se hace sueño.
Recuerda este momento,
Mi canto es real,
Lejos quedará el mal.
El legionario Lucio Tarquinio estaba sentado en su mullida silla observando a una mujer de facciones finas y amoldadas a su tez clara tras una espesa ventana blindada. El gesto del militar se había vuelto a crispar al escuchar aquella canción saliendo de los labios delicados pero ensangrentados de la mujer que vigilaba.
—¿Qué está haciendo, Tarquinio? – le preguntó, Marco, otro soldado que acababade llegar a la sala.
—Lo de todos los días: llorar, dormir, mear, cagar, comer y ahora, volver a cantar esa estúpida canción—contestó malhumorado observando como la joven se tapaba el rostro compulsivamente con las manos para ocultar el manar continuo de sus lágrimas.
Marcia se hallaba en posición fetal, en un rincón solitario de una sala vacía. Aquella agraciada mujer de delgada complexión que el legionario Tarquinio observaba día tras día, estaba rodeada por espejos que delataban su patética condición. Los fluorescentes titilantes descubrían el suelo manchado de orines, heces, sangre y desesperación. Los recuerdos, los malditos recuerdos afloraban y se entremezclaban en la mente de Marcia en un clamor visceral, en una danza infernal que invadía su mente y embotaba sus sentidos.
—¿Por qué yo? ¿Por qué entre todas las personas me pregunta a mí? Yo no soy así, yo no puedo ser así. Yo nací como todos, yo viví como todos. Soy como todos… –explicó desesperada Marcia
—¿Cuéntame sobre tu vida? –había inquirido el delator de uniforme oscuro a la joven mientras, al característico rasgar del fósforo, le sucedía el crepitar de un cigarrillo encendiéndose
—¿Qué quiere le cuente? Soy normal le digo, totalmente normal. Nací en Colonia Aurea hace veinticuatro años. Mi madre se llamaba Julia y mi padre Marcial. Fui a la academia Minerva y luego me gradué en la Universidad augustea.
—Háblame de tu infancia —indagó el teniente tras expulsar una profunda calada de humo.
Aquella espesa humareda se expandió como la niebla sobre las siete colinas, disipándose de súbito, bajo el foco de la consciencia de Marcia. El llanto había cesado mientras su mente, por unos escasos segundos, volvía a estar en aquella habitación vacía observando, con sus ojos enrojecidos e inexpresivos, su desmejorado reflejo. Los recuerdos se deshacían para volver a juntarse y clavarse en su memoria como cuchillos afilados y dañinos que se entremezclaban con sus pensamientos turbados.
Mi infancia… Mi puñetera infancia ¿era real? ¿Fue un sueño? Guardo muchos recuerdos de aquel tiempo. Era muy tímida. Recuerdo que cuando tenía cuatro años, mi madre me llevaba a parvulario y yo no quería ir, odiaba aquel colegio. Prefería el cálido aroma a caldo sabino de mi casa. Lloraba, me tiraba en el suelo gritando, y luego entraba en clase y no hablaba con nadie. Me acuerdo como me enseñaban a dibujar, siempre hacía grandes soles rojizos, y cuando aprendí a escribir, como me decían una y otra vez “coge bien el estilete”, cosa que nunca hice, pues lo sigo agarrando mal hoy en día.
Esperaba ansiosa el fin de semana. Los sábados por la mañana me despertaba pronto y entreabría la puerta de la habitación de mis padres despacio… muy despacio para no despertarlos. Corría entonces, para de un salto, meterme en la cama con ellos. Nunca olvidaré esa sensación de ternura y protección entrelazadas, esas risas y batallas con almohadas con mi hermano pequeño, las ventanas rotas emulando a los campeones del anfiteatro.
Mi infancia son los colores de un parque en flor, el tacto de la hierba al tumbarse, el olor de la lluvia tras una tormenta de verano. Mi niñez, como todas las cosas buenas de esta vida, pasó. Era buena alumna, quizás demasiado buena, ahora que lo pienso, y con el paso del tiempo, aprendí a ser más sociable dejando de gritar cada vez que me llevaban a la academia.
