La Otra.

Las escarchas de hielo se esparcían por los mugrosos callejones adoquinados del pequeño poblado, entre la maleza que trepaba en los adoquines se amontonaban pañales, preservativos usados y hasta jeringas ya inyectadas por los adictos a la morfina.

Susana contemplaba aquella escena todos los días de camino al almacén o cuando llevaba a los niños al colegio, pero aquella noche no fue como las demás, el invierno penetraba cruelmente en sus huesos enfermos, pero el calor del rencor que llevaba dentro era aún más fuerte que el malévolo invierno.

Las calles estaban desiertas, y los únicos sonidos que se oían era el de algún que otro aullido a la luna llena junto con el taconeo de los zapatos de Susana. Caminaba a paso acelerado, deseosa de humillar a aquel maldito atorrante.

 

— Tu marido se encuentra con Carla Guzmán los martes por la noche, frente a la estación y la deja en el mismo lugar, unas horas después de la medianoche—le habían informado por la tarde del día anterior. Susana calló y esperó con ansias el día siguiente, continuó con la misma rutina de siempre, lavó su ropa, plancho sus viejos calzoncillos, le preparó su comida preferida e incluso hicieron el amor por la mañana. El infeliz no se imaginaba que su esposa saldría a buscarlo en plenas andanzas.

Esperó que el reloj marcara las dos de la mañana, durmió a sus niños, peinó su cabello, se puso sus aretes preferidos, se emponchó en pesadas telas de lana roja y acto seguido salió bajo la mirada cómplice de la luna amiga.

No lo permitiría una segunda vez, no. Él era suyo, de ninguna otra atorrante muerta de hambre.

Llegó quince minutos antes de lo esperado a la estación, se sentó en uno de los bancos y esperó que apareciera su mugroso marido.

<<Tengo trabajo>> <<Los muchachos me invitaron a cenar>> <<Mamá esta enferma>> que excusas tan estúpidas, y que estúpida ella que se las creía. Ya lo había descubierto una vez, pero él le pidió perdón y ella lo amaba ¿Qué más quedaba que perdonar? ¿Ser una madre soltera de cinco niños? ¿Ser la mirada del pueblo por solo una pequeña aventura de su marido? “Cualquiera comete errores” pensó en su momento.

Entre la oscuridad de la carretera dos potentes luces iluminaron su visión, las reconoció al instante. La vieja Ford colorada de su marido corrompió con el silencio de la noche. Se puso de pie y a paso acelerado se dirigió al camino.

No lo pensó dos veces, si lo hacía se arrepentiría.

Las luces iluminaron su perfecto rostro blanco, sus cabellos dorados y sus hermosos ojos verdes que en aquel momento volcaron todo su odio en aquellas dos sabandijas.

La camioneta se detuvo. Susana observó con gracia la cara de sorpresa de su marido. No se la esperaba.

A su lado la señorita atorrante del pueblo, la bombacha floja, la que se vende por un plato de polenta, pobre infeliz ¿Cuántos hongos le habrá trasmitido aquella noche? Susana se dirigió con furia a la puerta del acompañante, como toda una dueña.

— ¡BAJATE PUTA! —le gritó. Pero ya era tarde, su marido le había puesto la traba.

— ¡Anda a casa! —le ordenó, infiel y sinvergüenzas aún seguía siendo el patrón, el señor de la casa. Puso la vieja Ford en marcha y una vez más se perdió en la oscuridad, con la prostituta barata junto a él.

El odio la carcomió aún más, esperaba llegar antes que él y arrojarle todas sus porquerías a la calle, que se vaya con la ramera, que le levante su mesa, lave su ropa y todas sus miserias.

Pero no fue así.  Él llegó antes, y la esperaba, con su cinto en la mano y el rostro tomado por la furia. Lo había humillado y no se lo permitiría ¿Quién era ella para decirle con quién debía acostarse? ¿Acaso le daba lo qué él buscaba?

— No te tengo miedo. —repuso ante la reacción de su esposo. Susana se mostraba fuerte, decidida a todo, atrás había quedado la sumisa humillada que lo creía un rey.

— ¿Qué quieres demostrar? — preguntó, furioso.

— Que no soy la misma, que me quiero divorciar. — contestó, firme como una guerrera lista para el combate.

Las palabras de Susana corrompieron con su corazón, él señor que se creía fuerte ahora era un pobre pichón perdido. Susana lo quería fuera, y él no se atrevió a replicar. Se había equivocado, y recién ahora se daba cuenta de lo tanto que la amaba.

— Veté. —Masculló—Y pídele a la otra que lave tu ropa, que levante tu mesa y soporte tus miserias.

Con la frente en alto, lo observó marcharse, no derramó lágrima alguna, aunque su partida le causó cierto dolor, aún con sus golpes y engaños, lo amaba.

DanJovanovich
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