Espadas de papel

La mañana apareció de la nada, despertándome sin piedad del profundo sueño de mi consciencia. Abrí la ventana y una suave brisa se esparció por mi habitación, inundándome los pulmones de frescor. Todo tenía un tono taciturno y despreocupado. Incluso los pájaros permanecían callados, salvo algún valiente que dejaba retumbar su canto entre el desordenado bosque de la montaña. Todo esto pensaba cuando me senté frente al escritorio, contemplando el cielo de plata y el suelo quemado, muerto de vida y lleno de desencanto. Qué día tan triste y tan bello.

Y empecé, cogí el papel y conecté mi alma a la tinta que sostenía entre mis dedos, esperando poder explicar lo que sentía. Pero a cada trazo negro una voz corría hasta mis manos y allí se perdía, gritando por el tubo de plástico un rotundo no, provocando un rebote que me hacía retroceder. Como si un ser diminuto tirase del bolígrafo cada vez que escribía algo incorrecto, impreciso.

No quería rendirme y escribí forcejeando con la imprecisión, tatuando las palabras que recorrían mis huesos. De pronto me detuve. ¡No! ¡No era eso lo que quería! Ni tan siquiera se acercaba a lo que sentía. Frustrada, arrugué mi alma con rabia encerrándola entre espadas de papel, arrojándola a la montaña de pedazos incomprendidos.

Qué complicado expresarse.

Irene Sanchez
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