Crecí, me salieron algunos granos, por mucho que luchara contra ellos. Empecé a tocar el laúd e, incluso, como todos los adolescentes, me perdía por los rincones del morfeonet. A diferencia de muchos otros, mi primer amor fue real. No era un chico escondido tras una imagen falsa en los mundos virtuales.
No he dejado de poder mirar si su nombre estaba entre los supervivientes de la sublevación asimoviana.
Fue mi primer amor, de esos que se recuerdan durante años pero con los que pasó poco o nada. De esos amores pensados de los que se celebran los aniversarios por el día en el que conociste al otro, te sonrió o hablaste con él. Aquel amor que no puede ser olvidado, cuyo nombre se repetía gravado en cada uno de los recovecos de la mesa en la que me sentaba y de mi alma. Imaginaba, durante horas, conversaciones fingidas que jamás llegaban a darse, buscando temas en común para luego no atreverme a mirarle a los ojos. Ahora que han pasado más de diez años ya podría hacerlo y decirle lo que fue para mí; cuánta importancia tuvo para una chica acomplejada de quince años. Sin embargo, no estaba en aquella maldita lista de supervivientes. Introduje su nombre en el ordenador y sólo apareció un guardia de seguridad de cincuenta y dos años que no se parecía en nada a él.
Luego vino la universidad: las clases magistrales, las fiestas, los amigos, novios y ligues, los viajes psicotrópicos, las noches en vela estudiando en mi cafetería favorita, viendo la vida discurrir tras una vitrina. También llegaron los insomnios alegres riéndome, de una broma, del mundo, de la vida; segura de mi misma y de lo que me deparaba el futuro.
Recuerdo el ataque a nuestra colonia minera, aquella gran explosión, el ruido atronador, el eco estridente, el siseo de las armas, el impacto de la onda expansiva, los cristales de la vitrina rota, lo fragmentos de mi vida hecha añicos. Retengo en mi memoria el terror inscrito con sangre en miles de rostros, el llanto desesperado frente a la muerte, el monocorde andar de aquellas máquinas de muerte, los empujones para meterse en un refugio, el hambre y la oscuridad. En mi mente se desatan una y otra vez los gritos y las lágrimas, los envites para alcanzar subir en una nave de transporte. A fuego quedaron grabados en mis retinas el perfil de los edificios de mi ciudad calcinados, el humo exhalado desde cualquier rincón… Recuerdos…
Las lágrimas volvieron a deslizarse por las mejillas de Marcia mientras su voz trémula empezaba nuevamente a resonar.
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
—Otra vez esta mierda de canción —se quejaba Tarquinio —¿Te puedes creer que a este puñetero cacharro— dijo refiriéndose a Marcia— le da por cantar nanas griegas?
El otro legionario miraba incrédulo hacia la mujer que veía tras el espeso vidrio.
—¡Soy humana! – empezó a chillar repentinamente una desesperada Marcia
—Marco, anda adentro a ver si la haces callar de una puta vez. Estoy hasta las pelotas de ella y sus cantos y sus gritos y sus putos lloros de cachivache asesino. – Le ordenó Tarquinio al otro soldado.
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
Marcia repetía aquella parte de la canción letánicamente.
Recordaba, otra vez recordaba, esas malditas remembranzas que la hacían tan humana. Aquel canto era real, ella tenía que ser humana ¿Y si era una máquina? ¿Y si era un maldito androide? ¿Qué perversa diferencia existía entre los hombres y aquellos complejos robots?
Marco estaba paralizado escuchando el canto de Marcia, aquella máquina con apariencia de humana, de mujer, una de esos carniceros que habían acabado con la vida en Colonia aurea.
—¡Joder mueve el puto culo Marco y hazla callar de una puta vez!
—No….— susurróMarco– ¡No! Ve tú, ve tú adentro, yo no voy a ir.
—Eres gilipollas. Un cobarde. Mira… Mira lo que hay que hacer.
Tarquinio se levantó furibundo y entró en la sala armado, apuntando a la mujer, hacia aquella máquina con apariencia humana desprovista de sentimientos que había aniquilado a su familia y a sus seres más queridos. El olor al entrar fue nauseabundo y el legionario Tarquinio tuvo que reprimir una arcada.
Marcia seguía llorando en aquella esquina de la que no se había movido mientras volvía a cantar:
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
¿Y mi familia aniquilada?
No podía dejar de recordar: la sangre derramada por las paredes de su madre, los sesos de su padre desperdigados por la habitación, las tripas de su hermano desparramándose sobre las baldosas de la cocina, los latidos de su corazón al huir de los cyborgs asesinos, el discurrir de las lágrimas sobre sus mejillas, el caos, la muerte.
¿Todo eso es mentira? ¿Todo eso soy yo? Mis recuerdos, mis putos sueños frustrados, fragmentados destrozados, aniquilados por el fuego de la guerra.
Todavía resonaba en su mente el momento en el que el delator de traje oscuro que fumaba de forma compulsiva, le había confirmado la noticia tras hablarle de su vida, tras explicarle quién era, cómo era.
—Malditos cyborgs– había dicho – Cada vez os hacen más perfectos. Joder, hasta os creéis humanos.
Marcia lo había mirado incrédula y el hombre simplemente le había plantado un folio delante con los resultados de su análisis médico.
¿Y si era real? ¿Y si su vida era una mentira? ¿Y si aquello era una pesadilla de la que despertarse?
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
—¡Calla zorra! –empezó a gritar Tarquinio tomándola del pelo para abofetearla. La sangre había aflorado de la comisura de los labios de Marcia.
Tengo que despertar. Soy humana, ellos no lo son, no pueden serlo. Recuerdo una canción, un canto que mecía mis sueños todas las noches mientras mi madre acariciaba mi frente para dormirme.
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
Otro golpe se había abatido sobre el rostro de Marcia. El soldado había concentrado toda su fuerza en la bofetada que había descargado con furia sobre la mujer golpeándola entonces repetidas veces. La sangre manaba profusamente ahora, mientras la visión de la joven se veía opacada por un encarnado frenesí de violencia.
Ellos son los monstruos que me estudian como una rata de laboratorio, que exploran mi cuerpo, que me maltratan.
Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
El gesto de Marcia fue rápido, tomando la pistola del legionario Tarquinio. Marco reaccionó rápidamente entrando a su vez en la habitación, sin poder reprimir una arcada tras percibir el olor viciado.
—Deja el arma. Déjala delante de ti, despacio…— decía apuntándola tenso
Pero la mujer fue más rápida. Introdujo el arma en su boca. El disparo fue rápido y certero.
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Roma, Centro de investigación pretoriano. Un año atrás.
Los dedos de Publio Vibio Celso golpeaban velozmente las teclas de su ordenador mientras silbaba una canción.
—¿Qué cantas, Publio?— preguntó, Cayo, su compañero de proyecto. Las revueltas sociales en las colonias mineras estaban saliéndose de control y el Senado había exigido a los servicios de inteligencia una solución que no los involucrara. Había que crear culpables.
—¿No conoces esta canción? —planteó extrañado— Es una vieja nana. Mi hija no es capaz de dormirse si mi mujer no se la canta —comentó el hombre sonriendo embobado por su reciente paternidad y continuó canturreando
— Detrás del escaparate,
Hay una luz que se enciende
Coge la vieja bicicleta
Escapa y sueña
Cayo se rió al escucharla.
—Parece demasiado perfecto para ser cierto. Es una maraña de recuerdos lo que hay que meterle a estos trastos y se me agota la imaginación. Si no te molesta, te lo robo y así ya tengo mi recuerdo a implantar para programar la autodestrucción de los modelos K29 cuando sean descubiertos.
—Tranquilo, no hay problemas tío. Hoy por ti, mañana por mí.
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Al final de nuestras historias, de nuestras vidas, más cortas o más largas, somos lo que recordamos…